Todavía se estremecía de horror al recordar los meses que siguieron a la muerte de Jean. Primero se sintió abrumada por la pena y por un terrible sentimiento de culpabilidad. Luego llegó la vergüenza, al descubrir que estaba encinta. En ese momento había creído volverse loca. Sin la atenta vigilancia de su padrino, que no se separó de ella desde el momento en que supo el drama de Conflans, tal vez habría atentado contra su vida o contra la de un hijo que no quería. Pero con la ayuda de la maríscala de Schomberg, a la que pidió auxilio, Perceval de Raguenel consiguió que la joven superara la crisis y atendiera a razones. Entre los dos la sostuvieron, pero fue la ex Marie de Hautefort quien encontró las palabras más convincentes, por ser las más brutales:
— Si no queréis ese hijo dádmelo a mí, que nunca los tendré. ¡Pero no lo matéis! ¡No tenéis derecho a hacerlo!
— ¿Pero sí tendré el de criar bajo un nombre ilustre, al que no tiene ningún derecho, al hijo de mi amante?
— ¿Vuestro amante? ¿Por unos minutos de abandono, y cuando habéis amado a ese hombre desde vuestra infancia? La palabra me parece excesiva. Mirad las cosas desde otro punto de vista. Supongamos que ese infortunado duelo (¡otro nombre impropio, puesto que vuestra casa estaba siendo atacada!), que ese infortunado duelo nunca tuvo lugar. De todos modos estaríais embarazada. ¿Y qué diríais al esposo al que no habíais visto desde hacía varios meses?
— ¿Creéis que no lo he pensado? -dijo Sylvie apartando la vista.
— ¿Habríais confesado, o habríais… colado ese fruto incómodo?
— No. Habría confesado aun a riesgo de perderlo todo, porque creo que ese pequeño bastardo me habría sido infinitamente precioso. ¡Resolved como podáis mis contradicciones!
— ¿Habríais aceptado con gusto el castigo que creéis merecer? ¡Dejad las modas jansenistas para los señores de Port-Royal y pisad de nuevo el suelo! ¿Habéis olvidado las últimas palabras de Jean?
— ¿Olvidarlas? ¡Oh, no! Dijo… que iba a amarme en otro lugar.
— Luego ya había perdonado. Y más lo habrá hecho en el lugar donde está; y creo que su alma sufriría al veros cometer un crimen. Podéis estar segura de que prefiere con mucho que el niño nazca y viva con su nombre.
— ¿Incluso si es varón?
— ¡Con mayor razón! Su nombre continuará, y tal vez crecerá incluso con el aporte de la sangre de san Luis. ¡No seáis más remilgada que la reina!
Muy conmovida tenía que estar Marie para recordar de ese modo el temible secreto que compartía con Sylvie desde hacía tantos años. Por lo demás, no se extendieron sobre el tema. Sylvie reflexionaba.
— Entonces -se impacientó Marie-, ¿vais a darme ese hijo?
— ¿Lo decís en serio?
— Totalmente. No es un tema con el que me guste bromear. Yo me encargaré de convencer a mi esposo…
— ¡En ese caso, perdonadme! -concluyó Sylvie, corrió a abrazar a su amiga-. Creo que me lo quedaré.
— Y haréis bien.
Perceval dio su calurosa aprobación. Después de todo, muy pocas personas podían poner en duda la paternidad de Fontsomme. Aparte de Marie y de él mismo, a quienes lo había confesado Sylvie; de Pierre de Ganseville, el escudero de François, y de los ancianos esposos Martin, guardas de la finca de Conflans y enteramente fieles, únicamente el príncipe de Condé y su lengua viperina habrían podido resultar inquietantes, pero Monsieur le Prince había partido para Chantilly cuando Corentin Bellec se presentó en el campamento de Saint-Maur en busca de Fontsomme para que acudiera en auxilio de su mansión y de su mujer en peligro. En cuanto a quienes fueron testigos del duelo, se trataba en su mayor parte de mercenarios croatas que desconocían la lengua francesa. Aquello hizo confiar a Perceval por unos momentos en la posibilidad de hacer creer que Jean de Fontsomme había luchado con un saqueador desconocido al que había visto salir de su casa; pero también se encontraban allí dos o tres oficiales que conocían bien a Beaufort, y que por lo demás no habían visto nada fuera de lo común en el hecho de que dos gentileshombres que luchaban en bandos enfrentados cruzaran sus espadas. Fue preciso, por consiguiente, reconocer la responsabilidad del Rey de Les Halles, pero nadie había podido imaginar el motivo real del duelo. Nueve meses más tarde, la joven viuda daba a luz un hijo varón al que amó con todo su corazón desde el momento mismo en que lo colocaron entre sus brazos. Y por más que hubiera decidido vivir su luto alejada de la corte -lo que era muy comprensible por tratarse de un matrimonio tan unido-, el rey hizo saber que él mismo iba a ser el padrino, y que su madre, la reina Ana de Austria, sería la madrina. Ese día, además del nombre real obligado por el protocolo, el bebé recibió el de Philippe, que había sido el de su abuelo el mariscal de Fontsomme. Sylvie no se atrevió a bautizarlo con el nombre de Jean, y dio como explicación que su esposo lo habría preferido así.
