– El caballo. Necesito un caballo -dijo él, mirándola.

Merrie apartó la mirada e intentó tranquilizarse un poco.

– Griffin, quiero que me escuches detenidamente y que contestes con sinceridad. ¿Te consideras un hombre de mente abierta?

Griffin se acercó y la tomó por la barbilla, con suavidad. Ella se estremeció. Su contacto no la asustaba. Bien al contrario, la tranquilizó de inmediato.

– No te comprendo -dijo, frunciendo el ceño con preocupación-. ¿Qué significa de mente abierta?

– Un librepensador. ¿Te consideras un librepensador?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Y qué me dices de la ciencia? ¿Piensas que hay muchas cosas que desconocemos y que sólo podrán ser descubiertas en generaciones futuras?

Él asintió con solemnidad.

– Sin duda. Estoy de acuerdo con esa teoría.

Meredith tomó aire y siguió hablando.

– Entonces quiero que consideres la posibilidad de que tú no pertenezcas a este lugar, de que hayas… no puedo creer lo que voy a decir, pero tengo que decirlo. En fin, quiero que consideres la posibilidad de que hayas viajado en el tiempo, por así decirlo.

Griffin asintió con indulgencia, recogió sus botas y comenzó a ponérselas.

– Por supuesto, Merrie. Es una idea muy interesante. Eres una jovencita muy inteligente.

– No estoy loca, Griffin, así que no me trates como si lo estuviera. Hablo en serio.

Griffin rió mientras terminaba de ponerse las botas y alcanzaba el chaleco.


– De eso no tengo ninguna duda, pero ahora tengo que marcharme.

– No puedes salir de aquí -dijo ella, tornándolo de la mano.

Él la tomó de los hombros y murmuró:

– La tormenta casi ha pasado. No te preocupes, estaré bien. Me he enfrentado a situaciones mucho peores y he vivido para contarlo.

Merrie lo miró y se preguntó cómo podía convencerlo de que estaba diciendo la verdad, de que había viajado en el tiempo y de que ahora se encontraba nada más y nada menos que en el siglo XX.

– Me has salvado la vida, Merrie, y no lo olvidaré nunca.

Entonces, él se inclinó sobre ella y la besó suavemente en la mejilla. El contacto de sus labios bastó para que Meredith se estremeciera de deseo. Sintió que las piernas se le doblaban y quiso llevar las manos al pecho del hombre, pero él ya se había alejado y se dirigía hacia la puerta.

– ¡Espera! -gritó-. Quiero enseñarte algo antes de que te marches.

Él sonrió de forma forzada y volvió al sofá.

– ¿De qué se trata?

Meredith comenzó a buscar a su alrededor, intentando encontrar algo que demostrara sus palabras. SÍ la electricidad no hubiera estado cortada, podría habérselo demostrado enseñándole la televisión, el microondas o simplemente las bombillas.

Entonces reparó en la crema de afeitar. Era un aerosol, así que le pidió que extendiera una mano y le echó crema en la palma.

– ¿Qué es esto? -preguntó él.

– Crema de afeitar. Lo llamamos aerosol, Griffin. Mira el bote… ¿cómo crees que puede caber tanta crema en un bote tan pequeño? ¿Hay algo parecido en el lugar del que procedes?

Él retrocedió con expresión recelosa, pero ella lo siguió y recogió una linterna que había dejado en el salón. Después, la encendió e iluminó sus ojos.

– ¿Qué es esto, Griffin? Pulso un botón y se enciende. Como ves, ni siquiera hay llama… en tu época todavía no conocíais la electricidad. Benjamin Franklin sólo era un niño entonces.

– Maldita sea, eres una bruja… Ella le tomó de las manos.

– Mírame, fíjate en la ropa que llevo. ¿Habías visto algo parecido? Me llamo Meredith Elizabeth Abbott y nací el 19 de marzo de 1968. Mil novecientos sesenta y ocho – repitió, despacio-, casi trescientos años después que tú. Ahí afuera hay todo un mundo nuevo, con automóviles y aviones y ordenadores. Nosotros ni siquiera pertenecemos ya a Gran Bretaña. Ahora somos un país independiente. Griffin… hace veinte años, el hombre llegó a la Luna. "Griffin se apartó y caminó hacia la salida.

– Te aseguro que no le contaré a nadie lo que me has dicho -dijo él-. Si lo hiciera, podrían quemarte por herejía.

– Griffin, por favor, no salgas. No hasta que comprendas lo que te espera. No hasta que me creas.

