El príncipe cascanueces
El príncipe cascanueces (2001)
Título original: The nutcracker Prince (1994)
Serie Multiautor: 9º Niños y besos
Capítulo 1
– ¡Chist, Anna, cariño! Recuerda que aquí no podemos tararear la música como en casa -Meg Roberts regañó en voz baja a su hija de seis años que, sentada sobre sus rodillas, canturreaba alegremente el «Vals de las Flores», desafinando un poco.
La función de Cascanueces del sábado por la tarde, interpretada por la compañía de ballet de San Luís, estaba dedicada a familias con niños pequeños, pero Meg notó que entre el público había también gran cantidad de adultos.
– Lo siento, mami. ¿Cuándo sale el Príncipe? -susurró Anna en voz tan alta que una señora sentada delante de ellas la miró con enfado.
Antes de que Meg volviera a regañarla, Anna se puso un dedo sobre los labios y miró a su madre con una sonrisa traviesa que llenó a esta de orgullo y ternura. La personalidad chispeante de Anna brillaba en sus ojos, que volvieron a mirar con avidez a los bailarines.
Meg estudió a su hija en la semioscuridad. Tenía los carrillos encendidos por la emoción de asistir a su primer ballet. Aunque solo faltaban ocho días para Navidad, Anna no había hablado más que del ballet durante el último mes. Abrazado contra el corpiño del vestido de terciopelo rojo que Meg le había hecho, tenía el libro ilustrado de El cascanueces y el rey de los ratones.
Aquel viejo tesoro traído de Rusia acompañaba a su hija a todas partes. Anna no podía entender las palabras escritas en ruso, pero las ilustraciones la embelesaban… sobre todo aquellas en las que el apuesto príncipe Marzipán luchaba contra el rey Ratón. Desde el mismo instante en que vio al príncipe con su uniforme, Anna se fijó en que su pelo oscuro y sus ojos azules se parecían a los de ella. Pero para Meg era todavía más sorprendente que su hija atribuyera al príncipe Marzipán todas las cualidades que imaginaba en su padre, al que no conocía.
El hecho de que el Príncipe se pareciera, de manera sorprendente, al padre de Anna, impedía a Meg deshacerse de sus recuerdos agridulces, sobre todo porque era él quien le había regalado el libro. Éste le recordaba constantemente al hombre que con tanta facilidad le había hecho el amor a una Meg inocente, vulnerable y obnubilada. El hombre que la dejó embarazada. Pero, aun sin el libro, Meg no habría podido olvidar a Konstantino Rudenko, pues Anna era su vivo retrato.
Cada día que pasaba, descubría un nuevo parecido en sus rasgos. Todos los días la acosaban aquellos perturbadores recuerdos que se resistían a morir. Ciertas expresiones faciales, el modo en que Anna ladeaba la cabeza para escuchar algo que la interesaba… cualquier cosa evocaba recuerdos enterrados hacía mucho tiempo, a los que seguían oleadas de vergüenza y humillación, pues Meg sabía que había sido escogida, engañada y utilizada…
– ¡Mira, mami!
Los bailarines cosacos aparecieron para ejecutar su danza gimnástica y Anna, olvidando otra vez dónde estaba, empezó a tararear la música de las balalaicas y a dar golpecitos con los pies.
– ¡Silencio! -saltó la señora de delante, al tiempo que otras personas también se giraban.
Avergonzada, Meg abrazó a su hija más fuerte.
– No puedes ni hablar ni cantar -susurró entre los rizos morenos de Anna-. Estás molestando a los demás. Si vuelves a hacer ruido, tendremos que marcharnos.
– No, mami -rogó la niña con lágrimas en los ojos-. Todavía no ha salido el Príncipe. Te prometo que seré buena.
– Siempre dices eso, y luego se te olvida.
– No, de verdad -aseguró Anna con tanta seriedad que hizo sonreír a Meg.
Pero ella sabía que era casi imposible que su hija se estuviera callada hasta el final de la función.
– Tienes que estarte quieta.
– Está bien…
Anna le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso en la mejilla. Por un momento, su comportamiento modélico dio a Meg una falsa sensación de seguridad y ambas contemplaron maravilladas la historia que se desarrollaba ante sus ojos.
La sección de viento de la orquesta anunció la llegada de los soldados de juguete. Sin previo aviso, Anna se deslizó del regazo de Meg.