El bautizo tuvo lugar en el Palais-Royal, y fue la última manifestación de la corte en que tomó parte Sylvie.
Decidida a vivir apartada en adelante para dedicarse a sus hijos y a los vasallos del ducado, cerró su hôtel de la Rue Quincampoix y repartió su tiempo entre el castillo próximo a las fuentes del Somme y la finca de Conflans. Allí vivió las últimas convulsiones delirantes de una Fronda enloquecida: el enemigo de ayer se convertía en el amigo de mañana, y los príncipes se mataban entre ellos y arrastraban en su estela a una u otra fracción de un pueblo desorientado y cada vez más incapaz de reconocerse en alguno de los bandos en lucha.
El único gran acontecimiento en que apareció fue la coronación del joven rey. Aquel día -7 de junio de 1654-, viajó a Reims a fin de prestar, en la catedral iluminada, homenaje solemne en nombre de un pequeño duque de Fontsomme de apenas cinco años… El recibimiento de Luis XIV la conmovió profundamente:
— ¿No es un poco cruel, señora duquesa, huir de ese modo de quienes os aman?
— Únicamente huyo del ruido, Sire. Y ahora que los disturbios han terminado, el ruido y la alegría han de acompañar el alba de un gran reinado, en una corte llena de juventud…
— ¿A quién queréis hacer creer que sois vieja? No a vuestro espejo, supongo. ¿De modo que tendré que renunciar a teneros a mi lado?
— ¡No, Sire! El día en que Vuestra Majestad me necesite, siempre estaré dispuesta a responder a su llamada. Pero pienso -añadió al tiempo que se inclinaba en una profunda reverencia de corte- que ese día aún no ha llegado…
— Puede que tengáis razón, porque todavía no soy de verdad el dueño de la situación. Pero llegará, podéis estar segura…
«Se diría que ha llegado», pensó ella, al recoger la orden real que Philippe había dejado caer al suelo.
Lo cierto es que no estaba segura de sus sentimientos. Es verdad que se sentía halagada, y también contenta de la fidelidad que mostraba un joven príncipe rodeado de aduladores a los afectos de su infancia; pero junto a todo eso se insinuaba un temor: el de encontrarse de nuevo frente a François de Beaufort, causa inicial de su búsqueda apasionada de la soledad…
¿No le había gritado que nunca volvería a verle en la vida, cuando se dejó caer sobre el cuerpo malherido de su esposo? Ese temor no lo sintió en el momento de la coronación; Beaufort expiaba sus locuras de la Fronda con el exilio en sus posesiones de Vendôme, y no había peligro de que ella se tropezara con él. Muy otra cosa sería la boda, porque el rebelde se había sometido y el rey había vuelto a concederle su favor, aunque con bastantes reticencias. ¿Iría a Saint-Jean-de-Luz, como lo autorizaba su rango de príncipe de sangre, aunque fuera en línea bastarda? ¿Se atrevería a afrontar el desdoro de ver fruncirse un entrecejo real? Era imposible responder esa pregunta. ¿Quién podía decir si, en el tiempo transcurrido, el atractivo de aquel demonio de hombre no habría conseguido que se desvanecieran los viejos prejuicios en su contra?
En cualquier caso, nada podía cambiar el hecho de que temía el instante en que sus ojos volvieran a verle. No era fácil moverse en la corte con los ojos cerrados. Más pronto o más tarde, los amantes de una hora volverían a encontrarse frente a frente, pero, gracias a Dios, Sylvie tenía tiempo para prepararse y conseguir no recaer bajo el poder del antiguo amor, cuyas brasas sabía muy bien que tan sólo se hallaban adormecidas bajo la ceniza del luto.
