Era verdaderamente muy temprano: la aurora incendiaba el cielo y Sylvie pensaba disponer de al menos una hora hasta que la pareja real se levantara. Pero al llegar al pabellón Sully, vio que la inmensa extensión de jardines que iban desde el estanque de las carpas hasta el Gran Canal había sido invadida por una multitud atareada de criados, obreros, jardineros y pirotécnicos, ocupados en lo que no podía ser sino los preparativos de una gran fiesta de la que nadie había dicho palabra, porque el día anterior por la noche el parque estaba rigurosamente vacío y desierto. Decepcionada y un poco triste, iba a entrar de nuevo en el castillo cuando, detrás de ella, oyó una voz masculina:
— ¡Por favor, señora, guardadme el secreto al menos durante dos o tres horas!
El tono grave y cálido de la voz la traspasó como una flecha. Se giró y lo vio allí; era él quien acababa de hablar. Debido al amplio mantón de seda ligera en que se había envuelto para prevenir la humedad del amanecer, François no la había reconocido. Y ahora estaban frente a frente, paralizados por la sorpresa y mirándose sin atreverse a decir palabra, a esbozar un gesto. Sólo vivían sus corazones desbocados, sus ojos, que se penetraban con más ardor tal vez del que habrían puesto en un beso, iluminados por una alegría de la que ni el uno ni la otra eran dueños, pero que muy pronto asustó a Sylvie. Por fin reaccionó y quiso huir, pero él la retuvo por un pliegue del mantón.
— En recuerdo de otros tiempos, Sylvie, concededme al menos este instante, puesto que Dios nos permite vivirlo lejos de las miradas indiscretas de la corte.
— ¿Dios? ¿No es un nombre demasiado grande, y también demasiado cómodo, para una simple casualidad?
— ¡Que lamentáis, por supuesto!
— Acabo de faltar al juramento que había hecho a vuestra víctima, de no volver a veros en mi vida. ¿No es bastante?
— No, porque sois injusta. Cuando dos hombres se enfrentan espada en mano, las armas son iguales. Es un cuerpo a cuerpo, sangre por sangre, vida por vida, y cuando uno de los dos cae, ni es una víctima ni el otro es un verdugo.
— ¡Pero le disteis muerte!
— Pero no quería hacerlo, y ésa era la diferencia entre los dos: él se batía para matar, yo no.
— ¿Estáis seguro?
— En conciencia, sí. Los dos éramos de fuerza similar en el manejo de la espada, y yo no quería morir. Quizá me defendí un poco demasiado bien. Desde hace mucho tiempo he llegado a la conclusión de que más me habría valido morir. Por mí, y sobre todo por vos… Mi sombra habría sido más feliz: habría vivido mucho más cerca de vos durante estos interminables años en que habéis vivido casi recluida en vuestras tierras, y que tanto me han hecho sufrir.
— Nadie lo diría -dijo ella con un asomo de amargura que no pasó inadvertida a François.
— ¡Vamos, no me diréis que no he cambiado!
Era innegable, pero si bien ahora era diferente, resultaba si cabe más seductor. Su cabello, antes tan largo y rubio, se había oscurecido algo y empezaba a platearse en las sienes. Cortado a la altura de los hombros y estirado hacia atrás, dejaba libre el rostro enérgico cuyos rasgos se habían afilado, acentuando el parecido con su padre César de Vendôme. Había desaparecido el joven dios nórdico de otro tiempo, pero era incontestable que la madurez sentaba bien a François de Beaufort: su silueta, sin haber engrosado lo más mínimo, resultaba más poderosa bajo el justillo de ante color gris hierro que llevaba con botas de montar.
— En efecto -admitió Sylvie-, habéis cambiado…
Pero él no la dejó continuar.
— En apariencia solamente, Sylvie. Mi corazón sigue siendo el mismo… ¡siempre enteramente vuestro!
— ¡Si volvéis a hablar de ese tema, me marcho! -le advirtió ella con severidad, e hizo ademán de retirarse; él la detuvo con un gesto de la mano.
— Después de tantos años de penitencia creía haber adquirido el derecho de deciros lo que ha sido de mí.
