La primera idea de Aldo había sido telefonear a su amiga Anna-Maria para pedirle que alojara a Anielka, pero después de pensarlo había preferido ir en persona. Conocía por experiencia a las telefonistas de Venecia: las devoraba permanentemente una insaciable curiosidad y no dudaban en divulgar ciertas noticias cuando eran un poco sabrosas. Más valía no fiarse.

Anna-Maria Moretti vivía en una adorable casa rosa, a orillas de un tranquilo rio y dotada de un bonito jardín cuyo fondo llegaba al Gran Canal. Después de la guerra, en la que su marido, médico, había encontrado la muerte, la había convertido en una especie de pensión familiar en la que sólo aceptaba a personas recomendadas que deseaban llevar una vida tranquila. Dado que se trataba de su propia vivienda, convertida por razones económicas en albergue pasajero, la viuda de Giorgio Moretti no quería bajo ningún concepto hospedar a clientes ruidosos o maleducados. Exigía que se comportaran en su casa como si fueran invitados de uno de los palacios de los alrededores.

Recibió a Aldo con la invariable alegría que siempre despierta un amigo de la infancia. Era hermana del farmacéutico Franco Guardini, en cuya compañía Aldo había pasado de la infancia a la adolescencia y llegado a la madurez sin que nada turbara el buen entendimiento entre ellos. Anna-Maria era más joven que su hermano. Coronada por una abundante cabellera de ese rubio cálido típicamente veneciano, a sus treinta y cinco años pertenecía a la categoría de mujeres de las que, al verlas, se dice: «¡Esto es una mujer guapa!» Los rasgos de su cara y las líneas de su cuerpo evocaban las estatuas griegas, pero le conferían cierta frialdad. Aparente, sin duda alguna, pero que jamás había incitado a Aldo a hacerle la corte. Sus sentimientos hacia ella siempre habían sido fraternos, y era mucho mejor así, pues Anna-Maria era mujer de un solo amor. La desaparición de su esposo había puesto fin a su vida sentimental.

Recibió a Aldo con la lenta sonrisa que constituía quizá su mayor encanto.

—¿Quieres que vayamos a tomar algo al jardín? Esta mañana hace muy buen tiempo.

Como ese año el otoño estaba siendo muy suave, el pequeño jardín sobre el agua estaba aún lleno de flores y la viña virgen, de un precioso rojo profundo, que trepaba por las paredes de la casa y del palacio vecino formaba un envoltorio suntuoso a su alrededor. Sin embargo, Aldo declinó la invitación.

—Me tomaría con gusto un Cinzano frío, pero en tu despacho. Tengo que hablar contigo.

—Como quieras.

Anna-Maria sabía escuchar sin interrumpir a su interlocutor, y éste la puso al corriente de la situación sin rodeos, pero ella, lejos de asustarse por los peligros que corría su futura huésped, se echó a reír.

—Estoy segura de que ha exagerado mucho la historia. Pero no necesitas que yo te lo diga, tú conoces muy bien a las mujeres, y a ésta se le ha metido entre ceja y ceja convertirse en princesa Morosini. Teniendo en cuenta que ni eres pobre ni feo, la comprendo muy bien. Por lo demás, es posible que logre sus fines.

—¡No lo creas! El tiempo en que deseaba casarme con ella ha pasado y me extrañaría mucho que volviera. Pero no minimices los problemas que giran alrededor de Anielka; si te lo he contado todo es, en primer lugar, porque eres una amiga fiel, pero también para que puedas negarte a aceptarla con conocimiento de causa.

—¿Quieres que me niegue?

—No. Espero que la aceptes, pero los tiempos han cambiado y los extranjeros que alargan demasiado su estancia en Italia son vigilados de cerca por la gente de Mussolini, y no quisiera que tuvieses problemas.

—No hay ninguna razón para que los tenga. En primer lugar, las autoridades municipales me tienen en gran estima; en segundo lugar, el jefe del Fascio local come en la palma de mi mano; y por último, tu amiga tiene pasaporte norteamericano. Y a los Camisas Negras les gustan mucho los norteamericanos y sus dólares. Si miss Campbell interpreta bien su papel, no tendremos ningún problema. Anda, ve a buscarla.

—La traeré esta tarde. ¡Eres un cielo!

