Mientras Warren se marchaba, Aldo ordenó que prepararan una habitación y que sustituyeran el bufé por una mesa para tres personas. Luego se dirigió a los aposentos de la recién casada para ver cómo estaba, pero en la galería a la que daban los dormitorios encontró a Celina.

—El Señor y la Virgen han escuchado mis oraciones —dijo en cuanto vio a Aldo—. El maldito va a recibir su castigo y tú, hijo mío, eres libre.

—¿Libre? ¿De qué hablas, Celina? Estoy casado... y desgraciadamente ante Dios.

—La boda no es válida. He oído lo que ha dicho el inglés: el demonio no se llama Solmanski sino Or... Bueno, no me acuerdo. En cualquier caso, podrás echarla —añadió, alargando un brazo vengador hacia la habitación de Anielka.

—Yo también lo he pensado, pero no hay que hacerse ilusiones. Ese hombre no es de los que dejan en manos del azar una cosa así; adoptó oficialmente para él y sus descendientes el apellido polaco y la nacionalidad que lo acompaña. Sólo el papa podría anular mi matrimonio.

En el animado rostro de Celina, la decepción dejó paso inmediatamente a una firme decisión:

—¡Pues por san Genaro que tendrá que hacerlo! ¡Iré a pedírselo yo misma! ¡Y tú vendrás conmigo!

Morosini no contestó. Había aludido al Santo Padre en el calor de la conversación y casi como una broma, pero, después de todo, ¿por qué no? Un matrimonio contraído en tales condiciones y no consumado debía de poder denunciarse ante el temible Santo Oficio.

—Quizá no sea una mala idea, Celina, pero ya sabes que, aunque uno se casa en cinco minutos, obtener la anulación cuesta mucho más tiempo. Se puede tardar años, así que, prepárate para tener paciencia. Mientras tanto habrá que tratar a la princesa —añadió, subrayándola palabra— como corresponde a su rango, servirla y ocuparse de ella. Te propongo de nuevo...

—¡No, no! Haré lo que hay que hacer, pero tengo derecho a pensar lo que quiera. ¡La princesa!... Si hubiera muchas princesas así...

Y desentendiéndose de su señor, Celina se dirigió gruñendo y mascullando hacia la escalera con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas. Aldo entró en el dormitorio sin hacer ruido.

Franco seguía allí. Sentado junto a la joven, que lloraba tendida en la cama, con la cabeza entre los brazos y dándole la espalda, hacía unos esfuerzos conmovedores para consolarla, tan desconsolado él mismo que estaba al borde de las lágrimas. La entrada de Aldo le arrancó un suspiro de alivio.

—Iba a buscarte —susurró—, porque sólo tú puedes hacer algo. Ya ves en qué estado se encuentra.

—Me ocuparé de ella, no te preocupes..., pero te agradezco que la hayas atendido.

Acompañó a su amigo hasta la puerta y volvió hacia la cama. Los sollozos de Anielka se habían calmado desde que había empezado a oírse la voz de Aldo. Al cabo de un momento, la joven levantó la cabeza, con los cortos y rubios cabellos revueltos. Tenía la cara enrojecida e hinchada, y los ojos brillantes.

—¿Qué vas a hacer ahora conmigo? ¿Echarme?

—¿Debería? ¿Acaso has olvidado que acabamos de casarnos? Te debo ayuda y protección, y mi techo debe ser el tuyo. Lo he prometido... El hecho de que hayan detenido a tu padre no cambia la ley que nos une. Estás en tu casa.

Su mirada recorrió la vasta habitación tapizada, así como el gran lecho provisto de un baldaquino de brocatel de color marfil, con dibujos de laureles verde y oro, en la que reinaba el desorden que acompaña generalmente a un mujer bonita de viaje. Sólo uno de los tres baúles apartados en un rincón estaba abierto, pero de dos maletas colocadas sobre el kilim antiguo sobresalía un encantador batiburrillo de lino, encaje y seda. No había ninguna sombrerera a la vista. En cambio, el tocador forrado de satén marfil, a juego con las cortinas, rebosaba de frascos, cajas, tarritos y todos esos múltiples y graciosos útiles necesarios para el mantenimiento de la belleza.

—Voy a enviarte a Livia. Te ayudará a acostarte y pondrá un poco de orden. Mientras tanto, te prepararán una bandeja. Necesitas reponerte. ¿Qué quieres? ¿Un caldo, té...?

