Beth sintió que el corazón se le subía a la garganta.

– No empieces con eso ahora -advirtió a la otra mujer. Bea y Millie, dos encantadoras cotillas, inventaban historias donde no las había. Y por algún motivo, disfrutaban imaginando un romance entre Beth y Michael-. Ese pobre hombre sólo me estaba haciendo un favor.

Mientras que la foto y el artículo que la acompañaba había servido para proveer a Beth y al bebé de cajas y cajas de pañales, ropa para bebé y comida, sabía que lo único que había obtenido Michael de la publicidad había sido bochorno. La panadería de Bea y Millie atraía a gran parte de la población de Freemont Springs, y los clientes le habían transmitido sus felicitaciones, además de la noticia de que Michael Wentworth estaba desesperado por recuperar su reputación de soltero.

Y también había sabido que, a pesar de su información, la familia Wentworth aún no había encontrado a Sabrina.

– De todos modos -insistió Bea mientras se levantaba para acercarse a mirar la foto-, creo que a Michael Wentworth le vendría muy bien sentar la cabeza.

– Bea, ya sabes que no estoy interesada en él… -Beth cerró rápidamente la boca al ver una evidencia incriminatoria asomando por debajo de las almohadas de su cama deshecha.

La cazadora de borrego de Michael Wentworth.

Se levantó, pero no hizo ningún movimiento rápido hacia la cama. Si lo hacía se delataría y hacía días que le había dicho a Bea que ya había devuelto la cazadora.

Tenía intención de hacerlo, sobre todo después de que Bea la encontrara un día con ella puesta mientras daba de mamar al bebé.

Se acercó disimuladamente hacia la cama. Si Bea llegaba a enterarse de que aún tenía la cazadora, redoblaría su afán de casamentera.

Volvió a mirar la cazadora. ¿Sería mejor tratar de ocultarla por completo bajo la almohada o arrojarla disimuladamente al suelo por el otro lado de la cama?

– Cuéntame otra vez cómo es el nuevo sitio que has encontrado para vivir -Bea se apartó de la foto de la pared-. Dijiste que era un medio duplex, ¿no?

Beth se quedó muy quieta y apartó la mirada de la cazadora.

– He tenido mucha suerte de conseguirlo -era cierto, no era nada fácil encontrar apartamentos baratos en Freemont Springs-. El señor Stanley parece muy agradable.

– Después de que le has prometido que no harás ruido, que no te excederás utilizando la luz y la calefacción y que no llenarás más de una bolsa de basura a la semana.

Beth suspiró. Era cierto. El señor Stanley había establecido unas reglas que más le valía no romper. Esperaba que los pañales desechables pudieran comprimirse como las latas de aluminio.

Bea suspiró.

– Necesitas un hombre, y no me refiero precisamente a Ralf Stanley.

¿Que necesitaba un hombre? Beth no estaba dispuesta a arriesgar de nuevo su corazón, sobre todo después de cómo la había abandonado Evan ante el primer indicio de responsabilidad.

– Ya tengo el único hombre que necesito; tiene tres semanas y duerme como un ángel -no pudo evitar sonreír.

Bea le devolvió la sonrisa.

– Tu hijo es un ángel -dijo, acercándose a la cuna.

Beth se acercó un poco más a la cama. La manga de la cazadora de Michael Wentworth asomaba por debajo de la gruesa almohada. Sus dedos se cerraron en torno al suave ante.

– ¿Qué tenemos aquí? -Beth dio un respingo al oír la voz de Bea. Se volvió hacia ella, bloqueando la vista de la chaqueta con su cuerpo. Bea sostenía en la mano un chupete.

Beth tragó.

– Venía incluido en el lote de regalos para el primer bebé del año -movió la cabeza-. Al bebé no le gusta.

– A mi marido no le gustaba que nuestros niños usaran chupete.

Beth se sentó en la cama a la vez que tiraba de la manta para cubrir la cazadora. Sonrió.

– Al menos yo no tengo esa preocupación.

Bea la miró fijamente unos instantes.

– Eres más valiente que yo.

Beth simuló no entender.

– ¿Una viuda que supo salir adelante y poner en marcha un negocio con éxito? ¡Tú si que tienes valor, Bea!

– Yo conté con mi marido para ayudarme a criar a los niños. Un hombre que me amaba y que amaba a sus hijos.

Beth agarró con fuerza la manga de la cazadora.

– Estoy bien así, Bea.

