– Griffin, podemos cruzar el Atlántico en unas pocas horas con un avión supersónico, pero me temo que todavía no hemos inventado una máquina del tiempo. Ahora bien, eso no significa que no exista un medio. Si conseguimos averiguar cómo has llegado al siglo XX, tal vez podamos encontrar la forma de devolverte a tu época.

– No tenemos mucho tiempo, Merrie – dijo, cansado.

– No, ya lo sé.

Meredith extendió un bra2o, lo acarició en la mejilla y sonrió. Él se acercó y se abrazaron con fuerza.

Estuvieron así un buen /ato, consolándose mutuamente. Meredith se preguntó cómo era posible que hubiera desarrollado tal afecto por Griffin en tan poco tiempo. Tal vez se debía a que se sentía culpable de lo sucedido. O tal vez había algo más. Pero fuera lo que fuera, tenía que ayudarlo. Se lo debía.

– Todo saldrá bien, ya lo verás -dijo Merrie.

Lentamente, Griffin la arrastró y los dos se tumbaron en la cama, pegados el uno al otro, Meredith se quedó muy quieta, con miedo de moverse, preguntándose por lo que iba a suceder. Sin embargo, él se durmió al cabo de unos minutos y ella pensó que había sido una tonta al pensar que podía desearla; sólo era un hombre confuso, perdido, que necesitaba el cariño y el apoyo de otro ser humano. Y ella estaba dispuesto a dárselos, a estar a su lado, hasta que llegara la hora de las despedidas.

Apretada contra él y mientras el sueño la vencía, comprendió que despedirse de un hombre como Griffin Rourke iba a resultar más difícil de lo que había imaginado.

Griffin estaba de pie en la playa, frente a la casa, mirando el mar. La misma brisa que adornaba de blanco las olas arrastraba también un puñado de nubes. Si contemplaba el mar durante el tiempo suficiente, podría olvidar que no estaba en su época. Podría creer que estaba en casa.

Aquel mar lo había sacado de su tiempo por motivos que no alcanzaba a comprender. Sintió la tentación de adentrarse en él, dejar que el agua inundara sus pulmones y que la corriente se llevara su cuerpo. Pero no sabía si eso lo devolvería a su mundo.

No era la primera vez que deseaba morir. Ya lo había deseado cuando unas fiebres se llevaron a Jane y al niño mientras él estaba embarcado. Entonces se dio a la bebida para apagar su dolor, pero tras la muerte de su padre, la necesidad de vengarse le sirvió de aliento.

Sus amigos le dijeron que espiar en al barco de Teach era un suicidio; sin embargo, a él no le preocupaba. Mucho más desgarrador era aquel extraño exilio en un mundo extraño, casi un infierno, donde se sentía impotente y donde no podría completar su plan.

Pero en el infierno había encontrado a un ángel, Merrie, su guardián y salvadora. Era una mujer excepcional, aunque supuso que tal vez no lo sería tanto en su época.


No se podía decir que-fuera particularmente bella en relación con los gustos del siglo XVIII, pero era esbelta y tenía cierto exotismo. Le encantaba su cabello y aquella piel clara, como de porcelana, libre de cualquier huella de envejecimiento o enfermedad.

Además, Merrie poseía muchas virtudes al margen de su belleza. Era una chica rápida e inteligente, educada, independiente y con dominio de la palabra. Tal vez no fuera del tipo de mujer con quienes se casaban los hombres de su época, pero sin duda alguna era de la clase de mujeres con quienes les gustaba hablar y divertirse.

Sin poder evitarlo, pensó en el contacto de su cuerpo. No había mantenido relaciones con una mujer desde hacía un año, sin contar aquel extraño salto en el tiempo. Tras la muerte de Jane, había empezado a beber y a acostarse con prácticamente cualquier cosa cálida y dispuesta; pero después, cuando consiguió recuperarse, se impuso una especie de celibato que había mantenido a rajatabla.

Sin embargo, deseaba a su ángel guardián, a Merrie. Y el hecho de que le pareciera un ángel caído, no alteraba aquello en absoluto. Le habría gustado creer que era pura y virginal, pero pensaba que no lo era; como hombre del siglo XVIII, sólo podía encontrar una explicación a su existencia solitaria en aquella isla: que la sociedad la hubiera condenado y expulsado por alguna razón. Seguramente por un hombre que había abusado de ella y que después la había abandonado.

Griffin se sentó en la arena de la playa y se dijo que podía hacerle un favor a cambio de haberle salvado la vida. Podía batirse en duelo con aquel individuo. No en vano, era un magnifico tirador y manejaba la espada con gran destreza.

