– ¡Maldita sea! ¡Me ha atado una simple mujer!

– ¡Contéstame! ¿Quién eres?

– Griffin Rourke -respondió-. ¿Y quién eres tú, muchacha?

– ¿De dónde eres?

– ¿Que de dónde soy? -preguntó él, mirándola-. ¿Quieres saber dónde nací?

– En efecto.

– Nací en la colonia de Virginia, en la habitación del fondo de la casa de mi padre.

– Vaya, veo que los británicos todavía no os habéis acostumbrado a que Estados Unidos se independizó. Virginia es un estado, no una colonia. Y además, ¿pretendes que crea que naciste en tu casa?

– ¿Y dónde quieres que naciera? Pero ahora, contéstame tú. ¿Cómo te llamas?

– Meredith. Meredith Abbott.

Él rió.

– Ah, entonces eres un chico.

– ¡No! -protestó ella.

– Pues tienes nombre de chico.

– Meredith también es nombre de mujer. Al menos, lo es desde hace bastante tiempo.

– ¿Y qué le ha pasado a tu cabello y a tus ropas? ¿Por qué vistes como un muchacho?

– Para tu información, el pelo corto en las mujeres resulta bastante chic. Y en cuanto a los vaqueros, no sabía que fueran exclusivos de los hombres. ¿De qué planeta has salido?

– ¿Planeta? No te entiendo -dijo Griffin-. ¿Cómo podía vivir en otro planeta? Además, ¿qué sabes tú de planetas? No he conocido a ninguna mujer cuyo pequeño cerebro sepa comprender las complejidades de Copérnico, Brahe o Kesler.

– Bueno, al menos no eres un extraterrestre -dijo ella con ironía-. Pero eres el tipo más machista que he conocido en mi vida. ¿Por qué te vistes como un pirata?

– Maldita sea, niña, ya estoy harto de este interrogatorio. ¡Desátame ahora mismo!

– ¡No!

Griffin cerró los ojos.

– Entonces dime dónde estoy. Y cuándo piensas liberarme.

– Apareciste en mi playa durante el huracán y yo te he arrastrado hasta mi casa. Sin mí, habrías muerto. – ¿Me has salvado la vida?

– Sí.

– ¿Y dónde estamos? ¿Dónde está la casa de la que hablas?

– En el camino de Loop, en la isla de Ocracoke.

– ¿En Occracock? ¿Estoy en Occracock? No puede ser… No hay casas en Occracock.

– Disculpa, pero la isla se llama Ocracoke, no Occracock -le corrigió-. Y claro que hay casas… todo un pueblo. Está aquí desde hace más de doscientos años.

Griffin la miró y pensó que estaba loca. Lo que decía no tenía ningún sentido. Sólo la locura podía explicar sus extrañas palabras y el hecho de que lo hubiera atado, aunque cabía la posibilidad de que el loco fuera él. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar. Podían haber pasado varios días.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó él. Ella frunció el ceño.

– Veintidós de septiembre.

Él cerró los ojos, aliviado. No estaba loco. Efectivamente, era veintidós de septiembre.

– De mil novecientos noventa y seis – añadió ella.

– ¿Mil novecientos noventa y seis? ¿Qué es eso?

– El año.

– Estás loca, rematadamente loca -murmuró-. Desátame ahora mismo o te juro por la tumba de mi padre que te mataré.

Capitulo 2

Meredith alzó la barbilla, desafiante, e intentó mantener la compostura.

– No estás en posición de amenazarme. En cuanto pase la tormenta, llamaré al sheriff para que te meta en una celda.

Griffin maldijo y tiró de las cuerdas, pero los nudos parecían bastante firmes. Al parecer, las clases que le había dado su padre en el barco pesquero habían servido de algo.

Cuando el enfado del pirata comenzó a desvanecerse, se acercó al sofá, lo miró y dijo:

– Si no te hubieras emborrachado y salido en mitad de un huracán, no te habría pasado esto. Amenazar con matarme no te va a servir de nada.

Él apretó los dientes.

– No te mataría. No sería capaz de matar a una mujer, aunque sea una arpía lunática. Y no estoy borracho, por cierto. Se necesita algo más que un dedo de ron para emborracharme.

– Entonces, ¿por qué saliste en mitad de un huracán?

– Yo no salí a ninguna parte. El cielo estaba totalmente despejado cuando caí por la borda -respondió, frunciendo el ceño-. Pero no recuerdo cómo acabé en el agua.

– ¿Me estás diciendo que te caíste de un barco? -Preguntó Meredith-. ¿Dónde?