Sus miradas se encontraron durante un momento y ella supo que no la creía. Después, él cerró la puerta y se marchó.

Meredith se quedó helada, preguntándose qué podría haberle dicho para que la creyera; pero se dijo que tendría que descubrirlo él mismo. Además, sabía que no podría llegar muy lejos. Estaban en una isla muy pequeña y los transbordadores no saldrían hasta que mejorara el tiempo. Sólo podía hacer una cosa: esperar a que regresara.

Cansada, se frotó los ojos. Eran las tres de la madrugada y tenía sueño, así que se dirigió a su dormitorio, se metió en la cama e intentó tranquilizarse:'Tardó un rato en conseguirlo, pero por fin se durmió.

En algún momento de la mañana, poco después del amanecer, se despertó sobresaltada. Echó un vistazo a su alrededor, confundida, pero el suave sonido de las olas y el canto de los pájaros bastó para que supiera que la tormenta había pasado.

Entonces recordó al hombre de cabello largo y perfil perfecto que Vestía como un pirata. Gimió, se abrazó a la almohada y pensó que había estado soñando otra vez, aunque el sueño hubiera sido más real que nunca.

– Duérmete -murmuró-. Estás en casa, a salvo.

La luz del mediodía se colaba a través de las cortinas de la ventana del dormitorio. Meredith abrió los ojos, bostezó y extendió los brazos para estirarse; pero en lugar de sentir el colchón, uno de sus brazos chocó con algo cálido, duro y musculoso. Era la pierna de un hombre.

Merrie gritó, pero alguien le tapó la boca.

– No grites, soy yo…

Ella miró sus ojos azules y no pudo creerlo. No había sido un sueño. Estaba allí, con gesto de cansancio, sentado en el borde de la cama.

Cuando apartó la mano de su boca, presunto:

– ¿Griffin? ¿Eres tú? Griffín la miró, confuso.

– Te creo.

Él se echó, pasó los brazos alrededor de su cintura y apoyó la cabeza en su regazo antes de cerrar los hombros.

– Te creo -repitió con suavidad-. Ahora, encuentra una forma de devolverme a mi época.

Meredith le acarició el cabello para animarlo; era largo y suave como la seda. Después, posó la mano en su frente y la dejó allí, disfrutando del cálido contacto de su piel.

– Debería haberte creído, pero pensé que habías perdido el juicio -continuó él-. Y ahora empiezo a creer que soy yo quien está loco.

– Sé cómo te sientes. Créeme, lo sé. Pero no hay otra explicación.

Meredith estaba tan confusa como él. No había sido un sueño. Estaba allí, era real y se encontraba atrapado en una época a la que no pertenecía. Por increíble e irracional que fuera, el destino o la naturaleza o alguna fuerza mayor que ambos lo había arrastrado a través de los siglos hasta Ocracoke, hasta ella. Y aunque no estaba acostumbrada a encontrarse en situaciones tan íntimas con un hombre, no sintió ningún miedo.

Sabía que no estaba allí para seducirla y sabía que lo único que sentía Griffin en ese momento era miedo. Se aferraba a ella, apretando la cara contra su cuerpo, como si fuera la única persona familiar en el mundo. Le parecía extraño que un hombre tan fuerte y fiero pudiera demostrar tal vulnerabilidad.

Lo acarició de nuevo. Tocarlo era algo natural, casi como si se conocieran desde siempre.

– ¿Por qué estoy aquí? -preguntó él.

– No lo sé -respondió ella.

Meredith intentó encontrar alguna explicación, la que fuera. Y entonces sintió una intensa punzada en el estómago que la obligó a tumbarse de nuevo y a quedarse mirando el techo del dormitorio.

Cabía la posibilidad de que no hubiera sido cosa del destino, sino culpa suya; a fin de cuentas se pasaba la vida tan envuelta en fantasías de piratas, que aquello no parecía casual. Pero, por otra parte, eso no significaba en modo alguno que hubiera sacado a aquel hombre de su tiempo y lo hubiera llevado, por caminos incomprensibles, al siglo XX.

Aunque todas las explicaciones le parecían irracionales, había una que tenía cierta lógica. Tal vez estaba allí por razones profesionales, tal vez lo había atraído para que la ayudara con el libro sobre Barbanegra. Griffin y ella tenían una cosa en común: ambos habían estado espiando, o estudiando, al famoso pirata.

En cualquier caso, no supo qué decir.

– Nunca había visto nada parecido – murmuró él.

Merrie se estremeció. Griffin acababa de cambiar de posición y casi estaba rozando uno de sus senos de forma inadvertida.

