Rafael tuvo el impulso de hacer algo que hasta entonces nunca había hecho por nadie: quería consolarla. Quería quitarse la ropa y deslizarse con ella bajo las sábanas, abrazarla y susurrarle palabras tranquilizadoras -algo que hiciera desaparecer esa expresión vacía y destrozada de su mirada-. Lo único que lo detuvo fue la inseguridad de que lo rechazase, algo que hasta ahora nunca le había ocurrido. Su orgullo y su ego ya habían encajado hoy un duro golpe y no quería arriesgarse a ser rechazado. Mañana todavía habría tiempo de tentar un poco a la suerte.

– Sólo te estaba velando -dijo en voz baja intentando que sonara como algo natural, como si fuese algo que hiciera habitualmente.

– Estoy bien.

Pero no parecía que estuviera bien. Parecía como si no tuviera espíritu, como si nunca más fuera a volver a sonreír. Sentía una sensación de opresión en el pecho que le hacía difícil hablar. Se humedeció los labios y tragó saliva nerviosamente. Él le había hecho eso; la había herido tan profundamente que había destruido la alegría casi infantil que tenía antes. Tenía que ayudarla a reponerse, pensó intensamente. De alguna manera tenía que convencerla para que se quedara. No importaba los medios que tuviera que utilizar, siempre y cuando funcionaran.

Esa misma mañana, hace menos de doce horas, había estado preguntándole si quería algo, sirviéndolo, pululando a su alrededor para asegurarse de que todo estaba exactamente como él quería. Ahora simplemente estaba allí tendida, sin hacer ningún esfuerzo ni siquiera para mantener una conversación, y parecía que los separaba un abismo de miles de kilómetros. Si simplemente se hubiera puesto furiosa como hacían otras mujeres, pensó con frustración, él podría ponerse también furioso y no tendría ese sentimiento de impotencia. Pero Drea nunca perdía los estribos; él ni siquiera sabía si los tenía.

Una vez le había dicho bromeando a alguien que ella era tan profunda como una placa de Petri, y ahora deseaba que eso fuese así.

Se había reído de ella, ignorándola ante todo el mundo y no se había dado cuenta ni había notado que todo este tiempo ella había estado dedicándose a él en cuerpo y alma. Si amar a alguien era una putada, ser amado era infinitamente peor, imponiendo una sutil carga de preocupación sobre él. Hacía doce horas él era libre. Ahora estaba atrapado por sus sentimientos, encadenado de una forma tan eficaz como si los sentimientos estuvieran hechos de acero.

– ¿Necesitas algo? -preguntó levantándose. No podía seguir sentado junto a su cama como un imbécil.

Ella dudó unos segundos antes de responder, segundos en los que su corazón brincó esperanzado, hasta que ella dijo:

– Sólo dormir un poco. -Y se dio cuenta de que la pausa que había hecho se debía al cansancio más que a la indecisión.

– Entonces, te veré por la mañana. -Se inclinó sobre la cama y le dio un beso en la mejilla. Hace doce horas ella habría girado la cara para buscar su boca, pero ahora simplemente se quedó allí tumbada. Sus ojos ya se estaban cerrando antes de que se diera la vuelta.


Rafael apenas había cerrado la puerta tras él cuando los ojos de Drea se abrieron como platos. Se estremeció. Era una buena actriz, pero sabía que no lo suficiente para esconder lo que sentía si él intentaba tener sexo con ella. No podía hacerlo de nuevo, no con él; tenía que escapar antes de que fuese algo ineludible, porque no se sentía capaz de mantener el control si lo hiciera.

Por lo menos, mañana Rafael estaría rodeado de su séquito habitual, a los que había echado esa mañana para hablar tranquilamente con el asesino sin que ninguno de ellos se enterase. Normalmente, la presencia constante de ese círculo interno de músculos pululando a su alrededor la ponía de los nervios, pero ahora se sentía agradecida por su anticipada compañía. Rafael tendría cuidado y la trataría como siempre, para que ninguno de ellos se enterase de lo que había pasado hoy; su ego no soportaría que se hiciera público. Tendría que cumplir su agenda de negocios, cualquiera que fuese. Estaría bien que tuviera que volar a otro sitio del país, pero si tuviera programado un viaje ella lo sabría.

