— ¿Y por qué no recomendarles también que os recordaran cada noche en sus oraciones? -respondió-. Si hubierais venido a Saint-Jean-de-Luz como era vuestro deber, yo no me habría visto obligada a reemplazaros…

— ¡Sabiendo como sabíais que estaba enferma, habríais debido venir a pedirme permiso antes de marchar!

— ¿Pediros permiso cuando recibí del rey en persona la orden de presentarme allí? ¡Estáis soñando, madame!

— Entre personas bien educadas es así como se hacen las cosas, o como deberían hacerse.

— Id a contarlo a Sus Majestades.

— No dejaré de hacerlo, podéis estar segura. La etiqueta…

— … No tiene nada que ver con vuestros humores -interrumpió Suzanne de Navailles, impaciente-. En todo caso, pensadlo dos veces antes de ir a importunar a Sus Majestades. La reina quiere mucho a Madame de Fontsomme, con la que puede hablar en su lengua natal. Cosa que no ocurre con vos. Y el rey, al que ella enseñó a tocar la guitarra, siente por ella más que respeto.


Cuando llegó María Teresa, abrumada de cansancio después de aquella larga jornada de ceremonias bajo un sol de justicia, sus mujeres se apresuraron a rodearla para librarla de los pesados ropajes del desfile; pero cuando Molina quiso deshacer su peinado, Madame de Béthune se interpuso:

— Corresponde a la dama de compañía cumplir esa función.

Y empujó a Molina para apoderarse de la reina, a la que habían envuelto en una bata de fina batista. Pero no es peluquera quien quiere, y a los pocos instantes fue evidente que, al quitar las sartas de perlas o las piedras aisladas, tironeaba los cabellos de su paciente, que sin embargo no decía nada y sufría el suplicio con una mansedumbre ejemplar. Pero Madame de Navailles no soportó aquello mucho tiempo:

— ¡Vaya por Dios, madame, qué torpe sois! Dejad esa tarea a quien puede hacerla.

— ¡La reina no se queja, que yo sepa!

— No -cortó una voz autoritaria-, porque es la bondad misma y debe considerar esto como una penitencia que ofrecer al Señor. ¡Retiraos, Madame de Béthune, y dejad hacer a Molina!

Seguida por la indispensable Motteville, la reina acababa de hacer su entrada en los aposentos de su nuera, imponente y majestuosa como de costumbre; y todas las damas doblaron la rodilla. Les sonrió, pero no había acabado con Madame de Béthune, a la que no le disgustaba poder reñir: ¿no era acaso la hija de aquel Séguier que, en una época de prueba, había tenido la audacia de ponerle la mano encima para apoderarse de una carta? [13] Una ofensa que la orgullosa española no le había perdonado. Y Madame de Béthune se parecía mucho a su padre.

— ¡Por lo visto, estáis dispuesta a cumplir vuestro oficio sólo cuando os parezca bien! No os hemos visto durante semanas, y aparecéis de repente, en el momento en que menos se os espera, para romper la armonía del servicio de la reina. ¿No llamaríais a eso frescura?

Temblorosa de cólera pero sumisa, la duquesa se excusó alegando su mala salud y unos dolores que no le habían permitido estar junto a las demás damas para ser presentada en el momento de la boda. Estaba desolada al saber que la habían echado tanto de menos…

— ¿Echado de menos? Nadie os ha echado de menos. Sabéis muy bien que debéis vuestro cargo a la insistencia del señor cardenal, que deseaba contentar al señor canciller… Ahora el asunto está zanjado. Señoras -añadió elevando la voz-, tengo que daros una gran noticia: Su Majestad la reina viuda de Inglaterra, mi hermana, nos ha hecho el honor de conceder a mi hijo Felipe la mano de su hija Enriqueta. Las dos van a regresar muy pronto a Londres con el fin de obtener el consentimiento del rey Carlos II, que se da por descontado. Durante ese tiempo nos cuidaremos de la composición de la casa de la futura duquesa de Orleans… ¡Vamos, calma! -concluyó entre risas-. ¡La noticia no es tan noticia, y todas lo sospechabais ya!

En efecto, aquel rumor había circulado por los salones desde el regreso de la corte. Mazarino apadrinaba el proyecto con un entusiasmo comprensible: aquel matrimonio representaría para él una excelente ocasión para hacer las paces con el joven Carlos II, al que con tanta frecuencia había negado el subsidio para no comprometer su alianza con Cromwell, y cuyo repentino ascenso al trono le había planteado algunos problemas.

