Cualquiera de las personas que salían del teatro podría ver que eran padre e hija. La gente podría cuestionarse, en todo caso, qué relación tenía ella con aquella niña morena. El pelo rubio ceniza de Meg, que le llegaba a los hombros, y sus ojos grises, sugerían un origen distinto. Otra ironía que Meg se vio forzada a admitir. Se puso el abrigo para protegerse de la tarde helada de invierno y se encaminó al coche, que estaba aparcado en una calle cercana, a la vuelta de la esquina.

Caminó a unos pasos de Kon para evitar cualquier contacto con él. Se sintió aliviada cuando él se sentó en el asiento trasero junto a Anna.

Quizás Kon pensara que tenía el control de la situación, sobre todo porque Anna, agarrada a él, no dejaba de hacerle preguntas. Pero, en cuanto llegaran a casa, estarían en territorio de Meg y ella impondría las normas. Cenarían enseguida, decidió, y, tan pronto como Anna acabara de comer, la mandaría a la cama.

Con la niña acostada, podría enfrentarse a Kon y echarlo, antes de que Anna se levantara. En cuanto tuviera oportunidad, llamaría al abogado que la había ayudado a arreglar los asuntos de su padre y de su tía y conseguiría una orden judicial para mantener a Kon alejado de Anna.

No estando casados y no siendo él ciudadano estadounidense, Meg se preguntó qué derechos tendría sobre su hija. Seguramente, cuando su abogado supiera la verdad sobre el pasado de Kon en el KGB, haría todo lo posible por evitar que Anna estuviera a solas con él y, por supuesto, para impedir que se la llevara del país. Meg deseó que su tío Lloyd viviera aún. Trabajaba en los servicios de inteligencia naval y habría podido aconsejarla sobre la mejor forma de proceder.

Meg no tenía ni idea de hasta dónde había llegado Kon en el KGB, pero no podía creer que hubiera renunciado a un sistema que había dirigido toda su vida.

Evidentemente, cuando sus tácticas no consiguieron hacer que se casara con él, Kon había trazado otro plan. Había decidido ir tras Anna. Pero había esperado hasta que la niña fuera lo bastante mayor para dejarse engatusar por sus maquinaciones y encantos.

Tal vez quería de verdad tener una relación con su hija, pero Meg sabía cuánto amaba él a su país y cuan profundamente estaba comprometido con la administración rusa. Naturalmente, querría que Anna sintiera de la misma forma, y eso significaba que se la llevaría a Rusia con él.

– ¿Dónde están los perros, papá?

– En la casa que os he comprado a tu madre y a ti.

– ¡Eh, mami! -gritó Anna alegremente, dando palmas-. ¡Papá tiene una casa para nosotras! ¿Dónde está, papi? ¿Podemos ir a verla ahora mismo?

– Creo que tu madre tiene otros planes para esta noche -contestó él.

Meg se mordió la lengua para no decir nada y casi chocó contra una furgoneta aparcada junto a la rampa del garaje de su bloque de apartamentos. Deliberadamente, Kon sacaba temas que encantaban a una niña deseosa del amor y la atención de un padre. Si se enfrentaba a él delante de Anna, solo conseguiría herirla y ponerla de parte de Kon.

Pero, cuando Anna se levantara a la mañana siguiente, descubriría que su padre había desaparecido para siempre de sus vidas. Meg no descansaría hasta tener una orden judicial contra él. Una vez en el apartamento, inventaría cualquier excusa para ir a casa de alguno de los vecinos y telefonear a Ben Avery en privado. ¡No le importaba si Avery y el juez tenían que estar despiertos toda la noche!

En cuanto Meg aparcó en su plaza de garaje y apagó el motor, Anna saltó del coche, sin mirar siquiera a su madre.

– Ven, papi. Quiero que veas mi acuaro -no podía pronunciar la i-. Puedes darles de comer a mis peces, si quieres.

– Me encantaría, pero primero tenemos que ayudar a mamá.

Meg le oyó decir eso en voz baja, antes de que él le abriera la puerta del coche. No le sorprendió su solicitud. Kon no hacía nada sin un motivo y Meg sospechaba que no quería perderla de vista ni un momento.

Evitando mirarlo, salió del coche y se desasió de la mano que le había agarrado el codo. Caminó delante de ellos con las piernas temblorosas, dirigiéndose a la puerta del moderno bloque de apartamentos de tres plantas.

Anna sujetaba con una mano su libro y con la otra iba agarrada de su padre. Estaba impaciente por enseñarle su mundo.