Ella saltó de la cama como propulsada por un resorte y dijo:

—¡Nada de eso! Una copa de champán, si la compartes conmigo. Creo que es una buena manera de empezar una noche de bodas. En cuanto a la doncella, tampoco la necesito. ¿No es la costumbre que el esposo desnude él mismo a la novia?

Con una rodilla apoyada en el sillón al que acababa de acercarse, Anielka lo desafiaba con todo su poder de seducción. El vestido de terciopelo blanco que llevaba bajo una cascada de perlas —las que le había regalado su primer marido— ceñía unas curvas deliciosas y dejaba libres sus delgados brazos y su cuello frágil, mientras que el profundo escote de pico se sumergía entre los pechos hasta la altura del estómago. Sonreía, como si hubiera olvidado el profundo pesar que la había abatido. Empezaba a utilizar sin pérdida de tiempo, pensó Morosini, esos medios que un rato antes decía que eran las armas naturales de una mujer amante. Pero el recién casado ya no conseguía creer en ese amor. Y, a decir verdad, no le importaba en absoluto.

Optando por un repliegue estratégico, Aldo fue a apoyarse en la chimenea y encendió un cigarrillo.

—Me alegro de ver que estás mejor —dijo—. Eso me simplificará las cosas. Más vale que establezcamos inmediatamente lo que será nuestra existencia en común: viviremos en buena armonía aparente; tendrás mi respeto y mi cortesía, pero nada más.

—¿Nada? ¿Qué significa eso?

La pregunta era tan infantil que le arrancó una sonrisa.

—Creo que la palabra no puede ser más explícita: sólo serás mi mujer de nombre, no de hecho.

—¿No te acostarás conmigo esta noche? —preguntó Anielka con su característica manera de expresar crudamente las realidades de la vida.

—Ni esta noche ni nunca. Y no empieces a llorar otra vez. Me has obligado a casarme contigo.

—No he sido yo.

—¡Vamos! Podías imaginar que esos procedimientos me ofenderían y, si me amabas como afirmas, no deberías haber aceptado imponerme esta... humillación. Y menos aún este innoble chantaje.

—¡Te han devuelto a tus sirvientes!

—Da gracias por ello. Si no, tú no estarías aquí y tu padre desde luego ya no estaría en este mundo.

—¿Lo habrías matado? ¿Por esos dos?

—Sin dudarlo ni un segundo. De hecho, estuve a punto de hacerlo... Recuerda que esos dos, como tú los llamas, son muy queridos para mí.

—¿Y te has casado conmigo por ellos?

—¡No te hagas la inocente! Lo sabías perfectamente, pero querías meterte aquí a toda costa. Ahora ya estás, así que intenta darte por satisfecha. Dicho esto, puedes entrar y salir a tu antojo o viajar si te apetece, pero con dos condiciones: no me molestes y no manches el apellido que no he tenido más remedio que darte. Te deseo que pases una buena noche.

Con una sonrisa burlona en los labios, Morosini se inclinó y salió del dormitorio sin querer oír el grito de rabia que el grosor de las paredes apenas amortiguaba. Seguramente Anielka iba a desquitarse con algunos objetos, pero, si el precio de la tranquilidad era ése, él estaba dispuesto a proporcionarle más. Procurando que no fueran valiosos, claro.


Una hora más tarde, en compañía de Warren y de Guy Buteau, Aldo terminaba la cena fría que les habían servido en la biblioteca ofreciendo a sus invitados café, puros habanos y licores franceses. El superintendente finalizaba el relato del largo acoso coronado esa noche con la detención de Solmanski: la discreta vigilancia de los paquebotes transatlánticos, la minuciosa y sigilosa investigación llevada a cabo en Whitechapel, la vigilancia casi invisible del sospechoso a partir del momento en que había pisado suelo británico, enormemente facilitada por John Sutton,[13] cuyo odio no disminuía.

—Y también por su amigo Bertram Cootes[14] —dijo Warren—. Ese chupatintas es un fisgón nato. Fue él quien, después del robo de la Torre, descubrió la discusión de los dos autores del robo y permitió su detención. Como ya no tenían la piedra, denunciaron al que les había encargado robarla, pero éste había escapado de sus ángeles guardianes y tomó tranquilamente el barco para Francia. Fue justo en el momento en que yo había adquirido la certeza de que era el asesino de Wosinski. Para detenerlo, necesitaba una orden internacional, y el Foreign Office siempre se hace de rogar en virtud de un montón de consideraciones confusas. Por suerte, la policía francesa me hizo el favor de seguir su rastro hasta la frontera suiza, pero a partir de ahí desapareció.

