—¡No me digas que no encontró a unos cuantos hombres refinados que se pusieran a tus pies y se ofrecieran a defenderte! —dijo Morosini con sorna—. ¿No te salió ningún pretendiente?
—¡Demasiados! Tantos que era imposible saber cuál era sincero y cuál no. No olvides que soy una joven viuda muy rica y bastante guapa.
—No tengo intención de olvidarlo. ¿Y fue por encontrarte en esa situación tan apurada por lo que pensaste en mí?
—No —respondió la joven con cierto candor que hizo aflorar una sonrisa irónica a los labios de Aldo—. Al principio me refugié en casa de mi hermano, que vive en una magnífica propiedad en la costa de Long Island, pero no tardé en sentirme incómoda allí. Ethel, mi cuñada, es bastante amable, pero Sigismond y ella llevan una vida alocada; van de fiesta en fiesta y su casa está siempre llena. No me explico cómo puede soportar mi hermano una existencia tan agotadora.
—Debe de gustarle. Pero ¿por qué te quedaste tanto tiempo? ¿Qué te retenía allí, cuando tantos bienes tienes en Inglaterra como en Francia? Eso que yo sepa...
—La prudencia, creo. Mi padre afirmaba que era preferible establecer una clara ruptura con lo que acababa de suceder en Europa, a fin de dejar que las aguas revueltas como consecuencia de ese desgraciado asunto volvieran a su cauce. Un año le parecía un período aceptable. Mientras tanto, se metió en algunos negocios. Allí es muy fácil cuando se dispone de medios. Se lo tomó muy en serio y empezó también a viajar por todo el país. Hasta parecía dominado por la fiebre del oro.
—¿Viajaba por todo el país? ¡Curiosa forma de protegerte!
—Oh, estaba siempre rodeada de gente, pero me aburría, me aburría muchísimo. Tanto que a veces hasta valoraba el miedo; por lo menos me mantenía la mente ocupada. Hasta que un buen día me enteré de que John Sutton acababa de llegar a Nueva York. Wanda lo había visto. Entonces cedí al pánico. Me escapé aprovechando uno de los viajes de mi padre.
—¡Qué ocurrencia! Yo, en tu lugar, me habría enfrentado al enemigo. ¿Qué podría hacerte?
—¡Pero si me enfrenté! Y fue horrible. Sigue convencido de que maté a mi esposo; incluso afirma que tiene una prueba.
—¿Y a qué espera para presentarla? —dijo Aldo con desdén.
—Se le ha ocurrido algo mejor: afirma estar enamorado de mí y quiere que me case con él. Atrapada entre los polacos y él, sólo me quedaba una salida: desaparecer. Y eso es lo que he hecho con ayuda de Wanda y de mi hermano. Sigismond me consiguió un pasaporte falso.
—Parece que ha conservado sus buenas relaciones con el hampa.
—En América, con dinero consigues todo lo que quieres. Ahora soy Anny Campbell. Sigismond me compró también un billete para viajar en el paquebote France.
—¿Y le dijiste a tu querido hermano cuál era tu destino? ¿Le anunciaste que pensabas venir a mi casa?
Ella le dirigió una mirada severa:
—¿Estás de broma? Pues no es el momento. Sigismond te detesta.
—Es casi un eufemismo. Yo diría que me aborrece. Un sentimiento que sin duda compartiría si pensara que vale la pena.
—¡No seas cruel! Anuncié mi intención de instalarme en Francia o en Suiza, precisando que daría noticias mías cuando hubiera encontrado un lugar seguro y agradable.
—¿Y crees que, teniendo en cuenta nuestras relaciones pasadas, los tuyos no se acordarán de que existo?
—No hay ninguna razón para ello. No hemos tenido ningún contacto desde hace casi un año y deben de pensar que lo que me pasó contigo fue uno de esos enamoramientos juveniles sin consecuencias. No, no creo que vengan a buscarme a Venecia.
—Querida, resulta bastante difícil saber lo que cree o deja de creer el vecino, por muy cercano que sea. No puedo permitir que te quedes aquí.
