– ¿Qué estabas haciendo? ¿Dedicarte a tomar ron antes de disfrutar del huracán? – Preguntó, sacudiéndolo un poco-. Venga, despierta antes de que te arrastre la marea.
El desconocido gimió y la miró. Tenía sangre en la sien, pero la lluvia la borró de inmediato. Meredith maldijo su suerte. No podía dejarlo allí, pero por otra parte era demasiado grande y pesado como para llevarlo a la casa.
Pensó en llamar a la policía para que se hiciera cargo de él. En ese momento, la llama de la lámpara iluminó su rostro y Meredith pensó que, a pesar de la imagen extrañamente feroz que le daban la barba y el pelo largo, parecía vulnerable e indefenso.
Lentamente, estiró un brazo y le secó la lluvia de la frente. Estaba tan frío y quieto, que se sobresaltó, y se apartó, dominada por un mal presentimiento. Además, la Meredith Abbott de siempre no era una mujer demasiado valiente; la asustaba casi todo, especialmente los hombres. Y sin embargo, aquel hombre que yacía en la playa, medio muerto, no la asustaba.
La fuente de su miedo era bien distinta: temía a las fuerzas que lo habían dejado allí.
Se sentó en el suelo, muerta de frío y agotada. Su pirata estaba junto a ella, tumbado en el sofá donde finalmente había conseguido dejarlo después de arrastrarlo desde la playa. Ben los miró a los dos en silencio, como si desconfiara del desconocido.
El viento y la lluvia retomaron su anterior furia en cuanto Meredith cerró la puerta de la casa. Pero esta vez, no corrió a esconderse en el armario; aquel hombre no tenía muy buen aspecto y ella era la única persona que podía cuidar de él, de modo que recogió todas las velas y lámparas que pudo encontrar y las llevó al salón: los cortes eléctricos eran frecuentes en la isla y la casa estaba bien surtida.
El pirata, gimió de nuevo y murmuró algo que ella no pudo entender. Su expresión se volvió repentinamente amenazadora. Meredith se recordó entonces que podía ser peligroso; era un hombre alto, fuerte, de hombros tan anchos, que apenas cabía en el sofá.
Temblorosa, extendió una mano y le tocó la mejilla. Seguía helado y su respiración era casi imperceptible. La herida de la sien había dejado de sangrar, pero tenía otras heridas más importantes que aquel rasguño. Tras un reconocimiento rápido, descubrió que también tenía un chichón del tamaño de una pelota de golf en la parte posterior de la cabeza, además de varios cortes en la mandíbula, bajo la barba, y un corte profundo en la rodilla izquierda.
– ¿No podrías haberte emborrachado y haberte quedado dormido en tu propio sofá? -dijo ella-. No sé qué hacer, no soy médico… Y con esta tormenta no puedo salir a buscar ayuda.
Intentó llamar a la policía, pero el teléfono no funcionaba; y aunque lo hubiera hecho, el sheriff y su ayudante estarían ocupados con problemas más importantes que ése. En cuanto a los vecinos, no intentó avisarlos; todas las casas de la zona pertenecían a personas que sólo las habitaban en verano. Y por último, el único médico de la isla sólo pasaba una vez a la semana por la pequeña clínica.
De haber sido algo más valiente, tal vez habría salido. Sin embargo, las posibilidades de encontrar a alguien no habrían sido demasiado altas; la tormenta había empeorado otra vez y habría tenido que caminar medio kilómetro hasta llegar a la carretera para, una vez allí, cruzar los dedos y esperar que apareciera el sheriff.
Se frotó los ojos con cansancio. De repente, el caos exterior le parecía un asunto menor en comparación con lo que ocurría en el interior de la casa.
– ¿De dónde diablos has salido? ¿Y qué hacías en mi parte de la playa?
Meredith se inclinó para apartarle el pelo de la cara, y en ese momento, él abrió los ojos. Sus pálidos ojos azules se clavaron en ella como si no comprendiera nada, casi como si estuviera mirando a otra parte.
– ¿Puedes oírme? ¿Quién eres? ¿Qué ha pasado? -preguntó ella.
Él abrió la boca para decir algo, pero no pudo hablar. Después, cerró los ojos como si el esfuerzo le hubiera resultado doloroso.
– Ni siquiera sé cómo llamarte, pero debes de tener un nombre… Creo que te llamaré Ned. Ned el pirata. ¿Sabes? A Barbanegra lo llamaban Ned porque su verdadero nombre era Edward -declaró ella-. De todas formas no estás en condiciones de llevarme la contraria.