– ¡Melanie vive aquí! -exclamó cuando pasaron junto a una puerta en el segundo piso.

– ¿Es tu amiga?

– Sí, mi mejor amiga. Pero a veces nos peleamos. Ya sabes… -Anna se acercó a él, en actitud confidencial-, dice que yo no tengo padre.

– Entonces tendrás que presentarnos y le demostraremos que se equivoca.

Anna caminaba dando saltitos junto a su padre, con la cara iluminada por la alegría.

– Dice que mi madre es una gofa -aquello era nuevo para Meg, que sintió que su vida se hacía añicos, tan rápidamente que no sabía por dónde empezar a reunir las piezas-. ¿Qué es una gofa, papá?

Él aminoró el paso y volvió a tomar a Anna en sus brazos.

– Voy a decirte algo muy importante. Cuando un hombre y una mujer están enamorados, se casan y se aman. Por eso naciste tú, y los dos te queremos más que a nuestras vidas.

– Pero mamá y tú no estáis casados.

– Porque vivíamos en países distintos y eso lo complicaba todo. Pero ahora que yo estoy aquí, nos casaremos y viviremos felices para siempre.

Meg se quedó sin aliento.

– ¿Podéis casaros mañana?

Kon se rio por lo bajo.

– ¿Qué tal la semana que viene, en mi casa? Primero tendremos que ayudar a tu mamá a empaquetarlo todo y a vaciar el apartamento.

Angustiada por hacer una escena que podía traumatizar a Anna y despertar aún más la curiosidad de los vecinos, muchos de los cuales volvían a casa tras las compras de Navidad y ya se habían fijado en que Kon llevaba en brazos a Anna, Meg atravesó prácticamente corriendo el descansillo hacia el apartamento. De la puerta colgaba una guirnalda de Navidad atada con cinta roja, pero apenas reparó en ello.

Le temblaban las manos cuando metió la llave en la cerradura. El hechizo que Kon ejercía sobre su hija la llenaba de miedo e indignación. Él había aprendido sus técnicas de seducción en sus años de servicio en el KGB. Había aprendido a considerar los sentimientos humanos como algo de usar y tirar.

– Llévame a mi habitación, papá. Mi acuaro está allí -dijo Anna, señalando el camino, mientras él la llevaba en brazos por el pequeño y humilde saloncito que Meg había limpiado esa misma mañana.

En un rincón había un árbol de Navidad con las lujes apagadas. Era un pino escocés ligeramente ladeado, pero Meg no podía permitirse nada mejor. Sin embargo, las bolas plateadas y doradas entre las bombillas de colores suaves hicieron un efecto alegre cuando Anna apretó el interruptor para que Kon lo viera.

Meg cerró la puerta de entrada e hizo caso omiso de la mirada de triunfo que él le lanzó. Tan pronto como desaparecieron por el pasillo, se desabotonó el abrigo y lo dejó sobre una silla, dándose cuenta de que ese sería el único momento en que estaría libre para hablar con el abogado.

La señora Rosen, una viuda que vivía al otro lado del descansillo, era una violinista jubilada. A esa hora estaba en casa, dando clases de violín. Anna, que era su alumna más pequeña, había progresado mucho durante el año anterior. Pero el talento musical de Anna era lo último que Meg tenía en mente cuando salió del apartamento, rezando para que la anciana estuviera en casa. Mientras usaba el teléfono, le pediría que vigilara la puerta, por si acaso Kon aprovechaba ese momento para escapar…

– ¿Señora Roberts?

Meg se sobresaltó al encontrarse en el descansillo a una mujer y un hombre vestidos con ropa deportiva y parcas. Estaban de pie frente a ella, impidiéndole el paso.

Recordó la furgoneta aparcada junto a la entrada del garaje y sintió una punzada de impotencia.

Naturalmente, Kon no había actuado sin cómplices. ¿Más agentes del KGB? Desde la caída del comunismo, se los llamaba oficialmente MB y Meg sabía que, a pesar del caos que reinaba en Rusia, todavía eran peligrosos. Tal vez algunas de sus redes seguían operando en Estados Unidos en misiones de contraespionaje.

Como si le hubieran leído el pensamiento, ambos sacaron sus identificaciones del bolsillo.

CIA. Meg se tambaleó y la mujer, morena y corpulenta, la sujetó del brazo.

– Sabemos que la aparición del señor Rudenko ha sido un choque para usted, señora Roberts. Queremos hablarle de ello. En su casa.

Furiosa, Meg apartó el brazo.