La decepción dolorosa que leyó en la mirada que tanto había amado le dio pena, pero no le impresionó. La verdad era que no entendía muy bien lo que le pasaba. Un año antes, habría abierto los brazos sin tratar de imaginar las consecuencias posibles. Hacía tan sólo un año estaba locamente enamorado de Anielka y dispuesto a correr los riesgos que fuera necesario. Simon Aronov se había dado cuenta perfectamente y en Londres había hecho sonar la alarma para prevenirlo. Ahora, las cosas habían cambiado. Quizá porque su confianza ciega de entonces se había visto mermada por las contradicciones de lady Ferráis, quien, al tiempo que juraba amarlo sólo a él, había escogido quedarse con un esposo al que detestaba y no había dudado en convertirse de nuevo en amante de su antiguo novio, Ladislas Wosinski. Por más que juraba que el polaco no significaba nada para ella, a Morosini le costaba creer que se pudiera inducir a un hombre a asesinar a un semejante simplemente ofreciéndole la yema de los dedos. No, ya no estaba atrapado como antes.
—O sea, que me echas —murmuró la joven.
—No, pero no puedes quedarte en mi casa. Pienses lo que pienses, no estarías segura e incluso podrías comprometer la seguridad de sus habitantes, cosa que de ninguna manera quiero que suceda. Los considero mi familia y los quiero.
—En otras palabras, que ya no te sientes capaz de defenderme —dijo ella con desdén—. ¿Acaso tienes miedo?
—¡No digas tonterías! Te he demostrado suficientemente lo contrario. Yo puedo asumir cualquier defensa, y los hombres que viven aquí, aunque ya no sean jóvenes, no son unos cobardes. Por otro lado, yo estaba en el extranjero por asuntos de negocios y he venido exclusivamente para ocuparme de ti, pero volveré a irme y no pienso dejar a los míos solos contigo en medio. Métete en tu bonita cabeza que, aunque Venecia no sea grande, cuenta con una colonia internacional importante, y además los chismorreos van que vuelan. La presencia en mi casa de una mujer tan guapa como tú provocaría un sinfín de comentarios.
—¡Entonces cásate conmigo! Así nadie encontrará nada que decir.
—¿Tú crees? ¿Y tu padre y tu hermano, que tanto te quieren? Añadamos a eso que todavía no eres mayor de edad. Todavía te falta un año, si la memoria no me falla.
—No razonabas igual el año pasado en el Parque Zoológico de París. Querías raptarme, casarte conmigo inmediatamente...
—Estaba loco, no tengo ningún reparo en reconocerlo, pero pensaba solamente en una bendición nupcial, después de la cual te habría mantenido oculta hasta que fuera posible regularizar la situación ante la ley.
—¡Pues hagamos eso! Al menos tendremos la satisfacción de poder amarnos... tanto como deseamos los dos. ¡No digas lo contrario! Lo sé, noto que me deseas.
Desgraciadamente era verdad. La voluntad de seducir hacía que Anielka estuviera más tentadora que nunca, y ya hacía unos meses que el episodio de la cantante húngara había terminado. Al verla caminar lentamente hacia él, con las manos abiertas en un gesto de ofrecimiento, el cuerpo ondulante bajo la fina tela del vestido, los brillantes labios entreabiertos, se dio cuenta de que el peligro era serio. Justo antes de que lo alcanzara, la esquivó desplazándose hacia un lado para acercarse a la chimenea, donde permaneció unos instantes vuelto de espaldas, el tiempo suficiente para encender un cigarrillo y recuperar el control de sí mismo.
—Creo haberte dicho que estaba loco —dijo con la voz un tanto alterada—. El matrimonio queda totalmente descartado. Tengo que ausentarme de nuevo, ¿no te acuerdas?
—¡Perfecto! Llévame contigo. Podríamos hacer un bonito viaje..., muy agradable desde todos los puntos de vista.
Morosini empezaba a pensar que iba a resultarle difícil desembarazarse de ella y que había que encontrar cuanto antes una solución.
—Yo nunca mezclo los negocios y... el placer —dijo en un tono seco.
La palabra, pronunciada intencionadamente, la hirió.
—Podrías haber dicho el amor.
—Cuando existe alguna duda, ya no puede serlo. No obstante, tienes razón al pensar que no te abandonaré. Has venido aquí buscando un refugio, ¿no?
—He venido buscándote a ti.
Aldo hizo un gesto de impaciencia.
—No mezclemos las cosas. Voy a hacer lo necesario para ponerte a salvo, y no creo que en mi casa lo estés.
—¿Por qué?
—Porque si, por casualidad, una mente despierta encontrara tu rastro, vendría directo a esta casa. Y como hay que descartar esos hoteles de lujo a los que estás acostumbrada, tengo que encontrarte un alojamiento antes de irme. A no ser que desees marcharte de Venecia para ir a Suiza o a Francia, como tenías intención de hacer.
