Meg sintió tanta rabia que rompió un cordón de su zapato. Gruñó de frustración. Tendría que ponerse mocasines, en lugar de deportivas.
– Aquí tienes tu abrigo, mami. Papá está fuera, calentando el coche.
– Oh, qué considerado de su parte -murmuró con sarcasmo. Se indignó al pensar que había tomado las llaves del coche sin pedirle permiso.
– Papá dice que necesitas descansar. Así que conducirá él. Dice que trabajas demasiado y que ahora él cuidará de ti.
Meg no podía permitir que aquello continuara por más tiempo. Se abrochó el abrigo y se agachó para hablar con su hija, que llevaba abrazada a su muñeca.
– Cariño -acarició los rizos morenos que le caían sobre la frente-, sé que estás muy contenta por haber conocido a tu papá, pero eso no significa que vayamos a vivir todos juntos.
– Sí -afirmó Anna con total seguridad-. Le he dicho a papá que quiero una hermanita como la de Melanie. Y, ¿sabes qué? -abrió mucho los ojos-, me ha dicho que me dará una hermanita en cuanto os caséis la semana que viene. Quiere una familia muy grande.
Meg gimió y abrazó a su hija.
– Anna, no me voy a casar con tu padre.
– Sí -dijo la niña en tono confidencial-. Papá me lo sa dicho. Me ha prometido que se va a quedar para siempre con nosotras. No tengas miedo, mamá.
Meg la abrazó más fuerte.
– Algunas veces los mayores no pueden cumplir sus promesas, Anna.
– Papá sí, porque es mi padre y me quiere -replicó la niña, casi llorando-. Date prisa, mami. Nos está esperando.
Anna se desasió del abrazo y salió corriendo, antes de que Meg pudiera impedírselo. Asustada, Meg agarró su bolso, cerró la puerta y corrió tras ella.
Por fortuna, las mañanas de domingo eran muy tranquilas en los alrededores de la urbanización, sobre todo en invierno. Meg se libraría de responder a preguntas incómodas como «¿por qué estás tan pálida, Meg?», «¿quién era ese hombre tan atractivo que estaba anoche en tu apartamento?» o «¿por qué está sentado en tu coche con Anna?».
Al verla, Kon salió del coche y la miró con los ojos entornados. Meg se alegró de no haberse molestado en arreglarse. Parecía que él estaba comparando a la cansada y angustiada madre con la apasionada y vivaz jovencita que había sido.
– Si prefieres conducir, yo me sentaré detrás -dijo él.
Parecía tan sensato que a Meg le flaqueó el ánimo.
– ¿Es que vas a dejarme decidir ahora, para variar? -Meg dio la vuelta al coche y se montó detrás.
Él le lanzó una mirada penetrante y se sentó al volante. Pocos segundos después, se pusieron en marcha.
Kon puso la radio. Estaban emitiendo villancicos y Anna se puso a cantar, para deleite de Kon. Meg podía ver su cara por el retrovisor. No pudo evitar emocionarse al ver la expresión de amor con la que, de vez en cuando, Kon miraba a Anna.
Mientras avanzaban, a Meg se le ocurrió que nunca antes había ido de pasajera en su propio coche. Era nuevo para ella estar sentada en el asiento trasero y dejar que Kon hiciera el trabajo. De mala gana, admitió que era un cambio agradable no tener que conducir, sobre todo teniendo en cuenta que las carreteras estaban heladas y que el viento sacudía el coche.
Pero, por supuesto, ella sola no habría salido con Anna en el coche en un día como aquel. Su rutina normal era dar un paseo hasta la iglesia, luego volver a casa y comer. Después, Meg solía animar a Anna a practicar con el violín. Más tarde, su hija se iba al apartamento de Melanie, o viceversa, mientras Meg tejía o cosía.
Últimamente, Anna pasaba mucho tiempo en casa de Melanie porque le fascinaba el nuevo bebé. Por eso estaba obsesionada con la idea de tener un hermanito: una hermanita y le había contado su deseo a Kon. Él parecía poder cumplir todos sus sueños. No era de extrañar que Anna lo adorara. ¿No lo había adorado la propia Meg?
Sin poder evitarlo, miró la cabeza morena de Kon, sus hombros anchos, su atractivo perfil. Apartó la mirada bruscamente para dirigirla a la ventanilla, pero sus ojos se encontraron un instante con los de él. Su mirada llameante le cortó la respiración.
La turbación que sintió, la puso tan furiosa que no se dio cuenta de que se habían detenido en un área de descanso.
– Aún no tengo que ir al servicio, papá.
Kon se echó a reír, pero Meg se sintió inquieta, preguntándose por qué habían parado. Él se dio la vuelta para mirarlas a las dos.