Meredith le quitó las botas y se quedó mirando una de ellas, sorprendida. Eran unas botas muy particulares, con un doblez a la altura de la rodilla. Le dio la vuelta y examinó la suela.
– Es una bota hecha a mano -murmuró-. Qué curioso. Este tipo de botas no se hacen desde principios del siglo XVIII… ¿Se puede saber qué zapatero te las ha hecho?
La confusión de Meredith fue en aumento cuando comprobó que sus bombachos también estaban hechos a mano, al igual que la camisa de lino, y que ninguna de sus prendas tenía etiqueta.
Le abrió la camisa para comprobar que no tenía más heridas y se quedó extasiada con la visión de su fuerte pecho bajo la luz de la lámpara. No tenía intención de quitarle la ropa aunque estuviera mojada. Sentía curiosidad y no podía decir que todos los días pudieran gozar de la presencia de un hombre en su sofá, pero su temeridad y sus habilidades como enfermera tenían un límite.
En lugar de desnudarlo, lo tapó con, una manta del dormitorio de invitados y se dispuso a encender el fuego. Cuando terminó, el desconocido había recobrado el color y su respiración era más pausada.
– Muy bien, Ned. Ahora que estás mejor, será mejor que me ocupe de tus heridas. Después, prepararé café e intentaré quitarte esa borrachera.
Se dirigió al cuarto de baño y tomó vendas, alcohol, unas tijeras pequeñas, una maquinilla y crema de afeitar. Acto seguido, puso una toalla sobre el cuello del hombre y comenzó a afeitarle la barba, con sumo cuidado, para poder curarle los cortes.
Cuando terminó, se apartó un poco y se llevó una buena sorpresa. Era muy atractivo. Hasta ese momento sólo había visto a un individuo extraño, de aspecto extraño y vagamente siniestro, pero ahora se quedó hipnotizada. Tenía una buena razón: no era la primera vez que lo veía. Lo había visto esa misma noche cuando contemplaba la ilustración del pirata en el viejo libro del armario.
Dejarse llevar por sus fantasías no le habría costado nada, pero intentó convencerse de que sólo era uno de los chicos de Tank Muldoon aunque la explicación tampoco era demasiado racional; no en vano, aquel era un hombre hecho y derecho, no uno de los jovencitos que contrataba Tank para servir las mesas. Y por otra parte, sabía que él no se habría tomado la molestia de comprar trajes de época auténticos para los camareros.
Asombrada, se inclinó para quitarle un poco de crema de afeitar que se le había quedado en la mandíbula y él la agarró rápidamente por la muñeca. Meredith gritó y quiso liberarse, sin éxito. Él la miró con sus pálidos ojos azules, que ahora parecían totalmente despiertos, y preguntó con frialdad:
– ¿Dónde estoy?
Ella intentó liberarse otra vez. Pero sólo consiguió que la apretara con más fuerza.
– Dime, mozuela… ¿Quién eres?
– ¿Mozuela? -preguntó, sorprendida por un término que allí era un arcaísmo.
– ¿Quién me ha traído a este lugar? Di la verdad, porque sabré si estás mintiendo – declaró con acento inglés.
– Te he traído yo. Estabas tendido en la playa y…
– ¿Dónde está la bolsa?
– ¿Qué bolsa? ¿Te refieres a mi bolso?
– La bolsa -insistió, aflojando su presa-. Tengo que entregar las pruebas… tengo que… vengar… mi padre.
Justo entonces, el desconocido la soltó y quedó inconsciente otra vez.
– ¡Cuidado! -exclamó el loro.
Meredith se apartó rápidamente del sofá y lo miró con miedo. No podía quedarse allí después de lo que había sucedido; tenía que salir en busca del sheriff. Pero cuando abrió la puerta de la casa, se dio de bruces con la realidad: el viento lanzó la puerta contra la pared y los objetos que arrastraba la golpearon como una lluvia de balas. Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para cerrarla de nuevo, y de toda su frialdad para asumir que estar con el pirata era menos peligroso que vérselas con el huracán.
Asustada, corrió a buscar algo con lo que poder defenderse. No encontró ningún arma, pero sí un rollo de cuerda en el armario.
– ¡Magnífico! Lo ataré tan fuertemente que no podrá moverse. Y cuando pasé la tormenta, llamaré al sheriff.
– ¡Átalo! ¡Átalo! -exclamó el pájaro.