– Nos dirigíamos a Bath Town y estábamos a punto de echar el ancla en la cala de Oíd Town Creek. Por eso tienes que desatarme, muchacha. Tengo que entregar la bolsa antes de que la echen de menos.

Meredith movió la cabeza en gesto negativo y pensó que el golpe le había afectado. Bath estaba a más de sesenta millas náuticas, en Bath Creek; no en Old Town Creek, como lo había llamado: ése era el nombre que había tenido en tiempos de la colonia.

Además, para acabar en su playa habría tenido que flotar hasta el río Pamlico y cruzar Pamlico Sound en mitad de un huracán, lo cual resultaba absolutamente imposible si no llevaba un chaleco salvavidas. Pero a pesar-de ello, decidió comportarse como si hubiera creído su historia. De ese modo, tal vez podría sonsacarle más información.

– ¿A qué bolsa te refieres?

– A la que está en mi chaleco -dijo, bajando la mirada-. ¿Pero dónde está mi chaleco?

Meredith dio la vuelta al sofá y recogió la prenda. Se lo había quitado justo antes de tumbarlo.

– Aquí no hay ninguna bolsa. Supongo que debiste perderla cuando caíste por la borda… si es que te caíste realmente de un barco, cosa que dudo.

– Eso no puede ser. Tengo que encontrarla -dijo con desesperación-. Tienes que encontrarla… Si descubre que se ha perdido, no descansará hasta averiguar quién es el culpable. Y cuando vea que no estoy, lo sabrá.

Ella negó con la cabeza.

– No pienso volver afuera. Además, has podido perderla en cualquier parte. Podría estar flotando en el Sound.

Él la miró con sus intensos ojos azules y dijo:

– Toma mi mano.

– No.

– Toma mi mano -repitió.

Su voz era tan seductora y persuasiva, que la determinación de Meredith flaqueó. Además, seguía atado y no tenía posibilidad alguna de soltarse.

Temerosa, avanzó hacia él e hizo lo que le había pedido. Su mano era cálida y fuerte, tanto que se preguntó cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había sentido el contacto de un hombre. Pero sus recuerdos se desvanecieron ante la mirada del pirata. Su inmenso atractivo y su magnetismo hacían que perdiera la cabeza.

– Te juro por mi vida que no te miento -declaró él con suavidad-. Y te ruego que encuentres esa bolsa antes de que sea demasiado tarde.

Hipnotizada por su mirada, Meredith asintió. Parecía tan sincero, que se dijo que aquella bolsa debía contener algo realmente importante.

– De acuerdo -dijo, suspirando-. Saldré a buscarla. Pero, ¿qué aspecto tiene?

– Es de cuero, del tamaño de un libro pequeño, y está envuelta con un trozo de lona.

– Si hago lo que me pides, tendrás que prometerme que te portarás bien hasta que llegue el sheriff.

– Está bien, lo haré.

El viento ya no soplaba con tanta fuerza, pero la lluvia le golpeó la cara cuando salió de la casa. Se alejó, alzó la lámpara y miró hacia el lugar donde había encontrado al pirata. No tardó en distinguir un pequeño objeto sobre la arena. Era exactamente como lo había descrito: una bolsa de cuero envuelta en tela de lona.

Se la guardó en un bolsillo y regresó a la casa.

– La tormenta está pasando -dijo al entrar.

Entonces, se detuvo. Griffin estaba sentado en el borde del sofá, deshaciendo los nudos de sus piernas.

– No te molestes con el cuchillo -dijo él, sonriendo-. Si intentaras atacarme, te desarmaría en un abrir y cerrar de ojos.

– Me has engañado…

Meredith apretó la espalda contra la puerta, dispuesta a huir a la menor oportunidad.

– Siempre conviene que el enemigo crea que tiene un as en la manga. Hace que esté menos atento -declaró él-. Y no me mires con esa cara de susto, chica. Te he prometido que no te haría daño y soy hombre de palabra.

– Esa bolsa no te importa, ¿verdad? Me has mentido para conseguir que saliera de la casa.

Él se puso de pie y comprobó el estado de su rodilla herida. Hasta ese momento, Meredith no había sido totalmente consciente de lo alto que era. Medía alrededor de un metro ochenta y cinco y poseía un cuerpo delgado y atlético. De anchos hombros, resultaba un hombre tan atractivo como peligroso; pero, por alguna razón, sabía que podía confiar en él. Se notaba que tenía un gran sentido del honor.

– Te equivocas. Habría arriesgado la vida por recuperar esa bolsa -comentó él, extendiendo una mano-. Dámela.