»De todas formas, no perdí la esperanza; quería atrapar a ese hombre y, en espera de averiguar más cosas, hice todo lo necesario para obtener las armas que necesitaba. Había llegado hasta el primer ministro cuando recibí un mensaje de un tal Schindler, director de la policía de Salzburgo, diciéndome cosas muy interesantes. Al mismo tiempo, París me informaba de que correo procedente de Venecia llegaba con bastante regularidad al hotel Meurice, desde donde lo enviaban a un hotel de Múnich. Fue una suerte que llegara una última carta a París y que pudiéramos leerla. Era de lady Ferráis y constituía a todas luces la continuación de otras, pero en ésa la joven dama se extrañaba de que su padre tardara tanto en reunirse con ella e insistía en que se apresurara, a lo que añadía que usted podría regresar bastante pronto y que había que darse prisa. Eso fue lo que yo hice, y el resto ya lo saben.

Pensando que, después de un discurso tan largo, se merecía de sobra su coñac, Gordon Warren tomó un sorbo y lo «masticó» antes de tragarlo con los ojos entornados y de preguntar:

—¿Qué piensa hacer ahora, príncipe?

Éste pareció despertar de la ensoñación en la que el final de la historia lo había sumido.

—¿Sobre qué? —preguntó con voz cansada.

—Sobre este matrimonio, por supuesto. Es indudable que le han tendido una trampa, como se la tendieron en su día al pobre Eric Ferráis, y a sus amigos, entre ellos yo, les gustaría que no corriera usted la misma suerte. Estoy convencido de que fue ella quien lo envenenó. Lo sé, lo intuyo... y, por desgracia, no puedo hacer nada.

—¿Por qué? —preguntó Guy—. ¿No tiene pruebas?

—Aunque las tuviera, no servirían de nada. Las leyes del Reino Unido no permiten que alguien pueda ser juzgado dos veces por la misma causa. Lady Ferráis fue absuelta. Incluso con un montón de pruebas, sería imposible llevarla ante el tribunal de Oíd Bailey.

—Yo estoy pensando en otro tribunal: el del Santo Oficio, al que pienso solicitar la anulación de mi matrimonio vi coactas.[15] -Es el único camino para recuperar su libertad —dijo, suspirando, el superintendente—, pero lleve cuidado cuando inicie los trámites e intente que sean lo más discretos posible, porque a partir de ese momento estará en peligro. Se ha tomado demasiadas molestias para casarse con usted y no lo soltará fácilmente. Mientras tanto, creo que empleará otras armas. Es una de las mujeres más bonitas que he conocido. ¡Una verdadera sirena!

—No hace mucho todavía me hallaba bajo el influjo de su encanto, pero ya no. No sabría decirle por qué, pero así es. Quizá porque me horroriza lo que es turbio, dudoso, equívoco.

—Me alegro. Sea como sea, siga mi consejo: vaya con cuidado.

Consciente de que no conseguiría dormir, esa noche Morosini no se acostó. El amanecer lo encontró asomado a la ventana de su habitación, escrutando la grisura donde se juntaban el cielo y el Gran Canal en espera de un poco de rosa, de una esperanza de sol que atravesara el capullo brumoso y húmedo que envolvía a Venecia. Por primera vez en su vida, se sentía prisionero allí, tanto como el criminal que esperaba su traslado bajo uno de esos techos uniformados por la luz mortecina.

El miliciano ya no montaba guardia en la puerta y no volvería, pero la peste fascista había empezado a extenderse solapadamente, como una mancha de aceite, por Italia. Venecia estaba afectada hasta los cimientos, puesto que su familia, la familia del príncipe Morosini, se había contagiado. Adriana, a quien tanto había querido, convertida por el doble amor a un hombre y al dinero hasta el punto de haber aceptado asesinar a una mujer de la que nunca había recibido sino ternura y favores. Eso era quizá lo peor.

¿Y qué iba a hacer con ella? ¿Matarla como había jurado que haría con el asesino de su madre? Si ése era el precio de la paz de su alma, ¿por qué no? Sólo le inspiraba ya asco y aversión, al igual que la criatura que descansaba a unos pasos de él. Dejarla hundirse poco a poco en la miseria que la acechaba, darle un empujoncito en caso necesario, podía ofrecer una venganza más sutil. Faltaba saber si existían vínculos entre ella y Anielka, en cuyo caso ésta quizá lograra socorrer a la antigua amante de su padre. ¿Qué sería entonces de él y de los que vivían con él, atrapados entre dos fuegos, entre dos odios? ¡Había que hacer algo!