«Nunca admitas lo contrario».

La mujer mayor volvió a suspirar.

– Tengo que volver a la tienda -dijo, reacia.

Beth vio con alivio que su amiga se encaminaba hacia la puerta.

– Adiós, Bea -dijo-. Nos veremos esta tarde durante mi turno.

Bea se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

– ¿No te sientes sola, querida? -preguntó con suavidad-. No tiene nada de malo admitirlo.

Tras años de práctica, Beth sonrió automáticamente.

– Estoy perfectamente, Bea. No te preocupes.

Bea asintió y salió del apartamento.

Involuntariamente, Beth sacó la cazadora de debajo de las almohadas y enterró el rostro en ella. Olía a Michael Wentworth, una fragancia masculina que resultaba casi como magia para alejar la…

Se negaba a pensar en aquella palabra.

– Soledad -susurró en alto.

Soledad… soledad… soledad…

El temido pensamiento hizo eco entre las cuatro paredes. Soltó la cazadora, que cayó al suelo. Tal vez era aquella prenda la culpable de su inhabitual debilidad. Había habido dudas en medio de la noche. Un vacío interior, incluso mientras sostenía a su queridísimo hijo entre los brazos.

La cazadora debía desaparecer. Hoy.

Porque Beth Masterson nunca admitiría la soledad que sentía.

Capítulo 3

Michael ocupó su asiento tras la mesa del despacho, mirando con suspicacia el montón de papeles y carpetas que había sobre ésta. Con el pulgar y el índice alzó las primeras, haciendo que el montón se desperdigara sobre la superficie de caoba.

Suspiró, aliviado. No había nada oculto allí. Ni sonajeros, ni cigarrillos de chicle, ni panfletos sobre cómo hacer eructar a un bebé.

Nada relacionado con bebés.

Dejó escapar un suspiro de alivio. Habían tenido que pasar tres semanas, pero por fin había sucedido.

Se habían acabado las bromas.

Volvió a reunir los papeles y de inmediato lamentó haberlo hecho. ¿De dónde diablos salía todo aquello? Bastaba con que faltara un día del despacho para que el trabajo se amontonara.

Maldito abuelo…

El viejo había vuelto a irse a Washington, dejando Wentworth Oil Works en lo que él llamaba las «capaces manos» de Michael. Era una auténtica maldición. Tal vez debería apreciar aquella confianza, pero no cuando el abuelo se negaba a ver lo reacias que eran aquellas manos.

Joseph Wentworth era ciego cuando quería y un maestro de la manipulación todo el rato. Michael sintió el comienzo de un intenso dolor de cabeza. A menos que encontrara algún modo de obligar a Joseph a volver a ocupar su despacho, temía verse encadenado allí para el resto de su vida.

Todos los días lo mismo, las responsabilidades, los compromisos… la familia entera pesaba sobre él como una maldición.

Buzzz.

Michael apretó el botón del intercomunicador.

– Gracias por interrumpir uno de los momentos más deprimentes de mi vida, Lisa -dijo a su secretaria.

Lisa no respondió con su habitual descaro.

– Uh, señor… -nunca solía llamarle señor.

– ¿Qué sucede?

Una pausa cargada de presagios siguió a la pregunta de Michael.

– Tiene visita señor, eh… dos visitantes.

La extraña actitud de Lisa quedó explicada cuando hizo pasar a los inesperados visitantes. Dos personas a las que Michael quería ver en su despacho tanto como a un inspector de hacienda.

Gimió. En alto. Porque ahora que las bromas sobre su paternidad parecían haber acabado, sabía que iban a volver a empezar.

El visitante número uno era Michael Freemont Masterson, vestido completamente de blanco en su cochecito de bebé. La visitante número dos era Beth, con su gastada parca azul, una bufanda de lana roja en torno a la garganta y la cazadora de Michael bajo el brazo.

Beth sonrió tímidamente.

– Te he traído la cazadora. Siento haber tardado tanto.

Michael miró su reloj. ¿Y si la visita durara tan sólo cuarenta segundos? Así existiría la posibilidad de que nadie se enterara. Miró a Lisa, que seguía en el umbral. «No se te ocurra difundir una palabra sobre esto», ordenó mentalmente, y alargó una mano para tomar su cazadora. «Y ahora indica amablemente a esta señorita dónde está la salida».

Malinterpretando todas las órdenes telepáticas de su jefe, Lisa avanzó rápidamente y tomó la cazadora antes que él.