Al terminar de atarlo, el pirata se parecía a Gulliver después de haber sido reducido por los liliputenses. Había dado tantas vueltas y revueltas a la cuerda, que Meredith supuso que ni el hombre más fuerte del mundo conseguiría liberarse.
A pesar de ello, se dirigió a la cocina y tomó un cuchillo como medida de protección añadida. Después, se sentó junto al fuego, en un sofá, y lo observó con cansancio.
Aquel hombre se había convertido ahora en su Delia. Meredith llamaba Delia a cualquier cosa que la asustara desde que aquel huracán los había sorprendido a su viudo padre, un marisquero, y a ella en la vieja casa de Ocracoke Village. Nunca había olvidado aquel día, aquel 11 de septiembre de 1976. El día había amanecido cubierto, pero tranquilo; sin embargo, el huracán se les echó encima al cabo de un rato y su padre salió de la casa para comprobar las amarras del barco por última vez.
Mientras su padre se ponía su chubasquero, ella le rogó que se quedara en casa. El se inclinó, sonrió y le dijo que permaneciera allí y que él volvería enseguida. Pero no volvió.
Meredith se había encerrado en el armario y había comenzado a llamar a gritos a su padre y a su madre, aunque Carolina Abbott sólo era un recuerdo vago para ella. Su padre resultó herido y tardó en recobrarse, pero sobrevivió. En cuanto al barco, sufrió desperfectos y tuvieron que pedir un crédito para arreglarlo y seguir faenando.
Desde entonces, las cosas fueron de mal en peor. El año en que Meredith cumplió los trece años, su padre perdió el barco porque no pudo pagar el crédito y Sam Abbott tuvo que abandonar Ocracoke con ella para buscar un empleo en Maryland. Todavía recordaba la silueta de la isla perdiéndose en el mar, tras el cabo de Halteras.
En el fondo, se había sentido aliviada; ya no tendría que enfrentarse a más huracanes. Pero su padre echaba de menos Ocracoke. El mar lo era todo para él y falleció, lleno de tristeza, cuando Meredith tenía veinticinco años.
En cierta forma, Meredith se había decidido a volver por él. Pero ahora su vida se había transformado en un infierno. Estaba atrapada en aquella casa con un individuo que podía ser un psicópata.
Sin embargo, intentó convencerse de que no tenía miedo. Era una mujer adulta y tenía un cuchillo, el atizador del fuego y muchos metros de cuerda.
Todo estaba bien. Lo tenía todo controlado.
Por lo menos, hasta que despertara el pirata.
Estaba seguro de haber muerto. Recordaba haber caído por la borda, aunque probablemente lo habían empujado; un hombre que se había pasado toda la vida en la mar no se caía así como así.
Sí, seguramente lo habían empujado. Y golpeado. Pero se dijo que si él, Griffin Rourke, hubiera estado muerto, no habría sentido aquel intenso dolor; y de haberse encontrado entre los ángeles, habría podido abrir los ojos para mirar a su alrededor. Sólo cabía otra posibilidad: que estuviera en el infierno.
Intentó mover los brazos y las piernas, pero le pesaban demasiado. Pensó que tal vez se hubiera emborrachado en una taberna y que el tabernero lo había llevado amablemente a alguna habitación del establecimiento, así que hizo un esfuerzo y consiguió, por fin, abrir los ojos.
Pero aquello no era ninguna taberna. Para empezar, no reconocía el sitio. Para continuar, lo habían atado y le había afeitado la barba.
La sala estaba iluminada con velas y lámparas que supuso de aceite, de tal manera que no podía ver nada que se encontrara en las sombras. Junto al fuego había una especie de sillón en el cual dormía una persona que no pudo distinguir con claridad. Por su tamaño, le pareció un chico. Así que hizo un esfuerzo y gritó:
– ¡Eh! ¡Chico!
El supuesto chico se despertó sobresaltado y se puso en pie blandiendo un cuchillo.
– Aparta esa hoja, chico -ordenó Griffin-. No tengo intención de hacerte daño a menos que me obligues a ello. Y ahora, desátame o atente a las consecuencias.
El chico negó con la cabeza.
– Será mejor que no me enojes… -dijo él, intentando liberarse de las ataduras
– No voy a desatarte hasta que respondas unas cuantas preguntas. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
El suave y dulce sonido de la voz del chico bastó para que Griffin entrecerrara los ojos y lo mirara con más detenimiento. En cuanto notó sus curvas, su estrecha cintura, sus pequeños senos y sus caderas, supo que era una mujer.
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