Segundos después, notó una mano en su hombro. Era Merrie, que sonreía.

– Me preguntaba si tendrías hambre… ya hay electricidad, así que podría preparar algo. No has comido nada desde que llegaste.

Él dio un golpecito en la arena, a su lado, para que se sentara con él. Y Meredith lo hizo.

– He notado que eres mujer de pocas palabras, Merrie. Pero quiero preguntarte algo.

– Adelante -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Pero ya te he dicho todo lo que sé sobre automóviles…

– No se trata de eso. Quiero saber si lo que te trajo a este lugar fue un hombre.

Meredith frunció el ceño.

– No. Fue un transbordador:

Griffin pensó que Merrie no había entendido lo que quería decir, así que decidió cambiar de estrategia.

– ¿Crees que es mejor que me marche, antes de que mi presencia comience a desatar habladurías? Me has ayudado y no querría causar daño alguno a tu reputación.

– No tienes que marcharte. Puedes quedarte aquí hasta que encontremos; la forma de solucionar este asunto.

– ¿Y eso es todo? ¿Vas a permitir que viva en la casa? ¿Contigo?

– Griffin, somos personas adultas y no tenemos que dar explicaciones a nadie.

Griffin malinterpretó a Meredith. Con sus códigos culturales, su respuesta sólo podía significar que estaba dispuesta a entregarse a él. Aquello hizo que la deseara con más fuerza, pero se contuvo. Le había salvado la vida y no estaba dispuesto a rendirse a sus instintos.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó él.

– Veintiocho, casi veintinueve.

– ¿Y no estás casada?

– No. Todavía soy demasiado joven. Además, he estado muy ocupada con mi trabajo.


– Entonces, ¿tienes un protector, un benefactor que cuida de ti?

– ¿Qué? Claro que no. Sé cuidar de mí misma.

Griffin cada vez estaba más confundido.

– ¿Y la gente del pueblo te respeta a pesar de eso y de que invitas a hombres a quedarse en tu casa?

– Si vas a seguir mucho tiempo en esta época, será mejor que te dé un consejo. Tranquilízate y tómatelo con calma. El mundo ha cambiado mucho desde el siglo XVIII. Muchísimo. Si quisieras, hasta podrías disfrazarte de mujer y pasearte por la calle principal sin que nadie te dijera nada. Seguramente, ni te mirarían.

– ¿Y por qué querría disfrazarme de mujer?

– No lo sé, pero lo importante es que podrías hacerlo y que nadie te detendría por ello. De hecho, es posible que lo encontraran divertido.

– Entonces, ¿en tu mundo no hay ningún hombre que quisiera batirse en duelo conmigo por tu honor?

– ¿Batirse en duelo?

– Sí.

Meredith se levantó. Estaba a punto de estallar en carcajadas.

– Gracias por la oferta, pero en este momento no se me ocurre a quién podrías matar por mí.

Griffin la siguió y la tomó de la mano.

– Si no hay nadie a quien matar… ¿qué hacemos ahora? -preguntó él.

– En cuanto funcione el teléfono, llamaré a Kelsey. Es una amiga mía, una profesora de la universidad.

– ¿Es médico?

– No, es física. Estudia electrónica, gravedad y un montón de cosas que yo no entiendo. Si no sabe nada sobre viajes en el tiempo, seguro que conoce a alguien que sí.

– En ese caso, será mejor que salgamos ya. ¿Cómo iremos? ¿Por tierra o por mar? ¿La universidad sigue estando donde estaba? Si es así, por mar sería más rápido… si los vientos nos son propicios, estaríamos allí dentro de una semana.

– Sí, sigue estando en Williamsburg, pero no tenemos que ir. Nos limitaremos a llamarla… por teléfono -dijo Merrie, a sabiendas de que no la entendería-. Mira, vamos a comer algo y te explicaré lo del teléfono mientras comemos. Después, iré al pueblo y te compraré ropa. Si vas a estar por ahí de día, será lo mejor.

– ¿Qué tiene de malo mi ropa?

– Que no está precisamente de moda.

– Pues no pienso vestirme de mujer. Me niego.

Merrie rió. Y fue una risa tan cálida y musical, que Griffin se estremeció, encantado.

– Tranquilízate. Los hombres del siglo XX no suelen vestirse de mujer. Pueden hacerlo si quieren, pero no es lo más habitual.

– Menos mal, porque yo no quiero hacerlo -insistió.

Ella sonrió con ironía.

– Te aseguro que no lo he dudado en ningún momento, Griffin Rourke.