—¡Pero si nunca he tenido intención de ir a esos sitios! Siempre he querido venir aquí, y como dijo no sé qué personaje ilustre, puesto que aquí estoy, aquí me quedo.
Se acercaba de nuevo a él, pero sus intenciones parecían más pacíficas, y esta vez él no se movió para no transformar aquella entrevista en una persecución. Además, ella se limitaba a tenderle una mano que Aldo no pudo rechazar.
—Mira —dijo con una amplia sonrisa—, te declaro la guerra más dulce del mundo: no tendré otro objetivo que reconquistarte, puesto que al parecer nuestros lazos se han aflojado. Instálame donde quieras, con tal de que sea en esta ciudad, pero recuerda lo que voy a decirte: un día serás tú mismo el que me traerá a este palacio y viviremos felices aquí.
Pensando que era más prudente conformarse con una semivictoria, Aldo depositó un ligero beso sobre los dedos que le ofrecían y sonrió también, pero quienes lo conocían de verdad sabían que esa sonrisa contenía una gran dosis de desafío.
—Ya veremos. Ahora voy a ocuparme de tu alojamiento..., miss Campbell. Entretanto, aquí estás en tu casa y espero que me hagas el honor de comer conmigo y mi amigo Guy.
—Con mucho gusto. Entonces, ¿puedo ir a cualquier sitio de la casa? —preguntó girando sobre los finos tacones, lo que hizo revolotear el vestido hasta dejar un poco más al descubierto sus piernas.
—Naturalmente. Salvo a los dormitorios... y a las cocinas. Si quieres, Guy te enseñará la tienda.
—Oh, no temas —dijo Anielka en un tono afectado—, me guardaré mucho de meterme entre las faldas de esa mujer gorda que se da tantos aires cuando es una simple cocinera.
—Ahí te equivocas. Celina es mucho más que una cocinera. Estaba aquí antes de que yo naciera y mi madre la quería mucho. Yo también —dijo Morosini con severidad—. Es en cierto modo el genio familiar de este palacio. Procura no olvidarlo.
—Comprendo —dijo Anielka, suspirando—. Si quiero convertirme un día en princesa Morosini, antes tengo que domar al dragón.
—Más vale que te lo diga cuanto antes: éste es indomable. Hasta luego.
Tras estas palabras, Aldo dejó a Anielka examinando las altas estanterías para escoger un libro y salió de la estancia con la intención de buscar a Celina. No tuvo que ir muy lejos; la cocinera apareció ante él como por arte de magia en cuanto llegó al portego, la larga galería-museo común a numerosos palacios venecianos. Con un plumero en la mano, desempolvaba con una minuciosidad sospechosa un estuche de cristal que contenía una carabela con las velas desplegadas y reposaba sobre una de las consolas de pórfido. Aldo no se dejó engañar por su actitud de indiferencia fingida.
—Está muy feo escuchar detrás de las puertas —susurró—. Deberías decírselo a tu confesor.
—¡Eso es ridículo! ¡Como si no supieras que estas puertas son demasiado gruesas para que se pueda oír nada!
—Tal vez... cuando están cerradas. Pero ésta no lo estaba —dijo, pinchándola—. Además, ¿desde cuándo manejas ese instrumento?
—Muy bien, lo reconozco. ¿Qué vas a hacer con ella?
—Instalarla en casa de Anna-Maria. Nadie irá a buscarla allí y podrá estar tranquila.
—¿Necesita... tranquilidad? ¡Viéndola nadie lo diría!
—Más de lo que imaginas. Si quieres saberlo todo, está en peligro. Ésa es una de las razones por las que no puedo dejar que se quede aquí; no tengo ningunas ganas de que esta casa y sus habitantes corran ningún peligro.
Iba a bajar para telefonear desde su despacho, pero cambió de opinión.
—Ah, por cierto, ¿quién de la casa sabe cómo se llama?
—Zaccaria, claro, puesto que fue quien la recibió, y también el señor Buteau. El joven Pisani no; había ido a la villa de Stra para tramitar unos cuadros...
—Tramitar no, peritar —corrigió maquinalmente el anticuario—. ¿Y las dos doncellas?
—No, apenas la han visto. En cuanto a mí, siempre he sido incapaz de recordar los nombres extranjeros. Sólo sé que es lady... algo.
—Ya no es lady, ni algo ni nada. Ahora es miss Anny Campbell. Voy a avisar a Zaccaria y a Guy.
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