— Lo que hubo entre nosotros no os concede ningún derecho. Además, no os creo. Por alejada que haya estado de la corte, algunos de sus rumores han llegado hasta mí. Se os ha relacionado con una señorita de Guerchy, y ahora se baraja el nombre de Madame d'Olonne…
Por la leve sonrisa que asomó a aquellos labios duros, ella comprendió que acababa de cometer una falta al dar a entender que seguía interesándose por él, y se llamó tonta a sí misma. Esta vez tenía que marcharse si no quería continuar el diálogo en un tono diferente. Giró sobre los talones con una rapidez que hizo revolear su mantón, y se dio de bruces con Nicolas Fouquet que llegaba al frente de un grupo de músicos, diciendo:
— ¿Dónde estáis, monseñor? ¿Estará todo dispuesto para el placer de Sus Majestades cuando salgan de la misa…? ¡Caramba, la señora duquesa de Fontsomme! Al parecer es el día de las sorpresas, pero la mía al encontraros es la más feliz. Habéis madrugado mucho.
— Siempre he amado este parque, y venía a reavivar mis recuerdos cuando me he encontrado…
— Con los preparativos de la fiesta que el señor duque de Beaufort quiere dar al rey, y para la cual se ha tomado mucho trabajo.
— ¡No lo habría conseguido sin vos, mi querido Fouquet! Sois en verdad un gran mago…
— ¡Es inútil que me cantéis sus alabanzas! -le interrumpió Sylvie al tiempo que tendía su mano al superintendente de las Finanzas-. El señor Fouquet es desde hace mucho tiempo uno de mis amigos más fieles. Pero ignoraba que os conocíais -añadió en tono más seco.
— Espero que no le guardéis rencor por ello. Ha sido la pasión por el mar lo que ha hecho que nos conociéramos. No ignoráis que poseo el derecho a la sucesión al cargo de almirante que desempeña mi padre. Fouquet es el nuevo propietario de Belle-Isle, y los dos tenemos grandes proyectos para fortificar mejor las costas bretonas y construir un puerto de aguas profundas capaz de acoger navíos de guerra entre Brest y Dunkerque. Pensamos también en mi principado de Martigues, donde podría construirse un gran puerto comercial en el Mediterráneo…
— ¡Piedad, monseñor! -sonrió Fouquet-. No abruméis a Madame de Fontsomme con nuestros proyectos. A lo mejor nos toma por locos… ¡Oh, Dios mío! Ahí llega Monsieur Colbert con su cara de pocos amigos y su aire de andar siempre husmeando. Me sigue la pista en cuanto pongo el pie en la corte.
— La miel atrae las moscas, y además, amigo mío, vuestra pista es tan brillante que resulta fácil de seguir. En lo que a mí respecta, no me gusta ese envidioso, y os dejo con él. Yo acompaño a Madame de Fontsomme hasta el Grand Degré…
Sylvie habría querido negarse, pero temió parecer descortés a los ojos de Fouquet. Así pues, caminó un instante en silencio junto a François, y luego preguntó:
— ¿Por qué perdéis el tiempo acompañándome? Vais a llegar con retraso.
— Es con vos con quien voy retrasado, ¡en diez años! Sylvie… concededme volver a veros… de vez en cuando, al menos. Estos años han sido tan penosos…
Ella mantuvo los ojos fijos en la punta de sus zapatos, que aparecían y desaparecían a medida que caminaba, y se guardó de volver la cabeza hacia él. Por el tono de su voz, adivinaba que debía de tener la expresión apasionada a la que no había podido resistirse antaño.
— A mí no me han parecido tan largos.
— ¡Dios, qué cruel sois! Pero no os creo. Ese loco de Bussy-Rabutin afirma que la ausencia es al amor lo que el viento al fuego… que extingue el pequeño y da más fuerza al grande. El mío es más fuerte que nunca, Sylvie. ¿Y el vuestro?
— ¡Dejémoslo aquí, os lo ruego! Es una pregunta que no os consiento que me hagáis, porque yo hace mucho tiempo que he dejado de planteármela. Dicho eso, la vida de la corte nos obligará a encontrarnos. Tendréis que contentaros con eso.
— Me gustaría mucho ver a vuestros hijos. La pequeña Marie era encantadora… y -añadió en un tono más grave- me haría feliz conocer a vuestro hijo.
— ¿Por qué? -preguntó ella, con la garganta súbitamente seca.
— Es… natural, me parece…
Ella le miró espantada, pero él acababa de detenerse cerca de un pórtico de rosas y jazmines, y olía una flor con aire de inocencia. ¿Qué sabía exactamente del nacimiento de Philippe? ¿Conocía la fecha exacta y había deducido la verdad? Sin embargo, la guerra pasaba en aquella época por sus momentos álgidos, y él estaba cargado de responsabilidades…
— ¿Qué os parece tan natural? -preguntó ella, decidida a colocarlo a la defensiva.
