«¡No!», gritó Meg para sus adentros contra la amenaza que significaba él, para su independencia duramente ganada. Pero era demasiado tarde.
La inquisitiva Anna asimiló la información e imitó con cuidado la pronunciación de su nombre.
– Mi madre me ha dicho que mi padre vive en Rusia y que por eso no puede venir a verme -susurró, recordando demasiado tarde que era un secreto. Su madre le había dicho muchas veces que nadie debía enterarse de aquello.
– Anna -exclamo Meg.
– Pues tu mamá se equivoca, Anochka -respondió él, usando el diminutivo.
Anna se desasió de su madre y se acercó a él para observarlo.
– ¡Te pareces al príncipe Marzipán! -rápidamente, se giró para mirar a Meg, que se quedó aturdida por el brillo que vio en los ojos de su hija-. ¡Mami! ¡Es como el Príncipe! -inmediatamente abrió el libro por una página que tenía los bordes gastados por el uso-. ¿Lo ves? -señaló.
Él se puso en cuclillas para que Anna le enseñara el libro. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara y, con un dedo, acarició uno de los rizos que caían sobre la frente de la niña.
– ¿Sabes que yo le di a tu madre este libro cuando se marchó de Rusia después de su primer viaje, hace más de doce años?
Por segunda vez en un par de minutos, Meg dejó escapar un gemido.
Anna abrió mucho los ojos.
– ¿De verdad?
– Sí. También es mi libro favorito. Tú y yo somos padre e hija. Por eso pensamos igual -le lanzó a Meg otra mirada significativa-. Tu mamá estaba triste porque tu abuelo murió mientras ella estaba de viaje. Así que, cuando volvió a casa, yo puse el libro en su maleta para reconfortarla, porque sabía que a ella le gustaba. Esperaba que eso la hiciera sentirse mejor y la llevaría de nuevo a Rusia algún día.
Los ojos de Meg se llenaron de lágrimas. «¡Farsante!», gritó su corazón. Pero no podía negar que aquel bello y costoso libro, que ella había admirado en la Casa del Libro de Moscú, pero que no había podido comprar, apareció en su equipaje. Había sido gracias al atractivo agente del KGB, asignado a la vigilancia de los estudiantes extranjeros, que la había llevado de la cárcel al aeropuerto.
Meg y otros estudiantes de diecisiete años de su autobús, habían sido detenidos por regalar vaqueros, camisetas y otras prendas personales a sus amigos rusos. Ingenuamente, Meg le había dado sus gafas de sol a una chica y había acabado en prisión. Todavía sentía escalofríos cuando recordaba aquel incidente de pesadilla.
Durante su confinamiento, uno de los guardias le dijo que el director del viaje acababa de saber que su padre había muerto en Estados Unidos. Por su insensata decisión de quebrantar la ley, le informó el guardia, Meg no podría volver a casa para el funeral, y quizá no volvería nunca.
A Meg, aquel hombre le pareció inhumano, incapaz de sentir emociones. Cuando la dejó sola para que «reflexionara» sobre lo que había hecho, Meg se derrumbó, desesperada, sobre el suelo de la celda. Lloró durante horas la muerte de su querido padre y la de su madre, acaecida un año antes. William Roberts había muerto a miles de kilómetros de distancia y ella nunca volvería a verlo.
Pero, antes de que amaneciera, Kon llegó para llevársela de allí y la escoltó a través de largos pasillos hasta una puerta trasera, donde esperaba un coche que la llevó al aeropuerto. Meg no volvió a ver a sus compañeros de viaje y regresó a Estados Unidos a tiempo rara enterrar a su padre, con el libro como único recuerdo.
Tras recibir un trato cruel, la intervención de Kon había sido la única razón de que se le permitiera volver a Estados Unidos sin mayores consecuencias. El regalo del libro, completamente inesperado, le hizo reconsiderar su opinión de que todos los agentes del KGB eran monstruos.
Seis años después, cuando se le presentó la oportunidad de viajar otra vez a Rusia como profesora en un intercambio de estudiantes, se sintió emocionada con la idea de localizarlo y agradecerle en persona su amabilidad.
