—Cálmese, por favor. Voy a pedir que salga alguien a su encuentro. Quédese aquí sin moverse y esté tranquila.
La soltó con tantas precauciones como si temiera verla desplomarse y a continuación salió y se dirigió apresuradamente al comedor. No había nadie sentado a la mesa y los criados habían desaparecido. Tan sólo la señora Von Adlerstein estaba sentada en el alto sillón que antes ocupaba Elsa. Junto a ella, Adalbert fumaba como una locomotora. Fritz, ante una ventana, comía pastas dispuestas en una gran fuente. En cuanto a Lisa, caminaba detrás del asiento de su abuela con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, pero al ver entrar a Aldo fue corriendo hacia él.
—¿Dónde está?
—Aquí al lado, pero, Lisa, ya no sé qué hacer... Vaya con ella.
—Dígame primero qué ha pasado.
Aldo contó con toda la fidelidad posible su extraña conversación con Elsa.
—Confieso que me siento culpable —concluyó—. Jamás debería haberme prestado a esta comedia.
—Lo ha hecho a petición nuestra —dijo la condesa—. Y nosotras se lo pedimos porque pensábamos que un poco de alegría podría serle beneficiosa. Después, usted se ausentaría y eso me dejaría tiempo para llevarla a Viena y hacer que la examinaran.
—Sí, claro, pero ahora ella lo mezcla todo y espera a Rudiger. Está muy preocupada por él. Acabo de prometerle que voy a ir en su busca porque teme que haya tenido un accidente.
—Bien, hay que acabar con esto. Voy con ella —dijo Lisa, pero su abuela la retuvo por la muñeca.
—No, espera un momento. Hay que pensar... ¿Dice que teme un accidente? Y nosotros sabemos que ha muerto... ¿Y si aprovecháramos la ocasión para decirle... que no volverá a verlo nunca más?
—Tal vez no sea una mala idea —dijo Adalbert—, pero es mejor no precipitarse..., dejar que pasen las horas, los días. Aldo debe desaparecer de su horizonte. Ella está confusa porque no acaba de saber con seguridad si es Rudiger o no.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo el interesado—. Tengo miedo de cometer un error sea cual sea mi actitud. Vaya, Lisa, no conviene dejarla mucho tiempo sola.
—Te acompañamos —dijo la anciana dama—. ¡Josef!
El viejo mayordomo, que había permanecido en las lejanas sombras del comedor, reapareció en el halo de luz.
—Señora condesa...
—No creo que nos acabemos esta cena. Diga a todos que se retiren, pero sírvanos el café en mi gabinete. Quizá con el postre, para complacer a Fritz.
En ese momento oyeron la voz de Lisa:
—¡Elsa!... ¡Elsa! ¿Dónde está?
La joven volvió para anunciar que la princesa no estaba donde Aldo la había dejado.
—Voy a subir a su habitación —añadió.
Pero la habitación estaba vacía, al igual que el resto del piso, al igual que todas las demás estancias de la casa. Y, lo que era más curioso aún, nadie había visto a Su Alteza. Alguien sugirió la idea de que quizás había salido a pasear por el parque.
—No me extrañaría nada —dijo Lisa—. Si le diéramos libertad total para obrar a su antojo, estaría día y noche fuera.
En ese momento se oyó el galope de un caballo alejándose rápidamente. Se precipitaron a las cuadras con linternas y vieron una de las puertas abierta de par en par. Faltaban una yegua y una silla de amazona, según afirmó el jefe de los palafreneros, que había acudido al oír ruido.
—He tenido el tiempo justo de ver algo blanco, como un largo chal de bruma que corría hacia los bosques —dijo el hombre.
—¡Dios mío! —gimió Lisa, ciñendo alrededor de sus hombros desnudos la capa de loden que había cogido del guardarropa del personal—. ¿Cómo ha podido montar con ese vestido de noche? ¡Y con el frío que hace! ¿Adónde habrá ido?
—A buscarlo a él —dijo Aldo, precipitándose hacia uno de los caballos—. Vuelva a casa, Lisa, vamos a intentar encontrarla.
—No, ustedes no van a hacer nada —dijo la joven—. ¿Adónde van a ir en plena noche y con traje de gala, sin conocer además la región ni a los caballos?... Sí, lo sé, es usted un jinete excelente, pero yo le pido que se quede aquí. No serviría de nada que se partiera la nuca... Llame a sus hombres, Werner, y envíelos en la dirección en la que la ha visto ir. Cojan linternas para intentar seguir las huellas... El señor Friedrich irá con ustedes. Conoce la región palmo a palmo. Nosotros iremos a casa y avisaremos a la policía. Hay que dar una batida por el norte de Ischl.