Ella se negó.

– Si quieres, puedes ver su contenido.

Meredith desenvolvió la bolsa, la abrió y extrajo un libro pequeño, de pastas de cuero, y un manojo de cartas que parecían haber estado unidas con un sello de cera. Para su sorpresa, todas estaban secas.

Abrió el libro y dijo-.

– Parece una especie de viejo diario. O más bien el cuaderno de bitácora de un barco… Dios mío, debe de ser tan antiguo como valioso. No me extraña que estuvieras preocupado.

Él frunció el ceño.

– ¿Antiguo?

Ella asintió mientras lo leía.

– ¿De qué época es?

– ¿De qué época? -preguntó él-. De ésta, claro está.

– Venga… ¿en qué año fue escrito?

– Empieza hace un año, en 1717. Supongo que tendré que confiar en ti, aunque no sé por qué. Lo que tienes entre manos es justo la prueba que necesito contra el diablo en persona.

– ¿Contra el diablo?

– Sí. El pirata Barbanegra.

Meredith se quedó boquiabierta y volvió a mirar el libro con más atención. Estaba lleno de comentarios sobre posiciones náuticas y condiciones climatológicas, todas ellas escritas con los giros y usos habituales del siglo XVIII. Reconoció varias listas de lo que parecían ser botines capturados, y también muchos nombres: Israel Hands, el segundo de a bordo; Gibbens, el contramaestre; Miller, el intendente; Curtice, Jackson y muchos más.

– ¿Me estás diciendo que éste es el diario de Edward Teach?

Él asintió.

– En efecto. Y esas cartas demuestran que está asociado con Edén, el gobernador de Carolina del Norte. Los robé del camarote de Teach. Debía llevárselos al hombre de Spotswood esta noche y volver de nuevo al Adventure antes de que levara anclas. Es la prueba que necesito para acabar con ese pirata. Lo colgarán por esto.

Meredith negó con la cabeza y alzó una mano como para detenerlo.

– Espera un momento. ¿Quién ha organizado todo esto? Seguro que ha sido Katherine Conrad, ¿verdad? Haría lo que fuera para impedir que obtenga la beca Sullivan. Cree que la nombrarán jefa de departamento cuando se retire el doctor Moore, pero me nombrarán a mí. ¿Cuánto te ha pagado?

Griffin arqueó una ceja y la miró como si hubiera perdido la cabeza, pero se limitó a encogerse de hombros.

– Nadie me ha pagado nada.

Meredith cerró los ojos e intentó poner en orden sus pensamientos. No podía negar que las cartas y el libro eran los originales. Había visto documentos similares en los museos y además era una especialista en la vida de Barbanegra. O eran los auténticos o alguien había invertido mucho tiempo y dinero en conseguir imitaciones perfectas.

Por otra parte, siempre se había rumoreado que Barbanegra llevaba un diario y que guardaba cartas que demostraban su asociación con Charles Edén, gobernador de Carolina del Norte, quien lo protegía a cambio de un porcentaje de los botines. Pero todo se había perdido. Y si aquel hombre decía la verdad, ahora estaba en sus manos.

Sin embargo, el asunto: no era tan sencillo. Si el libro y las cartas eran auténticas, también lo era la historia de Griffin Rourke. Y no podía creer que hubiera viajado en el tiempo para presentarse en su casa.

– No es verdad, es imposible. Es una imitación y tú eres un impostor -declaró ella.

– Cree lo que quieras creer. No me importa -dijo él-. ¿Tienes un caballo?

– Estamos en la isla de Ocracoke. ¿Para qué te serviría un caballo?

Griffin abrió la boca para responder, pero la miró con condescendencia y no lo hizo. Meredith supo por qué: no creía que estuvieran realmente en la isla.

– Deja de mirarme de ese modo -protestó.

– ¿De qué modo?

– Como si no creyeras lo que te digo. Y por favor, dime quién eres realmente.

– Ya te lo he dicho, muchacha. ¿Quieres que te lo vuelva a decir?

– ¡Basta!

Él rió y negó con la cabeza.

– Está bien, Merrie -dijo, llamándola por su diminutivo-. Creeré lo que quieras que crea siempre y cuando me consigas un buen caballo y olvides que me has visto.

Meredith se aproximó lentamente a él y se sentó en el sofá.

– No estás mintiendo, ¿verdad?

– No.

– Oh, Dios mío, me voy a volver loca… Este huracán me ha sacado de quicio. No es posible. Tu historia no es posible. Debo de estar soñando… es la única explicación.