Lo había visto de nuevo, por supuesto. Ingenuamente, pensó que su encuentro había sido casual, sin darse cuenta de que Kon le había seguido la pista tras su regreso a Estados Unidos. El pensar en ello le resultaba insoportable, pues significaba que los sentimientos de Kon nunca habían sido verdaderos y que, durante el segundo viaje que ella hizo a la Unión Soviética, después de la muerte de la tía inválida con la que vivía, Meg había sido su objetivo. Ella lo había sabido a su regreso, a través de la CÍA. Cada acción de Kon había sido calculada para hacer que se enamorara de él, por razones que solo conocía el KGB. Lo mismo les había ocurrido en muchas ocasiones a otros jóvenes estadounidenses, a turistas y a empleados diplomáticos. Lo sucedido entre Meg y Kon no era, pues, tan raro. El «amor» de Kon había sido motivado por razones políticas.
Y ahora él había vuelto a buscar a Anna.
– ¿De verdad eres mi papá?
Anna rompió el silencio con su sencilla pregunta.
La esperanza que había en su vocecilla casi hizo llorar a Meg. Había llegado el momento de la verdad y Kon no mostraría piedad.
– Sí, soy tu papá. Y tú eres mi hijita. Tenemos los mismos ojos azules, el mismo pelo castaño oscuro y la misma nariz recta -le pellizcó suavemente la nariz y Anna se rió-. Pero sonríes igual que tu madre. ¿Lo ves? -sacó unas fotografías del bolsillo de la chaqueta-. Aquí estamos tu mamá y yo tomando helado y champán. Yo acababa de decirle que la quería. Mira su boca: sonríe igual que tú -tocó el labio inferior de Anna-. Exactamente igual que tú.
Anna volvió a reírse y dejó el libro en el suelo, para mirar las instantáneas en blanco y negro. Por una vez, se quedó muda. Igual que Meg, que recordó cómo él le tocaba la boca de la misma manera y luego la besaba y ella deseaba que no parara nunca…
Pero entonces no sabía que alguien les estaba haciendo fotos.
Debía de haber muchas más fotografías como aquellas. Meg pensó que seguramente una cámara había registrado sus días y sus noches juntos y sintió un agudo dolor al pensar que, la experiencia más maravillosa de su vida, había acabado en los archivos micro-filmados del KGB.
– ¡Mami, mira! ¡Eres tú!
– Sí -murmuró él-. Y aquí hay otras fotos de tu madre y de mí delante de su hotel y en un museo cercano.
Kon no podía haber urdido un plan mejor, para ganarse a su hija, que ofrecerle pruebas irrefutables de la relación entre ellos.
Las dos veces que Meg había viajado a Rusia, estaba terminantemente prohibido sacar fotografías, excepto en la Plaza Roja. Por eso no tenía ni una sola imagen de Kon como recuerdo.
– Y aquí -dijo él, cuando Anna acabó de mirar las rotos-, estamos tu madre y yo en el aeropuerto. Yo le pedí que se quedara en Rusia y que se casara conmigo, pero ella se subió al avión -su voz desolada le pareció a Meg una amarga prueba de su consumada habilidad para el fingimiento.
Él rodeó a Anna por la cintura y la niña se apoyó contra su pecho sin darse cuenta. Mirando a su hija, Meg sintió su corazón partirse en mil pedazos.
Anna miró a su madre con preocupación.
– ¿Por qué hiciste eso, mami? ¿Por qué dejaste solo a mi papá?
Meg trató de calmarse, despreciando a Kon por hacerle aquello.
– Porque no habría podido volver a Estados Unidos me hubiera quedado más tiempo y tenía responsabilidades aquí. Daba clases, tenía un compromiso con mis alumnos.
– ¿Eres maestra?
Tras un breve silencio, Meg contestó:
– Ya no, cariño. Pero lo fui… una vez.
– ¿Como la señorita Beezley? -Anna se quedó completamente atónita por la confesión de su madre.
– Sí. Enseñaba en un instituto.
Cuando supo la verdad sobre lo que había ocurrido cuando estuvo en Rusia, abandonó la enseñanza del ruso y no quiso volver a saber nada más del país, ni del idioma ni de sus recuerdos. Anna era demasiado pequeña para entenderlo, por eso Meg nunca le había hablado de esa época de su vida.
Desafortunadamente, Anna había encontrado el libro de El cascanueces en el trastero donde Meg lo tenía escondido. La niña se prendó del libro nada más verlo y quiso quedárselo. Meg nunca había tenido valor para quitárselo, ni tampoco para explicarle de dónde procedía.
– ¿Eso es verdad, papá?
Con esa única pregunta, Meg comprendió que todo estaba perdido. Anna no solo había aceptado a su padre sin reservas, sino que incluso cuestionaba la palabra de Meg.
Qué ironía que una madre lo hubiera dado todo por su hija durante seis años y que, luego, llegara un hombre cuya única contribución había sido biológica y, en un abrir y cerrar de ojos, se ganara la adoración de la niña.