– Siéntese, señorita Masterson. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café?

Michael se quedó boquiabierto. Lisa nunca ofrecía nada a nadie. Si él quería café, tenía que salir a servírselo.

Beth sonrió a Lisa, como si hubiera comprendido el honor que suponía su ofrecimiento.

– Una taza de té me vendrá bien para calentarme las manos, gracias.

– Deberías usar guantes -se oyó decir Michael. Luego, en tono aún ligeramente hosco, añadió-: Supongo que puedes sentarte.

Beth acercó el coche del bebé a la silla y ocupó ésta.

¿Cuánto tiempo podía llevarle tomarse el té?, se preguntó Michael. Como mucho, noventa segundos.

Con rápidos movimientos, Beth se quitó la bufanda y la parca.

Michael la miró, sin saber exactamente qué parte de aquella mujer hacía que le resultara tan difícil apartar la mirada de ella. Cada vez que la había visto anteriormente llevaba abrigos, o batas, o mantas. También tenía una larga melena de pelo rubio.

– Te lo has cortado -dijo, estúpidamente.

– Así es más cómodo -Beth se pasó una mano por el pelo. Aunque un poco más largo que el de un chico, realzaba el contorno de su cabeza. También hacía que sus ojos y su boca parecieran más grandes.

Lisa volvió un momento después con una humeante taza de té. Antes de dársela a Beth, fijó su atención en el bebé. Luego miró a la madre.

– Parece mentira que sólo hayan pasado tres semanas desde que diste a luz -dijo, sonriente-. Nadie recupera la figura con tanta rapidez.

Michael volvió a mirar a Beth. No quería, pero había sido culpa de Lisa. Sí; antes, Beth llevaba gastadas parcas y batas de hospital y mantas. Ahora llevaba vaqueros y un ceñido jersey blanco.

– Siempre he sido más bien delgada -contestó, devolviendo la sonrisa a Lisa-. Pero te aseguro que algunas de las curvas son totalmente nuevas.

Ahora fue culpa de Beth que Michael siguiera mirando. Si las curvas eran una adquisición reciente, el parto era el mejor amigo de aquella mujer.

De pronto se dio cuenta de que ambas mujeres lo estaban mirando. ¿Habría hecho algún ruido sin darse cuenta? ¿Habría gemido?, se preguntó, horrorizado.

Carraspeando, volvió a mirar su reloj. No recordaba con exactitud cuándo había llegado Beth, pero era evidente que llevaba allí demasiado tiempo.

Ella pareció captar la indirecta. Tras dar un sorbo, dijo:

– Debo irme. Tengo que volver a la panadería.

– ¿La panadería? -repitió Michael, frunciendo el ceño mientras Lisa volvía a salir del despacho-. Ah, sí. Me dijiste que trabajabas ahí. ¿Has vuelto a trabajar tan pronto?

– Bea y Millie me necesitan.

Una desconocida inquietud recorrió la espalda de Michael.

– Debes descansar. Bea y Millie pueden pasarse sin ti unos días más.

Beth sonrió educadamente mientras dejaba la taza en el borde del escritorio.

– Gracias de nuevo por la cazadora… y por todo lo demás que hiciste por mí.

De pronto, a Michael no le hizo gracia la idea de que se fuera.

– ¿No quieres saber qué pasa con Sabrina?

Beth hizo una pausa mientras tomaba su parca.

– ¿La habéis encontrado? -preguntó.

– Gracias a ti supimos que estaba aquí. Incluso averiguamos dónde -Michael sintió un repentino remordimiento. Debería haber visitado a Beth para comunicarle lo que habían descubierto. Debería haber comprado algo para el bebé. Pero había estado tan empeñado en apagar los rumores que había evitado tener nada que ver con ella-. Pero ha vuelto a desaparecer.

Las manos de Beth se detuvieron en el proceso de subir la cremallera de su parka.

– Oh, lo siento. Espero que la encontréis -metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.

Michael la imaginó conduciendo de vuelta a la panadería.

– ¿Sigue estropeada la calefacción de tu coche? Podría hacer que alguien…

– Ya está funcionando -Beth se puso la bufanda en torno al cuello.

– ¿No puedes quedarte un poco más? -Michael no sabía qué diablos le había impulsado a decir aquello.

Beth ladeó la cabeza y miró el escritorio abarrotado de papeles.

– No me parece que tengas tiempo para una visita más larga.

Michael siguió la dirección de su mirada.