– ¿A qué te refieres? -preguntó ella, sin aliento.

– En realidad no lo sé. Era como un carruaje pero sin caballos, que se movía solo. Lo miré con detenimiento por si tenía velas, pero no las tenía.

– Ah, eso es un automóvil. Henri Ford los popularizó en 1903 y funcionan con un motor, aunque no podría explicarte cómo. La mecánica de un coche es un secreto para la mayoría de las personas.

– ¿Has montado alguna vez en un carruaje como ése?

– Tengo uno, pero lo dejo en el continente cuando estoy en la isla. Casi todo el mundo tiene coche en Estados Unidos. Hay poco transporte público y en algunas partes del país las carreteras tienen seis carriles y los coches van a toda velocidad.

– ¿A cuánta velocidad?

– El límite autorizado está en cien kilómetros por hora.

Griffin frunció el ceño con incredulidad.

– ¿Y eso no es peligroso para la gente? ¿Esa velocidad no les arranca los pulmones?

– No, en absoluto. De hecho, tenemos aviones que… bueno, es igual, olvídalo.

Meredith prefirió no seguir agobiándolo con información innecesaria.

– Yo no pertenezco a este tiempo -dijo él, sentándose en la cama. Ella asintió.

– Lo sé.

– Tengo que volver y terminar lo que empecé.

– ¿Tienes algo contra Barbanegra?

– Juré sobre la tumba de mi padre que vengaría su muerte. Teach nos asaltó a mi padre y a mí, y quiero que pague por ese crimen y por muchos otros.

– ¿Cómo vas a hacerlo?

– Estoy enrolado en su barco, el Adventure. Digamos que soy una especie de espía… trabajo para Spotswood, el gobernador de Virginia, quien también está decidido a acabar con Barbanegra -explicó-. Esa bolsa contiene las pruebas que necesitamos para denunciar a Teach y conseguir que lo detengan y encierren. Lo colgarán por sus delitos. Y yo estaré allí para verlo.

– Bueno, yo sé algo sobre la vida de Barbanegra.

Meredith no quiso decirle todo lo que sabía. Si su propia conexión con la historia de Barbanegra estaba de algún modo relacionada con la aparición de Griffin en el siglo XX, no podía arriesgarse a hablar demasiado.

– Enseño historia en la Universidad de William y Mary -continuó ella-. Se me considera una experta en historia naval estadounidense.

– ¿Enseñas en la William y Mary? Ella cruzó las piernas y lo miró.

– Sí, yo, una mujer. En esta época, los hombres y las mujeres tenemos los mismos derechos, las mismas oportunidades educativas y podemos acceder a los mismos trabajos. Yo soy licenciada en Historia.

– Pero William y Mary es para hombres, no para mujeres…

Meredith sonrió.

– No, ya no.

– Entonces, ¿qué sabes de Teach? Ella sonrió.

– Que fue uno de los piratas más importantes de todos los tiempos. Todo el mundo ha oído hablar de Barbanegra.

– ¿Y vivió mucho tiempo?

– Falleció el viernes veintidós de noviembre de 1718, cuando dos barcos capitaneados por el teniente de navío Robert Maynard, que actuaba bajo las órdenes de Alexander Spotswood, gobernador de Virginia, lo atacaron en Ocracoke. La batalla se desarrolló justo aquí, en las aguas que se encuentran tras la parte trasera de la casa.

Griffin se tumbó y se tapó los ojos con un brazo.

– Magnífico. En tal caso, se hará de todas formas, conmigo o sin mí. La muerte de mi padre será vengada.

Meredith se mordió el labio inferior y se estremeció.

– Yo no estaría tan segura de eso. Él volvió a incorporarse.

– Explícate, por favor.

– Sólo es una teoría, pero imaginemos que el tiempo sea como una pared que se va elevando poco a poco, ladrillo a ladrillo, pero sin cemento. Si se quita uno de los ladrillos, la pared puede caerse. Todo dependería de la importancia que tenga en la estructura general -explicó ella-. Pues bien, tú podrías ser algo así como un ladrillo en la vida de Barbanegra. Si no estás en tu época, cabe la posibilidad de que su pared no se caiga.

– No lo entiendo. Tenéis automóviles que viajan muy deprisa, dices que habéis enviado hombres a la Luna… y sin embargo, ¿no tenéis una máquina que me pueda devolver a mi tiempo?

Meredith no dijo nada.

– Hay algún medio, ¿verdad? -insistió él.