— ¡Dios mío, no! Sólo una aclaración: si habéis de responder ante el rey, yo estaré a vuestro lado.

— ¿Por qué no? ¡Cosas más extrañas se han visto!

Un momento más tarde, la campana del antiguo convento de los Hospitalarios llevaba una vez más al hermano portero al torno. Oyó que le reclamaban con urgencia, «en nombre del rey», una entrevista con el superior, y no se hizo rogar demasiado para abrir la puerta; pero tuvo de todos modos un sobresalto cuando vio entrar, detrás del oficial, a cuatro mosqueteros armados hasta los dientes y a una dama.

Fue más difícil convencer al superior de que dejara a los soldados del rey registrar su casa.

— Sé bien que no todos los peregrinos de Dios son santos, pero el solo hecho de emprender el penoso camino de Santiago les merece paz y protección. Me niego, a menos que me traigáis una orden de monseñor el obispo…

— No tengo tiempo. Pero tampoco tengo la intención de molestar a nadie. Actuaremos sin armar jaleo… y supongo que en la capilla nadie se acuesta.

— En efecto, pero durante los oficios los peregrinos están invitados a unirse a nosotros, y no falta mucho para los maitines.

— Y después se hará de día y esa gente podrá marcharse con el botín. Pensadlo, padre: ¡las joyas de la infanta que hoy mismo será nuestra reina! Es casi un delito de lesa majestad. Si me concedéis lo que pido, nos quitaremos las casacas y los sombreros y nos separaremos. Aquí todos conocen a su camarada. La señora duquesa de Fontsomme, que representa a la infanta, también lo conoce. ¡Apresurémonos, Vuestra Reverencia! ¿Nos dais permiso, o no?

— ¿Quién os dice que vuestro hombre no es cómplice de los supuestos ladrones? Fue a él a quien vieron huir con el cofre…

— No. Fue uno de los otros vestido con su uniforme después de haberle mareado lo bastante para que aceptara esa curiosa sustitución… Entonces, ¿vamos? ¡Si os negáis, pediré al rey que cierre el hospicio!

— Bien, obrad como queráis, pero si no encontráis nada…

— ¡Soy un hombre que responde de sus actos!

Encontraron. Lo encontraron todo: a Saint-Mars, aún bajo el efecto de la droga que le habían hecho beber a la fuerza; a los cuatro ladrones, pacíficamente dormidos a la espera de la hora de mezclarse con los demás y reemprender el camino, y las joyas de la Infanta, repartidas en las «cestas» de aquellos peregrinos de un género muy particular. ¡Encontraron incluso la casaca del mosquetero! Los bandidos intentaron defenderse acusando a Saint-Mars. El era el culpable de todo y ellos no estaban allí más que para pasar las joyas a España, donde las venderían sin dificultad a un judío de Burgos.

— Sin duda por esa razón lo habéis drogado cuando os habéis reunido con él a la salida de la casa Etcheverry -dijo D'Artagnan.

El hombre gordo que había representado el papel del denunciante protestó:

— ¿La casa… Etcheverry? No teníamos nada que hacer allí. Le esperábamos en la playa. Vino derecho a encontrarnos…

— ¿Después de arrojar su casaca? ¡Qué verosímil! ¿Se proponía desertar, marchar con vosotros, abandonarlo todo? ¿Su honor y lo demás?

— Quería casarse con una muchacha rica. Le hacía falta dinero. Lo había arreglado todo con ella y ella iba a fugarse con él. No hacía falta ir a buscarla.

— Pues a pesar de todo, fue -afirmó Sylvie-. Manech Etcheverry podrá testimoniar que puso toda la casa patas arriba…

El otro puso cara de astucia.

— Es posible que estuviera también de acuerdo con él. En todo caso, nosotros no nos movimos de la playa…

— ¿Y él no fue a la casa Etcheverry?

— Pues… no. No tenía tiempo y corría el peligro de que lo arrestaran.

— ¿Y esto? -Sylvie señalaba con el dedo la enorme mancha grasienta y oscura extendida por el justillo de ante del mosquetero-. Esto -prosiguió- es chocolate: lo derramó en el aposento del mariscal de Gramont. Etcheverry lo testimoniará.

— No os toméis tantas molestias, señora duquesa. Ese chocolate es una buena prueba, como lo es el sueño tenaz de este infeliz, al que sin duda habrían abandonado a su vergüenza y la justicia del rey mientras ellos huían a España. De todas maneras, conoceremos los detalles de la operación cuando el verdugo se ocupe de estos señores para arrancarles la verdad… Lleváoslos, y que alguien acompañe a este imbécil al cuartel.

— ¿Será castigado severamente?

— Ha abandonado su puesto, ¿no? Y un puesto de confianza. Además, ha prestado su casaca para que no se dieran cuenta de inmediato de su ausencia. Irá a las prisiones militares, pero yo cuidaré de que después se reintegre a los mosqueteros. Es un buen soldado, muy bravo. Quiero conservarlo… ¡pero os debe más que la vida!

Fue lo que el pobre Saint-Mars escribió el día siguiente a Sylvie: «Sé, señora duquesa, lo que habéis hecho por mí. Sé que me habéis salvado la vida y el honor. En adelante os pertenecen, y podréis venir a reclamarlos en cualquier ocasión…»

— ¡Pobre muchacho! -murmuró la joven, y acercó la carta a la llama de una vela-. ¿Qué podría hacer yo con su vida, y sobre todo con su honor? ¡Olvidémoslo!