—Pero esos bosques hacia los que la han visto ir, ¿adónde llevan? —preguntó Adalbert.
—Depende. A la montaña... al Attersee, al Traunsee. Lugares llenos de obstáculos, llenos de peligros, y no creo que ella conozca la zona mejor que ustedes..., mi pobre Elsa...
La voz de la joven se quebró al pronunciar las últimas palabras. Dándose cuenta de que iba a romper a llorar, Aldo tendió las manos hacia ella, pero, de repente, Lisa giró sobre sus talones y se fue corriendo hacia la casa.
—Dejémosla —murmuró Adalbert—. A quien necesita es a su abuela... Lo mejor es que vayamos a coger el coche e intentemos ejecutar la parte que nos corresponde en el concierto delirante de esta noche.
Siguiendo los consejos de Josef, que les facilitó un mapa de carreteras, subieron hacia Weissenbach y Burgau, en el Attersee, deteniéndose con frecuencia para escuchar los ruidos nocturnos. No había luna. Estaba oscuro, hacía frío, y los dos pensaban en la mujer vestida de satén que galopaba a ciegas a través de esa oscuridad. ¿Estaría aún viva? Su montura podía haberse desbocado, o una rama baja haberla golpeado. La maravillosa naturaleza de aquel rincón de Austria, constelada de cascadas y de grandes lagos apacibles, les parecía ahora amenazadora, pérfida, plagada de trampas, algunas de las cuales podían ser mortales.
—¿En qué piensas? —preguntó de pronto Morosini, después de haber encendido el vigésimo cigarrillo.
—Intento no pensar.
—¿Por qué? ¿Temes que la galopada de Elsa sea una carrera hacia el abismo?
—No lo temo, estoy seguro de que lo es. Esto no puede acabar de otra forma.
—¿Por el ópalo? ¿Tú también crees en su poder maléfico?
—Hemos constatado el del zafiro y el del diamante. Esta maldita piedra no es una excepción. Aunque esta vez me pregunto si nuestra búsqueda va a terminar aquí. Supón que Elsa desaparece...
—No irás a dotarla de poderes sobrenaturales... Aunque a veces da la impresión de que es un fantasma, no lo es. Así que intentemos razonar con realismo. Primera hipótesis: tiene un accidente y se mata. Creo que conseguiremos que la condesa nos venda una joya que no tendrá ganas de conservar. Y cuanto antes, mejor, pues hay que contar con Solmanski. Podría reaparecer en el momento menos pensado.
—Hummm.... —gruñó Vidal-Pellicorne—. Segunda hipótesis: la encontramos, está bien... y entonces, ¿qué? Te recuerdo que ve ese objeto como un talismán.
—Lo sé. En ese caso, tendremos que hacer lo que habíamos decidido en Hallstatt: encargar una copia de la joya, y ahora con más posibilidades de éxito, porque sin duda podremos conseguir una fotografía. Evidentemente, es una solución muy cara, pero es la mejor: Elsa tendrá una joya auténtica en la que podrá creer todo lo que quiera, pero ya sin peligro.
—¿Crees que Lisa estará de acuerdo? Siempre ha detestado la idea de mercadeo que sugería nuestra presencia.
—Y eso te fastidia, ¿verdad? —dijo Aldo en tono sarcástico.
—Un poco, lo reconozco, y me cuesta creer que a ti te deje indiferente.
—Los sentimientos no se pueden medir con el mismo rasero que la misión que debemos llevar a cabo. La misión es lo importante, puesto que se trata de un pueblo.
Adalbert no contestó y se concentró en la conducción del vehículo. Durante su recorrido, los dos hombres se encontraron con Fritz y uno de los palafreneros, que, sujetando al caballo por la brida y acercando la nariz al suelo, intentaban encontrar el rastro que habían perdido. Por supuesto, todavía no habían visto nada. Y nadie encontró nada.
Era de día cuando regresaron a Rudolfskrone, donde reinaba una atmósfera de catástrofe. Ni Elsa ni la yegua habían aparecido. Lisa tampoco estaba a la vista.