Al llegar a su casa, se puso a buscar a Anielka para comunicarle las disposiciones que acababa de tomar, pero le costó un poco encontrarla, pues ni por un instante le pasó por la cabeza que pudiera estar en la tienda-exposición. Y precisamente allí era donde estaba en compañía de Angelo Pisani, a todas luces víctima de su encanto. El joven la guiaba con una atención devota a través de las dos grandes salas, en otros tiempos almacenes de mercancías, cuando las naves venecianas surcaban las escalas del Levante para traer todo lo que producía el fabuloso Oriente. Ahora, en lugar de especias raras, piezas de seda, alfombras y otras cosas espléndidas, había, en justa compensación, una muestra de las maravillas producidas a lo largo de los siglos por los artistas y artesanos de la vieja Europa.

Cuando Aldo se reunió con los dos jóvenes, Anielka tenía en la mano un gran vaso de cristal antiguo, grabado en oro, y se divertía moviéndolo a la luz del sol mientras Angelo, emocionado, la informaba sobre la antigüedad y la historia de aquel hermoso objeto. Al entrar su jefe, el joven se sonrojó, y por su actitud se notaba que se sentía incómodo, como si Morosini lo hubiera pillado in fraganti.

—He... he tenido el placer de que el señor Buteau me pre... presentara a miss Campbell —dijo tartamudeando—, y estaba mos... mostrándole... nuestras maravillas.

—Tranquilícese, muchacho —dijo Aldo con una amable sonrisa—. Ha hecho muy bien distrayendo a nuestra visitante.

—¡Esto es una verdadera cueva de Alí Baba, querido príncipe! —exclamó la joven dejando el vaso—. Sólo faltan las joyas, las piedras. ¿Dónde las escondes?

—En un lugar secreto. Cuando tengo alguna para vender, claro, lo que no es el caso en este momento.

—Pero... dicen que eres coleccionista. Lo que, evidentemente, presupone poseer una colección. ¿No vas a enseñármela?

El tono y la sonrisa eran igualmente provocadores, y a Aldo no le gustó mucho ese súbito interés por lo que, a semejanza de sus iguales, consideraba su jardín secreto. Le recordó que esa arrebatadora criatura a la que tan cerca había estado de adorar era hija del conde Solmanski, un hombre del que seguía sospechando que había encargado asesinar a su madre, la princesa Isabelle, para robarle el zafiro estrellado del pectoral, convertido posteriormente en joya de familia.

—Se dicen muchas cosas —repuso él con desenvoltura—. Se está haciendo la hora de sentarse a la mesa y a Celina no le gusta que los comensales se retrasen.

—Entonces no la hagamos esperar. Ya me enseñarás todo eso esta tarde.

—Sintiéndolo mucho, no tendremos tiempo. Debo llevarte a la Casa Moretti, donde están preparándote unos aposentos. Después me marcharé, tal como te había dicho.

—¿Cómo? ¿Ya?... ¡Pero si acabas de llegar!

—Efectivamente, pero hoy es jueves, y el Orient-Express sale de Venecia en dirección a París a las cinco y cuarto.

—Ah, ¿es a París a dónde vas?

—Sólo estaré de paso. El asunto que he dejado pendiente requiere mi presencia en otro sitio.

La decepción de Anielka era visible, cosa que el joven Pisani advirtió. Con una conmovedora buena voluntad, se precipitó en auxilio de la beldad en apuros:

—Si teme aburrirse mientras el príncipe se halle ausente, miss Campbell, me pongo a su disposición... al menos durante mi tiempo libre —rectificó dirigiendo una mirada inquieta hacia su jefe—. Estaré encantado de enseñarle Venecia. La conozco mejor que cualquier guía.

Anielka le tendió la mano con una sonrisa radiante, lo que le hizo sonrojarse de nuevo.

—Es muy amable. Recurriré a usted, no lo dude. Morosini lamentó que el joven Pisani no se hubiera quedado dos o tres días en el castillo de Stra. Saltaba a la vista que ese incauto estaba enamorándose de miss Campbell, y eso no facilitaba las cosas. El descontento de Aldo no tenía nada que ver con los celos. Simplemente, pensaba que embarcado en esa galera el pobre chico se exponía a sufrir, y la idea le desagradaba porque apreciaba mucho a Angelo.

Mientras se lavaba las manos antes de sentarse a la mesa, Guy Buteau, que había oído el final de la conversación en la tienda, preguntó:

—Creía que iba a volver a Viena. —Mi destino no era Viena, sino Salzburgo, y además, tengo una buena razón para pasar por París: quisiera saber si allí tienen noticias de Adalbert, cuyo silencio empieza a preocuparme. No supondrá dar un rodeo muy grande, porque allí podré tomar el Suiza-Arlberg-Viena Express,[3] que me llevará a la ciudad de Mozart con toda comodidad. Pero prefiero que no hablemos de esto en la mesa.