Pero Perceval se apoderó del papel, que empezaba a arder, y lo apagó con el tacón de la bota.

— ¡Una carta de ese género no se destruye, Sylvie! Se guarda como un tesoro. No sabes lo que os puede ocurrir a él y a ti en el futuro.

— ¡Muy bien, guardadla si es vuestro gusto! -suspiró ella-. Es hora de ir a vestir a la infanta para la misa del domingo.


Unas horas más tarde, María Teresa, resplandeciente en su primer atavío francés -un vestido de raso blanco sembrado de flores de lis como el manto de terciopelo púrpura sujeto a sus hombros-, se encaminaba a la iglesia. El manto iba sostenido, hacia la mitad de su longitud, por las hermanas pequeñas de Mademoiselle, y en el extremo por la princesa de Carignan; pero se habían necesitado dos damas y un peluquero para mantener la corona real fija sobre la magnífica cabellera rubia, recién lavada y demasiado abundante, de la princesa.

En medio de los vivas y el repique frenético de las campanas, fueron a la iglesia a pie como todo el mundo, bajo un calor tropical y una floración de parasoles que intentaban defender el lucido cortejo de los ardientes rayos del sol. Abría la marcha el príncipe de Condé, y detrás iba Mazarino empaquetado en una impresionante cantidad de muaré púrpura y con diamantes en todos los dedos de ambas manos. Luego el rey, vestido de paño de oro velado con un fino encaje negro, sin una sola joya, precediendo a la novia, conducida a la derecha por Monsieur y a la izquierda por Monsieur de Bernaville, su caballero de honor. La reina madre, resplandeciente de alegría, les seguía, y cerraba la marcha Mademoiselle, que había cubierto sus velos negros con todas las perlas que poseía. Todas las mujeres llevaban colas que, a pesar de no ser tan largas como la de la nueva reina, no dejaron de complicar las evoluciones en la bella iglesia del suntuoso retablo dorado y esculpido, en la que los hombres de la región, situados en las tres galerías escalonadas hasta la bóveda en forma de casco de navío, entonaron las canciones más bellas del mundo.

Sylvie, que recordaba lo que había sido el matrimonio de Luis XIII y Ana de Austria, rezó con todo su corazón para que la nueva pareja, tan apropiada, encontrara la felicidad que muy raramente acompaña a los personajes reales; pero la sonrisa de Luis cuando miraba a su joven esposa, y sobre todo la mirada de María Teresa, brillante ya con un amor que no había de extinguirse nunca, permitían albergar las mayores esperanzas.

Tampoco Ana de Austria olvidaba. Se aferraba con todas sus fuerzas a la felicidad que esperaba, y al llegar la noche, para que al menos el pudor de María Teresa no se viera sometido a una prueba excesivamente dura, no vaciló en quebrantar las tradiciones: corrió con su propia mano las cortinas del lecho en que la joven pareja acababa de acostarse y despidió a todo el mundo.

— ¿Pensáis que serán felices? -preguntó Sylvie a Madame de Navailles cuando ambas salían juntas de la casa del rey.

— Tengo mis dudas. Corre el rumor de que, en el camino de vuelta a París, el rey quiere dar en solitario un rodeo para pasar por Brouage, donde Mazarino ha exiliado a su sobrina María, con el pretexto de visitar el puerto de La Rochelle. Por otra parte, no se me han escapado ciertas miradas dirigidas a una de las damas de honor. Habrá que vigilar…

— ¿O conseguir que la reina siga gustando a su esposo?

— Algo me dice que eso será más difícil…

La brisa marina refrescaba la noche estrellada. Las dos mujeres prolongaron su paseo para mejor aprovecharla.


3. Un regalo para la reina

Fue en Fontainebleau, y por supuesto en el momento en que menos lo esperaba, donde Sylvie volvió a ver a Frangís.

Antes de presentar a la reina en París y de hacer junto a ella su «feliz entrada», Luis XIV decidió pasar unos días en un palacio que le gustaba en particular. Hacía más de un año que la corte había dejado la capital por la Provenza y el País Vasco, y siempre resulta agradable volver a casa. Además, el largo viaje de vuelta durante varias semanas puntuadas por fiestas, discursos, banquetes, bailes y toda clase de distracciones, había deparado alojamientos improvisados y en ocasiones miserables, y todos deseaban reencontrar el espacio y el encanto de la que era entonces la más agradable de las residencias reales.

También Sylvie amaba Fontainebleau, donde se había alojado en varias ocasiones durante el reinado anterior. Le gustaban la belleza del gran bosque y la comodidad de las construcciones. Eran éstas menos elevadas que las de Saint-Germain y menos severas que las del Louvre, donde los reyes habían vuelto a instalarse -con el cardenal, que ocupaba un amplio espacio- después de los disturbios de la Fronda, durante los cuales habían comprobado la dificultad de defender el amable Palais-Royal. Sylvie conservaba el recuerdo, divertido después del tiempo transcurrido, de su primer encuentro con Richelieu. Y pensando en él había bajado a los jardines una mañana temprano, con la intención de disfrutar del frescor del alba y repetir aquel primer paseo que tanta influencia había de tener en su vida de doncella de honor de quince años, puesto que le había permitido conocer no sólo al temible cardenal, sino además a quien después se había convertido en su esposo, y que aquel día acompañaba al excesivamente guapo e imprudente Cinq-Mars. ¡Una peregrinación de amor, en cierto modo!