— No soy vanidosa… y tampoco hipócrita. ¡Y sé muy bien que no soy fea!

Sylvie dejó escapar un suspiro. ¿Fea? Su pequeña Marie era sencillamente encantadora, con sus grandes ojos azules y su magnífico cabello rubio del color del lino. Había encontrado la manera de parecerse a la vez a su padre y su madre, y el resultado era a un tiempo intrigante y delicioso. Lo que no dejaba de inquietar a Sylvie, convencida de que su hija atraería a muchos codiciosos desde el momento en que la presentara en la corte. Por eso había fijado a los quince años el debut mundano de Marie. De todas maneras, con su carácter impetuoso y a menudo imprevisible, sería imposible tenerla escondida mucho más tiempo.

Su segunda visita fue al hôtel de Vendôme. Sentía por la duquesa y por Elisabeth de Nemours, su hija, un profundo cariño; de modo que, una vez vencida por fin la Fronda, no había dejado de frecuentar con total tranquilidad de espíritu la gran mansión del faubourg Saint-Honoré. Y eso por la mejor de las razones: estaba segura de no encontrar nunca allí a François.

Después de las locuras de una guerra civil de la que era en parte responsable, el que había sido llamado Rey de Les Halles fue enviado al exilio en los castillos familiares de Anet o de Chenonceau. Un exilio bastante agradable, que vivió a menudo en compañía de Monsieur -Gaston d'Orleans, el peligroso hermano del difunto rey Luis XIII- y sobre todo de su hija, la impetuosa Mademoiselle, que en el último combate de la Fronda había ordenado con tanta audacia disparar los cañones de la Bastilla contra las tropas reales. Los dos se entendían de maravilla. Por otra parte, las excelentes relaciones existentes desde siempre entre Beaufort y su padre, el duque César de Vendôme, y su hermano Louis de Mercoeur, se habían roto el día de 1651 en que Louis, con la bendición de su padre, se había casado con Laura Mancini, la mayor de las sobrinas de Mazarino. El hecho de que fuera un matrimonio por amor no impedía que el rebelde lo considerara una traición y una mésalliance (un casamiento con una persona de linaje inferior).

Más tarde, un drama más oscuro le apartó un poco más de su familia: el 30 de julio de 1652, Beaufort mató en duelo al marido de Elisabeth, Charles-Amédée de Saboya, duque de Nemours. El motivo había sido insignificante y la culpa había recaído enteramente en Nemours, que no había podido soportar que su cuñado fuera nombrado gobernador de París durante los últimos estertores de la Fronda. El joven provocó de todas las maneras posibles a Beaufort, llegó a tratarle de bastardo y cobarde y a exigir que el duelo fuera a muerte y a pistola, mucho más peligrosa que la espada, porque una reciente herida en la mano le dificultaba el manejo del acero. El encuentro tuvo lugar a las siete de la tarde, en el mercado de caballos situado detrás de los jardines, y ocho testigos se alinearon al lado de los dos adversarios. [2] La bala de Nemours únicamente rozó a Beaufort, que en lugar de disparar suplicó a su «hermano» dejar así las cosas; pero éste, loco de rabia, exigió que el duelo continuara a espada. Unos instantes más tarde caía con el pecho atravesado por la misma temible estocada que había matado ya a Jean de Fontsomme.

La desesperación de Elisabeth fue inmensa: adoraba a aquel hombre, a pesar de que la había engañado de manera constante. Casi tan desolado como ella, François se encerró por algún tiempo con los cartujos; pero por la herida de Nemours se escapó una parte del amor que durante tanto tiempo había unido a hermano y hermana. Y el hôtel de Vendôme, en el que se refugió Elisabeth con sus hijas, permaneció cerrado a cal y canto para el involuntario homicida, a pesar del dolor de Françoise de Vendôme -madre de Elisabeth, François y Louis-, que esperaba que el tiempo acabaría por arreglar las cosas.

Pero las cosas no se arreglaron. Françoise se mantuvo voluntariamente apartado, a pesar de la desgracia que afligió a su hermano mayor. En 1657, la encantadora Laura, que había sido el primer motivo de disputa en el seno de la familia, murió en pocos días, dejando dos hijos a un esposo desesperado que se encerró en los Capuchinos con la intención de tomar el hábito. Si Beaufort se sintió compadecido de su hermano en aquellas circunstancias, no lo manifestó. Algún tiempo después, Mercoeur se convirtió en gobernador de Provenza, y allí defendió con energía los intereses del rey al reprimir con energía una revuelta en Marsella.

La familia recuperaba su brillo, debido en buena parte al casamiento con la sobrina de Mazarino que tanto había molestado a François. Así, el duque César había sido promovido al cargo de almirante que tanto deseaba su hijo menor, y si desde entonces apenas se le veía en París, ya no era como en otro tiempo debido al exilio, sino a que estaba en el mar, realizando un excelente trabajo. Ciertamente debía a Beaufort el haber sobrevivido, pero para éste aquello era un magro consuelo.