Estaba actuando de forma… rara. Esperaba que se sintiera halagado porque ella estuviese enamorada de él, pero no esperaba que lo descolocara de ese modo. Traerle agua, velarla… sentarse en su cuarto en la oscuridad, ¡por favor! Estaba actuando como si le hubieran hecho un trasplante de personalidad, y eso le producía escalofríos. Si la idea no fuese tan ridícula, creería que estaba enamorado de ella. Rafael no quería a nadie. Hasta tenía sus dudas de que quisiera a su propia madre.

Pero si él creía que estaba enamorado de ella, al menos por ahora, a ella le daba cierta ventaja. Esa ventaja, por supuesto, era relativa, porque podía ser que él quisiera tenerla más cerca, y eso era lo último que ella quería. Necesitaba tener cierto tiempo para estar sola y poder así organizar sus planes y llevarlos a cabo.

Desde el principio de su relación con Rafael había empezado a dar pasos para asegurarse su futuro. Él le había regalado varias joyas, aunque ella en ningún momento había asumido que le dejara quedarse con ellas cuando la plantase. Para sortear dicha eventualidad, había hecho fotografías de cada una de las piezas y había mandado hacer duplicados de cristal -falsificaciones perfectas que le habían costado cientos de dólares, pero la inversión merecía la pena-. Cada vez que se ponía una de las joyas reales, cuando se la devolvía a Rafael para que la guardase en la caja fuerte lo que le daba era la falsificación. Rafael guardaba las falsificaciones y, cuando podía, ella se escapaba al banco en el que tenía una caja de seguridad sobre la que él no tenía ni idea.

Podría vivir durante un tiempo, y bien, con el dinero que obtendría de la venta de las joyas, pero eso no era suficiente. Que ella se hubiera quedado con las joyas le pondría furioso, pero eso no sería un golpe bajo, un insulto que lo hiriese en lo más profundo de su ser. Además, él le había regalado las joyas así que, de todos modos, eran suyas. Quería hacer algo que lo dejara en ridículo, que acabara con él.

Sí, era peligroso. Lo sabía. Pero lo había estudiado y, una vez que estuviese fuera de la ciudad tenía una ventaja; Rafael era un hombre de ciudad. Había vivido toda su vida en Los Ángeles y en Nueva York. La zona rural de Estados Unidos era tan desconocida para él como Tombuctú, en cambio ella se había criado en un pueblecito en medio del campo y sabía cómo pasar desapercibida, cómo mezclarse. Había muchos lugares donde podría reinventarse a sí misma. Él no se esperaría eso, porque la creía demasiado tonta como para burlarlo, pero muy pronto le demostraría lo contrario.

Tendría que moverse deprisa y no detenerse ni un momento, además de tener un plan alternativo para dirigirse hacia otro lugar en cada momento en caso de que algo fuese mal. Esperaba que algo fuese mal, de modo que cuando sucediera no le entraría pánico.

Tendría como mucho unas cuantas horas de ventaja. Si para entonces no conseguía estar fuera de Nueva York, podía darse por muerta.

Capítulo 6

Drea durmió más de la cuenta, y por fin consiguió arrastrarse fuera de la cama como si la hubieran apaleado, física y mentalmente. Cuatro horas de sexo, de sexo realmente bueno, en teoría podía sonar muy bien, pero no era algo que quisiera repetir aunque no fuera acompañado del trastorno emocional que le había supuesto. No podía negar el placer físico, pero le gustaba ser ella la que tuviera el control. Prefería haber tenido la mente despejada durante el acto y haberse preocupado de sus propias necesidades más tarde, cuando estuviese a solas. Mira lo loca que se había vuelto por unos cuantos orgasmos, aunque el efecto aturdidor sólo hubiera sido temporal. No volvería a cometer el mismo error; si alguien se tenía que volver loco sería el tío, no ella.

Esa mañana no se permitió derrumbarse ante el espejo; se puso delante de él y se centró en lo que veía en ese momento, no en el reflejo de lo que había estado allí hacía años. Ya no era esa niña estúpida y vulnerable, así que pensar en ella era una pérdida de tiempo.

El presente ya era lo suficientemente malo, pensó con gravedad, girando la cabeza hacia un lado y hacia el otro mientras se examinaba. Su rostro estaba pálido, si no contaba con las sombras que parecían cardenales bajo sus ojos, y tenía el pelo tan enmarañado que parecía que un nido de ratas se había estado peleando dentro de él. Tal vez era simplemente una cuestión de ego, pero no quería parecer patética. No podía hacer desaparecer todos los rastros de lo sucedido ayer, pero ciertamente podía tener un aspecto mejor que ése.