Atravesaba con lentitud el mayor de los salones cuando se escuchó una voz inquieta:
— No serán malas noticias, espero. Nos teníais inquietos.
Delgado, atractivo, elegante en sus ropas de terciopelo negro con las que contrastaban el gran cuello y las mangas de punto de Venecia, Nicolas Fouquet aparecía inscrito como un retrato de Van Dyck entre los filetes de oro del marco de la puerta. Con las manos tendidas, se adelantó rápidamente hacia su amiga, que le ofreció las suyas:
— ¡Tranquilizaos! Se trata más bien de una buena noticia, aunque contraria a mis proyectos: el rey quiere que forme parte del séquito de damas de la infanta, cuando sea nuestra reina. Debo reunirme con la corte en Saint-Jean-de-Luz…
El superintendente de las Finanzas llevó a sus labios las manos que tenía entre las suyas, con una exclamación de alegría:
— Es una magnífica noticia, mi querida Sylvie. ¡Por fin volvéis al lugar que os corresponde! ¡Ya basta de tener encerrada tanta gracia en el campo! Así os veré más a menudo…
— … Sin veros obligado, vos, siempre tan ocupado, a perder vuestro precioso tiempo por las carreteras. ¡Si supieseis cuánto aprecio esa prueba de amistad!
— En cambio, yo os veré menos -dijo Marie de Schomberg, acurrucada delante de la gran chimenea de mármol turquí. [1]
— ¿Por qué? Os quiero demasiado para sacrificar el placer de estar a vuestro lado por no sé qué vida de corte; por otra parte, depende únicamente de vos…
— ¡No sigáis, querida! Sabéis muy bien que, fuera de Nanteuil o de vuestra casa, el único lugar que soporto en París es mi querido convento de La Madeleine. Ya no siento ningún cariño por la reina Ana, apenas conozco al joven rey y siempre he aborrecido a Mazarino…
— Está muy enfermo y no durará mucho tiempo, por lo que dicen -observó Perceval de Raguenel, que jugueteaba distraído con una pieza del ajedrez que Fouquet había dejado abandonado.
— Eso no cambia en nada el horror que me inspira… sobre todo si realmente es el esposo de aquella a la que me consagré. En cuanto a la reina que va a venir, no podré quererla. Mi esposo se llevó la mayor parte de mi corazón, y sólo me queda de él lo justo para dedicarlo a mis pocos amigos. Además, la boda real está prevista para el seis o el siete de junio. Ese día hará exactamente cuatro años que Charles murió en mis brazos…
La voz se quebró. Conmovida hasta el punto de llorar, Sylvie se trató mentalmente de tonta, pero no cometió el error de precipitarse hacia Marie para abrazarla u ofrecerle unas palabras de consuelo que no servirían de nada: a Marie no le gustaba que nadie se interpusiera entre ella y su dolor. Únicamente Sylvie, tal vez, había podido medir lo profundo de la herida que desgarraba a la maríscala de Schomberg desde que su esposo apasionadamente amado, uno de los grandes militares del reinado de Luis XIII, había fallecido a los cincuenta y dos años, de resultas de numerosas heridas. Casi fuera de sí por la desesperación -si hubiera sido hindú se habría arrojado con gusto a las llamas de la pira fúnebre-, su viuda, una vez depositado el cuerpo en la iglesia de Nanteuil-le-Haudouin, fue a encerrarse en el convento de La Madeleine, cerca del pueblo de Charonne, y no salió de allí hasta pasados unos meses, para ir a su magnífico castillo, construido sobre unas ruinas de época feudal por Henri de Lenoncourt, y en el que Francisco I solía detenerse cuando se dirigía a Villers-Cotterêts. Allí quiso convertirse en la guardiana del esplendor y la gloria de los Schomberg; allí revivió las horas más bellas de una felicidad sin más nubes que las suscitadas por la pasión sombría del vencedor de Leucate y Tortosa hacia su radiante esposa. Pero ella vendió sin dudarlo al presidente d'Aligre la mansión parisina en la que Charles había vivido muy poco tiempo.
Muy pronto aquel instante de dolor pasó, dominado por la orgullosa mujer cuya belleza, a sus cerca de cuarenta y cuatro años, seguía radiante bajo los velos de un duelo riguroso que exaltaba por contraste la tez blanca y el cabello rubio. Se levantó para besar a su amiga y felicitarla:
— Me alegra que participéis en la aurora de un reinado. Sois demasiado joven para pertenecer por entero al antiguo.
— ¿Joven? ¡Voy a cumplir treinta y ocho años, Marie!
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