Él sonrió, cortó una rosa que le ofreció, y tomó su otra mano para apartarla de los jardineros que trabajaban; entonces, después de posar en sus dedos un beso muy ligero, murmuró:
— ¿No me dejaréis a nadie a quien pueda amar?
Sin añadir nada más, dejó caer la mano y se dirigió al improvisado teatro al aire libre, en el que poco después se iba a representar uno de esos ballets que tanto gustaban al rey. Pensativa, Sylvie subió a los aposentos de la reina.
La fiesta de Monsieur de Beaufort fue un éxito y el rey se divirtió. Sylvie bastante menos, porque desde el instante en que apareció formando parte del séquito de la reina, el mariscal de Gramont, que la perseguía con sus asiduidades desde Saint-Jean-de-Luz a pesar de la presencia de su esposa, la siguió a todas partes con una constancia que la joven consideró irritante.
El momento culminante de la jornada llegó cuando Beaufort, magníficamente vestido de tafetán negro con bordados de plata -Sylvie descubriría más adelante que, como ella misma, él únicamente llevaba los colores del luto-, vino a hincar la rodilla delante de la joven reina, a la que ofreció el negrito más precioso que pueda imaginarse. Debía de tener diez o doce años, y para realzar aún más su belleza lo habían vestido de raso dorado y tocado con un turbante a juego sobre el que ondeaban unas plumas blancas. Muy tranquilo, saludó primero con divertida gravedad cruzando las manos sobre el pecho e inclinándose, y luego, contento por los murmullos admirativos de los cortesanos, dedicó a la reina una radiante sonrisa.
— Viene del reino del Sudán, señora -explicó Beaufort en español-, expresamente para serviros. Es diestro en toda clase de juegos, toca la flauta y sabe bailar. Se llama Nabo… Es cristiano.
María Teresa, ruborosa de alegría, rió y aplaudió con las manos en un gesto familiar en ella, en tanto que su enana, que la seguía a todas partes como un perrito, tomó al niño de la mano y lo llevó a un cenador donde se había preparado un pequeño almuerzo con pasteles y golosinas, para compartirlo con él. Eran más o menos del mismo tamaño, pero el contraste entre los dos — ¡ella tan fea, a pesar de sus magníficos ropajes, y él tan hermoso!- era tan llamativo que provocó algunos chistes atrevidos sobre lo que podía salir más tarde de una pareja así. Una mirada severa del rey acalló las bromas, mientras María Teresa recomendaba:
— Puedes jugar con él, Chica, ¡pero no lo rompas!
En aquel rostro zafio, cuyos rasgos parecían no haber conseguido ponerse de acuerdo para componer una fisonomía, apareció de súbito una sonrisa sorprendente y luminosa.
— ¡Oh, no, es demasiado bonito! ¡Chica tendrá mucho cuidado!
Durante la cena fastuosa, en la que Beaufort se empeñó en servir en persona a su joven soberano, Mademoiselle, que por una vez no tenía apetito, se acercó a Sylvie, sentada aparte en un banco de piedra próximo a un grupo de rosales, y se instaló a su lado. Durante el largo viaje de regreso, las dos mujeres habían entablado amistad.
— ¿Qué hacéis aquí sólita? No me digáis que vuestro enamorado ya os abandona. ¿O es que le habéis despedido?
— ¿Mi enamorado? Oh… Monsieur de Gramont. Acaba de marcharse a París, donde le reclama no sé qué asunto. -Habló con un tono de indiferencia tan completa que la princesa se echó a reír.
— Vamos, veo con alegría que no os ha conmovido, y no podéis imaginar hasta qué punto me alegra.
— ¿Porqué?
— Porque tengo miedo de que enviude un día y pida vuestra mano.
— ¿Por qué habría de enviudar? ¿Es que la duquesa está enferma?
— Su salud no es muy boyante. Por otra parte, estar casada con un Gramont no es precisamente agradable, y la pobre François e de Chivré detesta el castillo de Bidache, donde él la tiene encerrada por lo general, y pasa tanto tiempo como puede con su hija, la princesa de Mónaco. ¡Allí debe de sentirse más segura!
— ¿Segura? ¿Es que no lo está al lado de su esposo?
— Oh, él no es un mal hombre, a pesar de su carácter irritable y sobre todo interesado; pero el peor es su hermano, el caballero, que es un verdadero demonio, y al que por desgracia el mariscal hace demasiado caso. Si aquél considera un día que una nueva alianza con una mujer rica y bien vista en la corte puede ser útil para la familia, la duquesa podría pasar en Bidache una última temporada… un tanto malsana.
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