Capitulo 3

– ¡No puedo ponerme eso! ¡Pareceré un idiota!

Meredith estaba en el exterior del cuarto de baño, con los brazos cruzados y apoyada en la pared.

– La ropa está bien, Griffin. No puedes andar por ahí vestido de pirata. La gente te miraría… Y ahora, vístete, que tenemos prisa.

La puerta se abrió y Griffin apareció sin más ropa que los calzoncillos.

– Si llevo esto, la gente también me mirará. ¡No puedo enseñar mis rodillas en público!

Meredith rió. Comprarle la ropa interior había sido lo más difícil. Como casi todo el mundo compraba en el continente, no había encontrado otra cosa que unos calzoncillos de seda que vendían en una tienda para turistas y que estaban decorados con cabezas de piratas, todos los cuales llevaban sombrero, parche en un ojo y una espada entre los dientes.

Al mirarlo, se estremeció. Griffin era tan atractivo y tenía un cuerpo tan perfecto que cualquier mujer habría reaccionado del mismo modo. Durante un momento estuvo tentada de decirle que, si quería vivir en el siglo XX, tenía que ir permanentemente en calzoncillos. Pero parecía tan incómodo que decidió decirle la verdad y no tomarle el pelo.

– Eso sólo es la ropa interior. También te he comprado unos pantalones, que naturalmente debes ponerte encima.

Griffin frunció el ceño, volvió al cuarto de baño y salió un par de minutos después con unos pantalones de algodón, de color caqui, en la mano. Los miró con detenimiento y se los puso delante de ella como si eso no le causara la menor vergüenza.

– ¿Mejor? -preguntó ella.

– Por lo menos tengo menos frío. Pero, ¿qué es esto? -Preguntó, al notar la cremallera-. No tienen botones…

– Eso es una cremallera. Agarra la pieza metálica y tira hacia arriba. Griffin lo intentó.

– No puedo… Hazlo por mí, por favor.

– No, no, será mejor que lo hagas tú…

– No puedo, de verdad. Muéstrame como se hace.

Con manos temblorosas, Meredith se inclinó y tiró de la cremallera. De haber sabido desmayarse, lo habría hecho sin dudarlo; pero no se había desmayado ni una sola vez en toda su vida.

– Ah, así es como funciona… -dijo él.

– En efecto. Y ahora, ponte la camisa de una vez para que podamos marcharnos. He reservado un ordenador en la biblioteca; quiero navegar por la Red para ver qué podemos averiguar sobre viajes en el tiempo.

Griffin la miró durante unos segundos, sin entender nada, y volvió al cuarto de baño.

Diez minutos más tarde, Griffin y Meredith caminaban por la carretera del faro en dirección a la pequeña biblioteca de la localidad. La compañía de Meredith llamó la atención de algunos vecinos, pero nadie se atrevió a preguntar directamente y ella se limitó a decir que era un amigo que estaba de visita. Algo bastante lógico, teniendo en cuenta que Ocracoke era una isla eminentemente turística.

Mientras avanzaban, Griffin no dejó de hacerle preguntas sobre todo tipo de cosas. Fueron por el camino largo, por el paseo marítimo y luego por la estrecha calle que llevaba al pequeño cementerio donde habían enterrado a cuatro marinos británicos en la II Guerra Mundial. Su barco había sido torpedeado por un submarino alemán, y por supuesto, Griffin quiso que se extendiera en los detalles.

– ¿Por qué vamos a la biblioteca? -preguntó él, al cabo de un rato.

– Ya te lo he dicho. Para echar un vistazo a la Red y ver si encontramos algo sobre viajes en el tiempo. En mi ordenador no tengo conexión.

– ¿ La Red?

– Sí, Internet. Es una red de información a través de ordenadores, por así decirlo.

– ¿Ordenadores?

– No preguntes, ya lo verás…

– Eh, cuidado…

Merrie notó que se refería a un coche que había pasado a bastante distancia de ellos. Griffin no dejaba de mirar los automóviles con preocupación, como si no tuviera nada claras las intenciones de sus conductores ni de las propias máquinas. Así que lo tomó del brazo, para que se sintiera mal seguro, y siguieron andando.

Era consciente de que se estaba encariñando con él. A fin de cuentas era un hombre encantador, fuerte, vital y con un enorme atractivo. Nunca se había sentido tan cómoda con alguien de su sexo, tal vez porque parecía aceptarla tal y como era. O más bien, tal y como creía que era: sabía que la consideraba una especie de perdida por vivir sola en aquella casa.