– Casi estamos en Hannibal. Pero, antes de que lleguemos, tengo que contaros un secreto -su voz grave aumentó las aprensiones de Meg-. Sé que tu madre puede guardarlo, pero, ¿y tú, Anochka? Si te digo algo muy, muy importante, ¿te acordarás de que es el secreto de nuestra familia?
Nuestra familia. Meg se quedó sin aliento. Anna abrió mucho los ojos y asintió solemnemente.
– Cuando me fui de Rusia, tuve que cambiar de nombre.
– ¿Por qué, papá?
Meg sintió una rara tensión que irradiaba de él, como si hubiera una corriente de oscuras emociones que le costaba expresar.
– Alguna gente se enfadó mucho cuando dejé mi país -dijo él-, y alguna gente de Estados Unidos se enfadó mucho porque me vine aquí. No les gustaba mi nombre ruso. No les gustaba yo.
Algo en su tono de voz le hizo pensar a Meg que había sufrido mucho.
– A nosotros nos gustas, papá -dijo Anna en defensa de su padre, dispuesta a perdonarle todo-. Te queremos, ¿verdad, mami?
– Y yo os quiero a vosotras -dijo él con voz profunda, impidiendo que Meg contestara-. Así que, para manteneros a salvo, tuve que cambiar de nombre.
Con una noticia tan importante que considerar, Anna se olvidó del villancico que empezaba a sonar en la radio.
– ¿Cómo te llamas ahora?
– Gary Johnson.
¿Gary Johnson? Meg tuvo que reprimir una carcajada. Ningún hombre en el mundo se parecía menos a un Gary Johnson que el agente del KGB Konstantino Rudenko. Era ridículo.
– ¡Así se llama un niño de mi clase! -gritó Anna, excitada-. Tiene el pelo rubio y una cacatúa. La señorita Beezley nos dejó llevar nuestras mascotas a clase y mami me ayudó a llevar mis peces.
Kon asintió, complacido por la respuesta de su hija.
– Hay miles de niños y hombres en Estados Unidos que se llaman Gary Johnson. Por eso lo escogí.
– ¿Y ya nadie quiere hacerte daño?
– Eso es. Tengo montones de nuevos amigos y vecinos y todos me llaman Gary o señor Johnson.
– ¿Yo puedo seguir llamándote papá?
Kon desabrochó el cinturón de seguridad de Anna y la sentó sobre sus rodillas para darle un beso.
– Tú eres la única persona en el mundo que puede llamarme papá, Anochka.
– Menos cuando tenga una hermanita.
– Eso es -murmuró él, abrazándola con fuerza.
Anna miró a Meg por encima del asiento. Sus ojos azules brillaban como gemas.
– Mamá, tienes que llamar a papá Gary a partir de ahora. No lo olvides -dijo, muy seria.
Sus palabras sonaron tan tiernas que a Meg le dio un vuelco el corazón y tuvo que apartar la mirada.
Siendo Kon como era, le sería imposible llamarlo Gary. En realidad, toda la situación era grotesca. Simplemente, no podría hacerlo. Pero realmente no importaba, porque solo lo vería en los días de visita y, entonces, no habría nadie a su alrededor.
Sintió sobre ella la mirada de Kon.
– Tu mamá siempre me llamaba «cariño», así que no creo que haya ningún problema.
Meg no podía soportar más aquella farsa. Se sentía como si hubiera envejecido cien años desde el ballet.
– Creo que va a estallar otra tormenta de nieve, Gary -bromeó-. Si vamos a ver tu casa, sugiero que nos movamos.
La sonrisa deslumbrante que le lanzó él, la hizo estremecerse.
– Parece que estás tan nerviosa como yo.
Puso a Anna en su asiento, le abrochó el cinturón de seguridad y volvió a poner el coche en marcha. Hannibal quedaba solo a siete kilómetros.
– Tengo muchas ganas de llegar a casa -le dijo Kon a Anna, acariciando sus rizos con la mano libre-. He estado muy solo sin mi niñita.
– Ahora estoy aquí, papá, y nunca volverás a estar solo, ¿verdad, Clara? -le preguntó Anna a su muñeca, a la que le había puesto el nombre de la niña de El cascanueces-. Clara también te quiere, papá.
– Me alegra saberlo.
Aunque lo intentó con todas sus fuerzas, Meg no pudo sustraerse al sonido de su voz profunda y a las miradas cariñosas que Kon intercambiaba con su hija. La generosidad de Anna hizo que a Meg se le pusiera un nudo en la garganta y pareció afectar a Kon de la misma forma, porque comenzó a murmurar en ruso palabras de cariño y agarró a Anna de la mano.