—Vayan a descansar un poco —les aconsejó la señora Von Adlerstein, cuya angustia se reflejaba claramente en su rostro cansado y sus ojos apagados—. Se han portado como verdaderos amigos y nunca podré agradecérselo bastante.
—¿Está segura de que ya no nos necesita?
—Sí. Vengan a cenar esta noche. Si antes hay alguna noticia, se lo haré saber.
—¿Dónde está Lisa?
- Acaba de salir, pero no se preocupen, la he obligado a dormir tres horas y a comer algo.
Fue Fritz quien, dos horas más tarde, les llevó la noticia: Lisa había regresado con la yegua. Al llegar a la cascada a la que a Elsa le gustaba ir los últimos días, la joven había visto al animal, cuya brida se había enganchado en una rama. De la amazona no había otro rastro que una mantilla blanca en el saliente puntiagudo de una roca, en la pared que bajaba. Más abajo aún, el borboteo del torrente, que rebotaba despidiendo blancas salpicaduras. Y luego las profundidades rugientes de la catarata.
—Había ido en otra dirección —dijo Fritz—. No habíamos buscado por ahí. Ni siquiera sabemos por qué camino ha podido llegar a la cascada, pero una cosa es segura: está ahí, y para sacarla... Es horrible, ¿verdad? Allá arriba todo el mundo está destrozado.
—No es para menos —murmuró Morosini, que se volvió hacia su amigo—. Los dos teníamos razón: era una carrera hacia el abismo.
—Quiso salir al encuentro de su prometido, pero se encontró con la muerte. Y le tendió los brazos...
En el silencio que siguió, Fritz se sintió incómodo.
—Supongo que nos veremos más tarde en casa de tía Vivi, ¿no? Naturalmente, el viaje a Venecia queda pospuesto. ¿Y... ustedes? ¿Qué van a hacer? —añadió tras una ligera vacilación.
—Yo iré a despedirme —dijo Aldo con un suspiro—. Tengo que volver a casa sin falta, pero mi invitación sigue en pie.
—Es muy amable y se lo agradezco, pero será mejor que me quede en Rudolfskrone mientras duren las operaciones de búsqueda. Quizá después —dijo con una mirada de cocker que espera una golosina—. Cuando Lisa se marche... o cuando se haya cansado de verme.
—Siempre será bien recibido —dijo Aldo con sinceridad. Sentía una especie de ternura por ese muchacho torpe pero conmovedor en su amor obstinado, que veía claramente que no tenía esperanzas. Se había equivocado de siglo; la época de los Minnesánger y de los caballeros que se pasaban la vida suspirando por una dama inaccesible habría sido más indicada para él—. Venga a Venecia —concluyó, estrechando la mano del joven—. Ya verá; hace milagros. Pregúnteselo a Lisa.
—El milagro sería ir con ella, pero más vale no soñar.
Una vez solos, Morosini y Vidal-Pellicorne permanecieron un rato sumidos en pensamientos coincidentes. Adalbert fue el primero en expresar el sentimiento común:
—Esta vez sí que ha acabado todo de verdad. No hemos podido salvar a esa desdichada y el ópalo yace con ella en el fondo del agua. Es una verdadera catástrofe.
—A lo mejor encuentran el cuerpo.
—No lo creo. De todas formas, si no te molesta, me quedaré unos días más para ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
—¿Por qué crees que va a molestarme?
El arqueólogo se sonrojó de pronto hasta la punta de los cabellos en perpetuo desorden.
—Podrías... creer que busco motivos para quedarme el máximo tiempo posible cerca de Lisa.
—Y después de todo, ¿por qué no ibas a hacerlo? Yo no tengo ningún derecho sobre la señorita Kledermann y no me hago ninguna ilusión sobre sus sentimientos hacia mí. Tú le gustas, así que...
—Como decía Fritz, más vale no soñar. Dejando esto a un lado, después seguramente iré a Zúrich para intentar tener una entrevista con Simon. Es preciso ponerlo al corriente.
—Yo de ti iría primero al palacio Rothschild, en Viena. Tal vez el barón Louis pueda decirte dónde reside en estos momentos su viejo amigo el barón Palmer. Y así estarás unos días más junto a Lisa.
Demasiado emocionado para contestar, Adalbert cogió a su amigo por los hombros y lo abrazó.
A la mañana siguiente, Morosini salía de Bad Ischl al volante de su pequeño Fiat. Solo.
TERCERA PARTE
La peste de Venecia
1 2. Una trampa muy bien tendida
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