Por primera vez en su vida, echó el cerrojo de la puerta del baño antes de desvestirse. No le importaba lo que pensara Rafael, no le importaba que no le hiciese gracia.

Cogió un peine y atacó enérgicamente los nudos y los enredos de su cabello, después se metió en la ducha y se frotó con su jabón perfumado favorito. Ayer por la tarde no había tenido tiempo de echarse acondicionador en el pelo, por eso estaba tan enredado esta mañana. Ahora se tomó su tiempo y sintió cómo su tupido cabello se volvía suave bajo sus dedos.

Lo primero que haría, pensó amargamente, era cortar parte de ese desastre. No sólo porque su pelo era demasiado identificable, sino porque no le gustaba el pelo tan largo y rizado. Su pelo tenía algunas ondas naturales, pero esos tirabuzones eran el resultado de productos químicos apestosos y horas de cuidado. Había elegido su aspecto de forma deliberada, a sabiendas de que la haría parecer más frívola y menos capaz pero, maldita sea, ya se había cansado. Estaba cansada de aparentar que no tenía cerebro, cansada de anteponer las necesidades y deseos de otros a los suyos propios.

Se puso la bata y se ató fuertemente el cinturón, a continuación empezó a maquillarse rápidamente, sintiendo como si el tiempo se le estuviera escapando y sólo tuviese unas pocas horas para huir. No debería haber dormido tanto, tenía que haber puesto la alarma, pero no lo había hecho y ahora tenía que darse prisa. Con la extraña forma en que Rafael se estaba comportando con ella, como si de repente hubiese descubierto su profundo amor por ella -sí, eso parecía- no podía predecir lo que haría a continuación y la incertidumbre la asustaba. Era un hombre peligroso y listo. Bastaría con que se le escapase algo, o que se olvidara de mantener su actitud para que él la pillase. Durante los dos años que llevaba con él, nunca había cometido ningún error, pero tampoco había estado nunca tan al límite. No se fiaba de él, ni tampoco se fiaba ya de ella misma para mantener la situación bajo control.

Se le ocurrió una idea, algo que, en caso de funcionar, le daría cierta ventaja. Si no, al menos su situación no empeoraría. Se obligó a sí misma a toser. Al principio, el sonido fue suave, pero cuando lo hizo otra vez y otra más la tos se hizo más profunda, más ronca. Paró un momento y dijo «mierda» en voz alta, para ver cómo sonaba. Ya estaba ronca, pero no lo suficiente. Tosió un poco más, sacando las fuerzas del fondo de su pecho, y notó cómo le quemaba la garganta. Si estuviese enferma tendría la excusa perfecta para mantener alejado a Rafael en caso de que quisiera acostarse con ella -y también tendría una excusa para estar tan pálida, lo que era simplemente una cuestión de ego, pero después de lo de ayer necesitaba cada trocito de ego que pudiese arañar-. Entre los dos, Rafael y el asesino habían conseguido hundirla en la miseria.

Oyó un débil ruido en su cuarto y un escalofrío descendió por su columna vertebral. ¡Rafael! Se dio la vuelta y quitó el cerrojo de la puerta a la vez que la abría, saliendo sin mirar, como si no hubiese oído nada y no supiera que él estaba allí. A punto de chocar contra él, dio un salto a la vez que emitía un gritito de falsa sorpresa.

– No sabía que estuvieras aquí -dijo alegrándose de lo ronca que sonaba su voz.

Él le puso las manos en la cintura y, bajando la mirada hacia ella, frunció el ceño.

– ¿Estás enferma? Tienes la voz fatal.

– Debo de estar incubando algo -murmuró, mirando hacia abajo-. Me he levantado con tos.

Él le levantó la cabeza, examinando su palidez y sus ojeras con sus oscuros ojos. Drea apenas lograba forzarse a permanecer allí y dejar que la tocara. Era un hombre guapo, con un cabello espeso y negro y rasgos esculpidos a cincel, pero ella nunca lo había querido y, en el mejor de los casos, sólo había sentido un ligero placer estando con él. Ya no había placer, sólo un odio tan profundo y ardiente que apenas conseguía contenerlo.

Aun así, se las arregló para aparentar sufrimiento mientras le devolvía la mirada, entonces cerró los ojos y tragó saliva. Enderezándose, retiró suavemente sus manos y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta y encendió la luz, mirando dentro de la pequeña habitación hacia los zapatos esparcidos por el suelo y las perchas repletas apretadas unas contra otras sin orden ni concierto.