Había cumplido su objetivo. Anna nunca volvería ser solo de Meg. Ésta se llevó una mano al pecho, como si quisiera detener el dolor. ¿Qué iba a hacer?
Salieron de la autopista y entraron en la pequeña ciudad de Hannibal.
Meg no sabía cuáles eran los planes de Kon, pero imaginaba que las llevaría al centro de la ciudad, donde estaba la Casa Museo de Mark Twain.
Pero, en lugar de hacerlo, tomó un camino que pasaba por las casonas históricas, decoradas para la Navidad, hasta llegar a la famosa mansión Rockcliffe. Pasaron otra calle, giraron y entraron en una rampa de aparcamiento cubierta por la nevada nocturna.
Dieron la vuelta a la parte trasera de una bonita casa de color blanco de dos pisos.
– Hemos llegado, Anochka -Kon aparcó frente a un garaje para dos coches y le desabrochó el cinturón de seguridad a Anna.
Esta no podía estarse quieta. Sus ojos brillantes no se perdían detalle.
– ¿Dónde están los perros, papi?
– En el porche de atrás, esperándonos.
Meg contempló la casa con incredulidad y luego miró a Kon, que estaba ayudando a Anna a salir del coche. No reconocía, en aquel atento hombre de familia, al todopoderoso agente del KGB que, en el pasado, inspiraba temor.
Meg salió del coche, boquiabierta. Kon les dijo que esperaran allí, mientras abría la puerta.
Anna dio un grito de alegría cuando un bonito pastor alemán salió corriendo escaleras abajo y se puso a corretear a su alrededor sobre la nieve, husmeándole las manos y moviendo el rabo. Sin duda, Kon tenía experiencia en el adiestramiento de perros. El animal estaba tan bien amaestrado que no enseñó los dientes, ni gruñó, ni saltó sobre la niña, para alivio de Meg. A una orden de Kon, se quedó quieto y se dejó acariciar por Anna.
– Meggie, acércate a saludar a Thor -la animó Kon.
Su tono jovial y acogedor, le trajo a Meg recuerdos de otro lugar, de otro tiempo, en el que solo vivía para él y. siempre que estaban separados, contaba las horas que faltaban para que volvieran a verse.
Durante unos minutos, Meg olvidó sus temores y se acercó al perro. Thor parecía tan contento como Anna. Mostraba su alegría con saltos, gemidos y ladridos que hicieron reír a Anna y a su padre.
Meg nunca había visto tan feliz a Kon. Sin darse cuenta, sonrió y de pronto descubrió que él la estaba mirando como antaño, con sus ojos de un azul rabioso llenos de pasión. Estremecida, se dio la vuelta.
– ¿Dónde está el otro perro? -quiso saber Anna.
– Gandy está muy ocupada dentro de la casa -fue la misteriosa respuesta-. ¿Entramos a ver qué hace?
– ¡Sígueme, Thor! -gritó Anna, alegremente, subiendo las escaleras detrás de su padre.
Antes de alcanzar la puerta, Meg oyó los gritos excitados de Anna. Intrigada, se apresuró a entrar en el cálido porche cerrado, donde vio a una perra pastora tumbada en un rincón, sobre una cama improvisada, con tres cachorrillos mamando. La perra levantó la cabeza cuando se acercaron.
Thor se echó junto a Kon. Este se puso de cuclillas y rodeó a Anna con el brazo para mirar aquella bonita estampa.
– Este es el regalo anticipado de Navidad del que te hablé, Anochka -murmuró.
– ¡Oh, papá! -exclamó, entusiasmada-. Mira a la más pequeña. Podría caber en mis manos.
– Es un macho -dijo él, suavemente.
Anna asimiló la información y dijo:
– ¿Puedo tocarlo? Por favor…
– Dentro de un rato, cuando acabe de comer. No debemos molestarlos ahora.
– ¿Cómo se llama? -murmuró Anna.
– Creo que es mejor que tú elijas el nombre, porque va a ser tu perro. A los otros dos les buscaremos un hogar, en cuanto estén listos para dejar a su mamá. Pero ese cachorro es para ti.
Anna se volvió a mirar a Meg, con los ojos brillantes.
– Mami, voy a llamarlo «Príncipe Marzipán Johnson».
Meg se echó a reír, sin poder evitarlo, y Kon la imitó.
– ¿Qué tal si lo dejamos en «Príncipe»? -logró decir Kon, poniéndose en pie-. Creo que ya hemos abusado de la paciencia de Gandy. ¿Por qué no entras con Thor y empiezas a explorar? -abrió otra puerta que daba entrada a la casa-. A ver si encuentras tu habitación.
– ¿Mi habitación? ¡Vamos, Thor! -Anna agarró al perro por el collar y ambos entraron por la puerta abierta.
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