Una vez despachada la comida gracias a la diligencia de Celina, impaciente por ver a la excesivamente guapa intrusa alejarse de la casa, Aldo condujo a Anielka a casa de Anna-Maria, donde la joven se declaró encantada tanto del sitio como de la acogida, volvió para ultimar dos o tres detalles con sus colaboradores y después hizo que Zian lo llevara a la estación de Santa Lucia, adonde llegó aproximadamente un cuarto de hora antes de que saliera el tren, lo que le permitió comprar algunos periódicos para el viaje.

Tomó posesión con gran alivio del single que el empleado de los coches-cama consiguió encontrarle. Gracias a Dios, había logrado pasar sólo el día en Venecia y solucionar de la mejor manera posible una cuestión delicada. Era una solución momentánea, por descontado, pero como le parecía muy acertado el viejo refrán según el cual cada día trae su afán, se alegraba de poder apartar esa preocupación de su mente para dedicarse a buscar a la dama de la máscara de encaje negro.

Sin embargo, cuando desplegó uno de los periódicos extranjeros, un titular le saltó a los ojos: «Robo en la Torre de Londres. Las joyas de la Corona en peligro. Gran conmoción en toda Inglaterra.»

Ante la sorpresa general, sólo habían robado una joya, y con una facilidad que dejaba al periodista perplejo e incitaba a hacerse preguntas sobre la confianza que se podía conceder a los medios de protección con que contaba el Tesoro británico. Es cierto que, dada la reciente publicidad de que había sido objeto la Rosa de York, los conservadores de la Torre habían considerado preferible instalarla en una vitrina separada y tal vez un poco peor protegida. Pero ¿quién podía imaginar que robarían ese viejo diamante, menos deslumbrante que sus compañeros, cuando los más grandes del mundo se encontraban tan cerca? La conclusión del redactor era que se trataba de una operación montada por uno de los numerosos coleccionistas decepcionados cuando el gobierno de Su Majestad había recuperado el diamante histórico. Naturalmente, el superintendente Warren se hallaba de nuevo al frente de un asunto que ya le había hecho pasar algunas noches en blanco.

Cuando acabó de leer, Morosini dedicó un amistoso pensamiento al pterodáctilo, que no necesitaba ese incremento de trabajo, y se puso a reflexionar. ¿Quién habría corrido semejantes riesgos para apropiarse de la maldita piedra, o más exactamente de su copia fiel? Lady Mary reposaba en la sepultura escocesa de los Killrenan y su esposo pasaba apaciblemente los días bajo estrecha vigilancia en una clínica psiquiátrica. Quedaba quizá Solmanski, padre de Anielka y enemigo jurado de Simon Aronov, dispuesto a todo para apoderarse del pectoral, del que creía tener el zafiro.[4]

Sí, ese audaz robo podía ser obra suya. ¿No decía Anielka que se ausentaba a menudo «por negocios»? O si no, por supuesto, un coleccionista totalmente fuera del circuito y que contara con los medios necesarios para contratar a un ladrón hábil y comprar complicidades. En cualquier caso, puesto que el verdadero diamante había vuelto a su lugar de origen, lo que pasara con su réplica a Morosini ya no le interesaba. Y como el timbre del primer servicio estaba sonando en el pasillo, dobló el periódico, se lo puso bajo el brazo y se fue a cenar.





4 . En el que Morosini mete la pata



Cuando, tres días más tarde, Aldo bajó del tren en la estación de Salzburgo, no estaba de buen humor. No le gustaba perder el tiempo, y el rodeo que había dado por París tan sólo le había aportado largas horas de reflexiones solitarias. Seguía sin saber, efectivamente, qué había sido de Adalbert Vidal-Pellicorne.

En el piso de la calle Jouffroy custodiado por dioses egipcios, sólo había encontrado a Théobald, el fiel sirviente del arqueólogo, pero éste, instruido en la escuela de un maestro que casi siempre tenía algo que ocultar, se había mostrado más hermético que un sarcófago tebano. Pese a estar encantado de ver de nuevo al príncipe, Théobald se limitó a responder a sus preguntas con un sí o con un no, sin comprometerse más. Sí, el señor había vuelto de Egipto, donde su estancia se había prolongado más de lo previsto. No, no estaba en París, y sí, su servidor ignoraba dónde podía encontrarse en ese momento.