– Sí, es verdad. Tu madre habla muy bien ruso y, cuando no estaba dando clases de inglés a estudiantes rusos, pasamos juntos cada momento de los cuatro meses que estuvo en San Petersburgo.
– Anna… ¿por qué no le preguntas a tu padre por qué no vino a Estados Unidos conmigo? -preguntó Meg, con la voz quebrada.
– Pero si sí que he venido -contestó él, rápidamente-. ¿Sabes?, antes de dejar mi país tuve que resolver muchas cosas. Pero siempre he sabido de ti, Anochka. Siempre te he querido, hasta cuando estaba lejos. Y ahora por fin estoy aquí y voy a quedarme.
«Lo que tarde en ganarse a Anna, luego desaparecerá con ella». Meg estaba segura. Se preguntó cuándo se había despertado en él aquel instinto paternal que lo había empujado a atravesar medio mundo para buscar a su hija.
– Puedes dormir en mi habitación -dijo Anna, atando los cabos sueltos con su sencillo e ingenuo razonamiento.
– Me encantaría -murmuró él suavemente-. Por eso he venido. Para vivir con tu mamá y contigo. Quiero que seamos una familia. ¿Puedo ir a casa en vuestro coche? Yo no he traído el mío al ballet.
– Tenemos un Toy… yoda rojo. Puedes sentarte atrás conmigo y leer mi libro mientras mamá conduce.
– Leeremos por turnos. ¿Te gusta el sitio donde vives?
– Sí. Pero me gustaría tener un perro. El casero no nos deja tener uno.
– Entonces te gustarán Gandy y Thor -mientras charlaban, él le puso su abriguito de invierno.
– ¿Gandy y To… qué?
– Thor. Son mis pastores alemanes y les he hablado mucho de ti. Están deseando conocerte. Jugarán contigo y serán tus mejores amigos para siempre.
Anna chilló de alegría.
Una rabia impotente se apoderó de Meg. Nada lo detenía, ni siquiera manipular a una niña inocente. Meg se sintió a punto de gritar, pero el vestíbulo se iba llenando de gente, pues la función había terminado. Por el bien de Anna, trató de mantener el control sobre sus emociones, hasta que estuviera a solas con él y la niña no pudiera escucharlos.
Konstantino Rudenko estaba acostumbrado a ejercer una autoridad absoluta e incuestionable en su país, pero ella no le permitiría que hiciera nada allí, en su hogar. Se acercó a su hija y la agarró del hombro para mantenerla apartada de él.
– Vamos, Anna.
Pero Anna no la escuchaba. Se había acercado a él para observar su cara de rasgos duros. Durante un instante, Meg revivió la sensación de suave aspereza de sus mejillas contra las suyas después de pasar la noche en sus brazos, después de hacer el amor…
– ¿Me dejas que te lleve al coche, Anochka? Hace mucho, mucho tiempo que sueño con abrazar a mi hijita.
Anna, a la que hasta ese momento nunca le había gustado ningún hombre que se acercaba a Meg, parecía hechizada por la voz honda y la mirada amorosa de Kon. Le rodeó el cuello con los brazos y permitió que la levantara, con una expresión de sublime alegría.
– ¿Qué significa esa palabra, «noska»?
– Mi pequeña Anna. Así es como los papas llaman a sus hijas pequeñas en Rusia.
– Yo no soy pequeña. Qué gracioso eres, papi -le dio el primer beso en la mejilla.
– Y tú eres adorable, igual que tu madre -él la estrechó en sus brazos, como si hubiera esperado ese momento toda su vida.
Meg apartó la mirada, asqueada al ver que, por conseguir lo que quería, era capaz de manipular las emociones más profundas y tiernas de una niña.
Nunca le perdonaría eso. Nunca.
Capítulo 2
– ¿Dónde está tu coche, mayah labof? -preguntó Kon, repitiendo calculadamente aquella expresión cariñosa que todavía tenía el poder de emocionar a Meg, aunque esta luchara por evitarlo-. Anna y yo estamos listos.
Meg estuvo a punto de gritarle que, ya que las había seguido hasta el teatro, sin duda sabía perfectamente dónde tenía aparcado el coche. Pero cuando vio lo felices que parecían padre e hija, se sintió incapaz de decir nada.
Anna deseaba un padre desde que vio a su mejor amiga, Melanie, con el suyo. Eso siempre la hacía sentirse abandonada. Pero en los últimos minutos había forjado unos vínculos que ningún poder en la Tierra podría romper.
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