– ¡Ahí está el príncipe Marzipán, mami! ¿Lo ves? -gritó, extasiada, señalando al bailarín que dirigía la marcha. Absorta con el Príncipe, se olvidó de todo lo que la rodeaba, pero Meg vio la mirada furiosa de la mujer sentada delante de ellas.
Por fortuna, otros niños también se pusieron en pie, contribuyendo al bullicio creciente. Sus gritos y palmadas sofocaron la exclamación de Anna. Por el brillo de sus ojos, Meg se dio cuenta de lo que ese momento significaba para su hija, que se quedó de pie, embelesada, hasta que el Príncipe salió de escena tras vencer al rey Ratón.
En cuanto desapareció, Anna volvió a trepar a las rodillas de Meg.
– Mami -susurró-. Tengo que hacer ya sabes qué.
A Meg no la sorprendió. La emoción había sido excesiva y sabía que Anna no podría aguantarse hasta el final de la función.
– Está bien. No olvides tu libro -agarrando con una mano los abrigos y con otra a Anna, recorrió la fila hasta salir al pasillo central-. Despacio, cariño -advirtió mientras trataba de sujetar a Anna, que atravesó prácticamente corriendo el vestíbulo casi vacío hasta el servicio de señoras. Todavía iba hablando del Príncipe cuando salieron, unos minutos después.
– ¿Puedo ir a verlo cuando acabe la función, mami? -preguntó mientras hacían cola junto a la fuente antes de volver a entrar en la sala de conciertos.
– No creo que esté permitido.
– La señorita Beezley me dijo que sí.
– Ya veremos -murmuró Meg, deseando que la maestra no le hubiera metido aquella idea en la cabeza. A veces, las opiniones de la señorita Beezley contaban más que las suyas.
– Parece que nuestra preciosa hija se lo está pasando bien -mientras esperaba a que Anna acabara de beber, Meg oyó una voz masculina detrás de ella. Pensó que pertenecía a un hombre que hablaba con su mujer y no le dio importancia-. ¿Te acuerdas de aquella humilde cabaña de leñadores a las afueras de San Petersburgo, mayah labof?
De pronto, el mundo pareció detenerse.
¡Konstantino! No. No era posible.
Pero aquella pregunta, susurrada con la serena e inconfundible sensualidad que ella recordaba tan bien, le llegó al fondo del alma. Aquella voz no era producto de su imaginación.
Cerró los ojos, aturdida, mientras el cuerpo se le empapaba de un sudor frío.
Se suponía que él vivía al otro lado del mundo, llevando una vida que ella nunca había querido ni comprendido. Pero él no estaba en San Petersburgo. Estaba allí, en aquel teatro, y acababa de llamarla «querida mía». Si se daba la vuelta, podría tocarlo.
¡Dios santo!
En cuanto comprendió que su presencia era real, Meg se puso a temblar de miedo y de rabia. Se sintió furiosa consigo misma por sucumbir a sus recuerdos. Los recuerdos sensuales de su forma de hacerle el amor, siete años antes, cuando Meg solo había sido, para él, parte de su trabajo.
Su razón siempre le había dicho que él era el enemigo, pero, durante un tiempo, lo había amado tanto que su corazón se negó a comprender y, sobre todo, a creer.
Al parecer, conocía la existencia de Anna.
A Meg no debía sorprenderla. Claro que la conocía: él sabía cosas de la gente que nadie tenía derecho a saber. Ese era su trabajo. Su única dedicación.
Lo cual significaba que las había seguido, acechando el momento perfecto para apoderarse de lo que era suyo, para apoderarse de su hija…
¿Y qué mejor lugar que un sitio público, donde sabía que Meg no haría una escena para no alarmar a Anna? Paralizada por el miedo, Meg sintió que su corazón se desbocaba.
Recordó con asombrosa claridad las horas aterradoras que había pasado sola en aquella húmeda celda le Moscú, custodiada por guardias que no conocían la compasión.
– ¿Meg? -la voz interrumpió sus pensamientos.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Solo unos segundos, supuso, pero habían bastado para revivir sus años de sufrimiento. Él comenzó a hablar, pero ella no se giró.
– No sé lo que le has contado sobre su padre, pero, ahora que estoy aquí, juntos le diremos la verdad. No pienses en huir, o haré una escena. Como sé que odias asustar a Anna, confío en que cooperarás.
Su inglés, preciso y formal, era perfecto. La formación que había recibido en el KGB no había dejado nada al azar. Cualquiera que lo escuchara pensaría que era estadounidense, quizá de la costa este.