Ana de Austria dejó que se apagasen los murmullos, y luego se acercó a Sylvie al tiempo que miraba de reojo a la dama de compañía:

— ¿Qué edad tiene vuestra hija Marie, Madame de Fontsomme?

— Catorce años, Vuestra Majestad.

— Por tanto, tendrá quince el año que viene, cuando se celebren las bodas. La edad que teníais vos misma, querida Sylvie, cuando vinisteis a servirme… ¡con tanta devoción! De modo que me parece muy indicado que ocupe un lugar entre las doncellas de honor de la nueva Madame. La última vez que la vi, prometía ser bonita, y Monsieur está muy empeñado en que su corte se componga únicamente de personas jóvenes y hermosas.

Aquel nombramiento delante de todas las demás era un favor extremo y, al inclinarse en una reverencia para agradecerlo, Sylvie lo recibió como tal. Pero no por ello sintió alegría. Más bien temor: ignoraba con qué elementos se formaría aquella nueva corte, brillante sin duda a juzgar por los gustos suntuarios y refinados del joven Monsieur, pero tal vez aún menos provista de sensatez que la que se alojaba en el Louvre cuando ella misma entró a formar parte. Marie no era ni débil ni miedosa. Tenía un carácter fuerte y soñaba con brillar en el mundo. Sin duda estaría encantada, pero su madre sabía que su propia tranquilidad se había terminado. Más aún porque aquel día de gloria acababa de crearle una enemiga. No había equívoco posible respecto de la mirada venenosa que le dedicaba en ese momento la dama de compañía titular.

Aquella noche le costó mucho dormirse, a pesar de las palabras apaciguadoras que le prodigó Perceval al verla volver a casa visiblemente nerviosa.

— No te atormentes por un suceso que tendrá lugar al cabo de un año. Cada día tiene su afán…

— ¡Precisamente! Además de Marie, está ese personaje, Monsieur de Saint-Rémy, que no sé qué quiere de mí.

— ¡Lo que quiere de «nosotros»! Sabes muy bien que yo estaré contigo. Mientras tanto, intenta descansar. Yo salgo.

— ¿Adonde vais?

— A Saint-Mandé, a invitarme a cenar en casa de nuestro amigo Fouquet. Sabes que tiene intereses en las Islas. Quizá pueda decirme algo sobre ese personaje.

Siguiendo su costumbre, Perceval desdeñó tomar el coche y marchó a caballo -decía que a caballo se pasaba por todas partes y con mayor rapidez-, pero volvió antes de lo que esperaba: el encantador castillo de Saint-Mandé, en el que Fouquet trabajaba y reunía a su grupito de artistas, escritores y sin embargo amigos fieles, estaba prácticamente vacío aquella tarde. Perceval únicamente encontró allí al poeta Jean de La Fontaine, pensativo a la sombra de su cedro favorito mientras paladeaba el vino de Joigny que Vatel, el cocinero jefe del superintendente, encargaba para él. Siempre amable, ofreció una copa al visitante pero fue incapaz de informarle sobre el paradero de Fouquet. Lo único seguro era que aquella noche cenarían sin él. El caballero de Raguenel se excusó, y se disponía a partir después de rogar a La Fontaine que anunciara su presencia para el día siguiente, cuando apareció el abate Basile. Era casi lo mismo preguntarle a él que al dueño porque Basile, la oveja negra de la familia, era no sólo el hermano menor, sino además el hombre de confianza de Fouquet.

Era una persona curiosa, aquel abate comendatario de Saint-Martin de Tours que nunca había recibido las órdenes, cosa preferible desde el punto de vista de la Iglesia. Intrigante, epicúreo, belicoso como la espada que apenas nunca le abandonaba y casi tan inteligente como su hermano mayor, era astuto como un zorro y aficionado a enredar. Se había desplegado como una flor al sol durante los tumultos de la Fronda, en los que al menos dio prueba de coherencia al servir con fidelidad a Mazarino -y a su hermano, por supuesto- a lo largo de once años. Era además un alegre vividor y un chismoso, y escuchó lo que Perceval tenía que decirle con la atención que merecía un hombre que pertenecía a una familia rica y bien vista en la corte.

— ¿Saint-Rémy, decís? Debería de ser fácil localizarle. Los franceses no son demasiado numerosos en las islas de América. Es posible que ese hombre venga de allí: sé que hace pocos días arribó un navío al puerto de Nantes; falta saber si él estaba a bordo, y no dejaré de informarme.