– ¿Creen que voy a tragarme que son de la CIA? -siseó-. Sé cómo trabaja el MB. ¡Igual que el KGB! Pueden hacerse pasar por lo que quieran y vender a su familia si es necesario.

El hombre, que llevaba gafas de concha y aparentaba unos cincuenta años, mostró una sonrisa paternal.

– Por favor, colabore, señora Roberts. Lo que tenemos que decirle despejará todas sus dudas -dijo con una sinceridad exagerada que asqueó a Meg.

– Y, por supuesto, si me niego, me harán entrar a punta de pistola. Pero como saben que nunca haría nada que asustara a mi hija, confían en que haré lo que me piden -se dio la vuelta y volvió a entrar en el apartamento, con los agentes tras ella.

Justo en ese momento se abrió una puerta al fondo del corto pasillo y apareció la cara de Kon, sin duda para asegurarse de que Meg cooperaba. Como en los viejos tiempos.

Meg oyó de fondo sonido de agua corriente y supuso que Kon se había ofrecido a bañar a Anna para mantenerla distraída. Lo miró directamente a los ojos azules.

– Me pones enferma -siseó-. ¡Todos vosotros! Y -señaló a Kon-, por lo que a mí respecta, si has abandonado tu país, es que no eres más que un traidor. ¿Por qué no dejáis en paz a las personas inocentes? Idos a algún lugar deshabitado del mundo donde jugar vuestros absurdos juegos de guerra. Si lucháis los unos contra los otros, con un poco de suerte no quedará ninguno vivo.

Con una indiferencia que la dejó perpleja, Kon se quitó la corbata y la chaqueta y, sin dejar de mirarla, las dejó encima de su abrigo, mostrando al hacerlo sus musculosos brazos y sus anchos hombros. Se comportaba como si aquella fuera una situación normal, un día cualquiera en su propia casa.

– Anna saldrá del baño dentro de unos minutos y luego quiere que cenemos juntos. Se asustará si te oye gritar como una verdulera, en lugar de mostrarte cordial con Walt y Lacey Bowman, tus compañeros de trabajo del concesionario. ¿Es eso lo que quieres? ¿O prefieres que le diga que tienes que irte a la oficina por una emergencia? Tengo la llave de un apartamento vacío del piso de abajo. Tú decides dónde quieres que tenga lugar esta conversación.

– ¿Mami? ¿Papi? -Anna irrumpió en la habitación inesperadamente, en pijama y con los rizos revueltos. Cuando vio a los desconocidos, se borró su sonrisa y se fue corriendo hacia su madre, para alivio de Meg, que la tomó en brazos y la apretó contra sí. Si estaba en su mano, no volvería a dejar a Anna sola.

– Cariño -Meg intentó que no le temblara la voz-, estos son los Bowman. Trabajan en el departamento de ventas de Strong Motors por las tardes -improvisó, ya que no le dejaban otra opción-. Nunca los habías visto antes.

La mujer sonrió.

– Es verdad, Anna. Pero Walt y yo hemos oído hablar mucho de ti.

– Eres una niña muy guapa -terció el hombre-. Te pareces mucho a tu papá y a tu mamá.

– Papá se parece al príncipe Marzipán.

La mujer asintió.

– Me han dicho que hoy has ido a ver Cascanueces. Es mi ballet favorito. ¿Te ha gustado?

– Sí. Sobre todo, el Príncipe.

A Kon pareció humedecérsele la mirada al contemplar a su hija. Meg apartó la vista, asombrada otra vez por su increíble talento para la actuación.

– Tenemos que hablar con tu madre un momento -añadió el hombre-. ¿Va todo bien?

– Sí. Papá y yo vamos a preparar la cena. Vamos a hacer macarrones. Papá dice que en Rusia no hay macarrones.

– Sí, Anochka -rio Kon-. Me muero de ganas por probarlos. Ven conmigo.

En un abrir y cerrar de ojos, quitó a Anna de los brazos de Meg y se la llevó a la cocina, donde no podría oírlos, dejando a Meg a solas con los dos agentes. Probablemente, ella nunca llegaría a saber quiénes eran o para quién trabajaban realmente.

La mujer aventuró una sonrisa.

– ¿Le importa que nos sentemos?

Meg apretó los puños.

– Sí, me importa. Digan lo que tengan que decir y márchense.

Su voz sonó chillona. Estaba exteriorizando el miedo y la frustración que había sentido cuando Kon las abordó en el teatro. Se encontraba al borde de la histeria, a punto de gritar, a pesar de Anna.

Los tres permanecieron en pie. El hombre habló primero.

– El señor Rudenko desertó hace más de cinco años, señora Roberts.