Meg dejó escapar un gemido que llamó la atención de Anna. Esta dejó su puesto en la fuente al siguiente niño.
– ¿Mami? ¿Qué te pasa?
Atenazada por el miedo, Meg no podía moverse, ni respirar, ni hacer la docena de cosas que su instinto de supervivencia la impulsaba a hacer.
– Na… nada, cariño. Deprisa, vamos dentro.
Agarró a Anna de la mano y casi la arrastró hacia la puerta de la sala. Sabía que no tenía escapatoria, pero no quería quedarse allí, como un animal paralizado, mientras él obtenía otra victoria fácil.
– Mami, vas muy rápido -protestó Anna, pero Meg, cuyo miedo crecía por segundos, apretó el paso.
No importaba que hubiera habido cambios drásticos en Rusia. Quizás él ya no pertenecía al KGB, pero podía seguir trabajando para el nuevo gobierno. Todavía existía la policía secreta en la antigua Unión Soviética.
Para Meg, era un hombre peligroso al que no quería volver a ver. Un hombre que podía hacerse pasar por estadounidense sin que nadie lo advirtiera. Un hombre que caminaba tras ella y que, evidentemente, había vigilado sus movimientos durante años.
Un hombre al que nada detendría hasta obtener su objetivo. Y Meg sabía que su objetivo era Anna.
Pero Meg ya no era la ingenua jovencita de veintitrés años que lo había creído lleno de valores parecidos a los suyos. El tiempo y la experiencia habían hecho su trabajo, y esa vulnerable criatura ya no existía. Todo lo que quedaba de sus pasadas noches de pasión eran su amargura… y su hija.
Si lograran entrar en la sala antes de que él las alcanzara, Meg ganaría un poco de tiempo para pensar qué hacer. Llevó a Anna casi a rastras, mientras su corazón martilleaba cada vez más fuerte.
– ¿Meg? ¿Anna?
Al oír su nombre, Anna se desasió de su madre y se giró.
– ¿Tú quién eres? -preguntó, curiosa.
Vencida por aquella artimaña, Meg tuvo que pararse y dar la cara al hombre al que una vez, brevemente, había amado. El padre de Anna. No quería mirarlo, ni reconocerlo. Pero Anna los miraba a los dos con ojos ávidos y Meg tuvo miedo de alarmarla o de provocarlo a él.
Cuando por fin se atrevió a mirarlo, el azul intenso de sus ojos de largas pestañas casi la hizo tambalearse. Era aún el hombre más atractivo que había visto nunca, aunque, de alguna manera, parecía distinto a como lo recordaba.
La primera vez lo que lo vio, el pelo castaño oscuro le llegaba al cuello del traje gris parduzco y del abrigo, la indumentaria típica del KGB. Ahora lo llevaba más corto e iba vestido como un hombre de negocios, con un traje azul marino y una camisa azul pálido que realzaban su más de metro ochenta y su figura fuerte y atlética. Pero el cambio que Meg percibía era más sutil que todo eso.
A diferencia de los hombres casados de mediana edad del concesionario de coches donde Meg trabajaba como secretaria y cajera, él se había vuelto todavía más guapo, si tal cosa era posible, en los últimos siete años. Estaba al final de la treintena y poseía un atractivo viril al que el cuerpo de Meg respondió sin quererlo ella.
– Soy alguien que os quiere mucho a ti y a tu madre -dijo él, en respuesta a su hija. Se parecía tanto a ella que Meg temió que la niña se diera cuenta enseguida de quién era.
– ¿Ah, sí? -Anna pareció sorprendida o, peor aún, intrigada.
Meg cerró los ojos con rabia. Maldito fuera por su inigualable habilidad para cautivar a sus víctimas. Como siempre, recurría a métodos que nada tenían que ver con la fuerza bruta.
Desesperada, Meg esperó la respuesta de la niña. En parte, todavía se negaba a admitir que él hubiera aparecido de pronto, de la nada, como uno de esos sueños perturbadores que te asaltan durante años.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Anna suavemente.
– Konstantino Rudenko.
– Kon… Konsta… ¿Qué has dicho?
Él sonrió.
– Tu mamá me llama Kon -su audacia, su crueldad y su calculada arrogancia llenaron a Meg de rabia-. Es un nombre ruso, como el tuyo.
– ¿Mi nombre también es ruso?
– Sí -él lo pronunció con su acento nativo, con voz tierna. Luego buscó a Meg con la mirada, como diciendo «nunca me has olvidado».
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