Y cuando Perceval, algo más animado, le dio las gracias, respondió:

— Una sonrisa de la señora duquesa de Fontsomme será mi mejor recompensa. ¡Hace años que estoy a sus pies, pero ella no parece haberse dado cuenta! Verdad es que, como estoy detrás de Nicolas, nadie me ve.

— A propósito, ¿sabéis dónde está?

— En Charenton, en casa de Madame du Plessis-Belliére. Ha ido a refugiarse allí en busca de un poco de aire fresco. Ha salido sofocado de rabia de la casa del señor cardenal, que, a pesar de su mala salud, no para de presionarle para conseguir los intereses de las sumas que le fueron confiscadas durante la Fronda.

— ¿Un hombre en su estado no debería pensar más en la salvación de su alma que en aumentar su fortuna?

— Un hombre normal como vos y como yo, sin duda, pero el señor cardenal está más encariñado con su bolsa que nunca. Hay que verle vagando por las salas de su palacio o de sus aposentos del Louvre, en zapatillas, apoyado en un bastón y con lágrimas en los ojos. Cuando no maltrata a mi hermano, no para de decir adiós a todas las obras de arte que ha reunido y que se verá obligado a abandonar, ay, en un día ya cercano. ¡Y llora! ¡Es para morirse… de risa!

— No creo que el señor superintendente haya de sofocarse por ello. Conoce desde hace mucho tiempo la codicia del cardenal, y no es una novedad para él.

— Ciertamente, pero la novedad es que, apenas en presencia de Su Eminencia, ve a Monsieur Colbert salir de algún agujero con un memorial en la mano… Sería hora, creo yo, de que el Señor se apresurara a llevarse con él al cardenal: ese Colbert lo invade todo…

— ¿Tenéis la esperanza de que las cosas mejorarán cuando nuestro joven rey tome las cosas en su mano?

— Claro que sí. Es joven, precisamente, y adora a su madre, que es muy amiga de mi hermano. ¡Y éste sabe ser tan seductor…! Será primer ministro.

Perceval admiró la rotunda confianza del abate Basile sin compartirla. Sentía por Nicolas Fouquet estima y afecto, pero temía que sus brillantes cualidades no fueran otros tantos defectos a los ojos del siniestro Colbert, y que, si chocaban en el futuro, le ocurriera como al jarrón de porcelana que se estrella contra uno de hierro. De momento, sin embargo, estaba contento por haber encontrado a Basile: el abate era el hombre que necesitaba para conseguir una información que habría sobrecargado inútilmente las tareas del superintendente.


Al día siguiente a la hora prevista, Monsieur de Saint-Rémy se presentó en el hôtel de Fontsomme. Mientras seguía a través de los salones al lacayo de librea con los colores verde, negro y plata, sus ojos iban de izquierda a derecha como si intentara evaluar las riquezas de aquella casa noble y rica, con una expresión que no habría gustado a sus habitantes de haber podido sorprenderla. Fueron así hasta la biblioteca, donde el difunto mariscal había acumulado cierto número de rarezas literarias que hacían las delicias de Perceval. Este estaba, sin embargo, examinando un documento sacado del archivo familiar en el momento en que el visitante fue introducido en la estancia. Desde el umbral, éste saludó con una reverencia mundana, y aceptó el asiento que Sylvie le ofreció después de presentarle a su padrino.

En un segundo examen, Saint-Rémy no le gustó mucho más que la primera vez, a pesar de cierta gracia, de cierto magnetismo que no se le escaparon. No por ello fue menos cortés.

— Pues bien, señor, ¿qué cosa tan importante teníais que decirme para haberme seguido hasta las puertas del Louvre?

El gentilhombre de las Islas parecía un tanto embarazado. Se tomó su tiempo para responder. Finalmente esbozó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes bien formados, y se decidió:

— Se trata de una vieja historia, señora duquesa, que tal vez juzgaréis banal, pero que para mí tiene una importancia extrema porque de vos depende que tenga un final feliz o no, en función del humor con que la recibáis. Dicho en pocas palabras, tengo el honor de ser vuestro cuñado.

La sorpresa fue mayúscula. Por instinto, Sylvie volvió la mirada a Raguenel, cuyo gesto de desenrollar un pergamino se detuvo un breve instante; pero la mirada que volvió a posar ella sobre su visitante era serena.