La duquesa Françoise, siempre fiel a ella misma, velaba de lejos por él, como por todo su pequeño mundo. Junto a ella, en su ternura y en su profunda fe religiosa, había encontrado la serenidad la pobre Elisabeth. Las dos dedicaban gran parte de su tiempo a la caridad, si bien Madame de Nemours no tenía bastante ánimo para acompañar a su madre a los lugares de perdición en los que ésta continuaba, a pesar de su edad, esforzándose en socorrer a las mujeres de mala vida.

Cuando Sylvie llegó al hôtel de Vendôme, la duquesa no estaba. En esta ocasión no se encontraba en un burdel ni en un tugurio. Por una Elisabeth visiblemente muy afligida, la visitante supo que la duquesa había ido a Saint-Lazare a ver a Monsieur Vincent, cuya salud era motivo de graves inquietudes. Medio paralítico, el apóstol de todas las miserias se acercaba a su fin, sin perder por ello la alegre serenidad que le acompañaba en todas las circunstancias.

Las palabras desoladas de Madame de Nemours contrastaban con el estrépito que reinaba en la casa, por la que parecía correr un tropel de gatos enfurecidos.

— No os preocupéis -explicó Elisabeth con una sonrisa de excusa-. Son mis hijas… Desde hace ocho días no paran de pelearse.

Y como Sylvie, sin atreverse a preguntar, no pudo impedir levantar una ceja interrogadora, añadió:

— Las dos se han enamoriscado del sobrino del mariscal de Gramont, el joven Antoine Nompar de Caumont, [3] y confieso que no lo entiendo, porque es bajito y feo, por más que hay que reconocerle una gran inteligencia y un ingenio agudo.

Sylvie pensó que el mal gusto familiar podía ser hereditario, porque la propia Elisabeth había mostrado una acusada inclinación por el abate de Gondi en la época en que todavía no era cardenal de Retz; pero se contentó con observar:

— Sobre gustos no hay nada escrito. En particular en el amor, pero ¿por qué pelearse? ¿Es que ese joven hace de árbitro de los combates?

— Está a cien leguas de sospechar nada, pero esas señoritas han decidido que será de la una o de la otra. Se lo juegan a los dados, y la perdedora tendrá que retirarse a un convento. Pero como la suerte es variable, acaban siempre por pelearse. Resulta fastidioso, sobre todo porque a la mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, se le ha presentado un pretendiente…

— ¿Ya?

— Tiene dieciséis años, y el novio no es de desdeñar, porque se trata de nuestro joven primo Charles-Léopold, el heredero de la Lorena.

— ¿Qué opina vuestra madre?

— Ya la conocéis. Dice que hay que dejarlas tirarse del moño tanto como les apetezca, dado que con ello no se desfiguran y que no habrá problema hasta que el joven Caumont no se presente a pedir la mano de una de las dos, lo que no ocurrirá nunca. Pero a pesar de todo, este asunto me atormenta, y me siento envejecer día a día…

Lo peor es que, en efecto, envejecía. A los cuarenta y seis años, la pobre mujer parecía tener quince más y apenas quedaba recuerdo de la bella muchacha rubia, tan jovial, con tanta alegría de vivir, que había sido para Sylvie una compañera de infancia llena de afecto. Es cierto que desde su boda con Nemours había sufrido mucho, primero debido a la indiferencia casi total de un esposo al que amaba, después por la muerte de sus tres hijos varones, y finalmente por la de su esposo a manos del hermano al que adoraba. Le quedaban aquellas dos hijas, y parecían darse todas las molestias del mundo para aumentar sus penas.

— Tranquilizaos, amiga mía, y pensad un poco en vos misma. Pienso, igual que Madame de Vendôme, que el matrimonio arreglará todos los problemas de vuestras hijas. Tenéis que intentar recobrar vuestra serenidad de otro tiempo.

— Tal vez tengáis razón… ¿Así que volvéis a la corte? ¿Os atrae la idea?

— La atención especial que me dedica el rey me halaga. Por lo demás…

— ¿Habéis pensado que tarde o temprano volveréis a ver a François?

Sylvie no esperaba oír aquel nombre, sobre todo en su forma más familiar. Palideció un poco, pero se esforzó en sonreír.

— Procuraré cerrar los ojos…

— No lo conseguiréis.

Hubo un silencio, y luego Madame de Nemours murmuró:

— Yo le he perdonado, Sylvie. Deberíais hacer lo mismo…

— ¿Lo creéis? Tal vez a vos os resulta más fácil: es vuestro hermano, ¡y le amabais tanto!

La respuesta llegó con tal brutalidad, a pesar de la dulzura de la voz, que Sylvie cerró los ojos:

— ¡Vos le amabais más aún!… Sed honrada con vos misma, amiga mía: incluso cuando os casasteis con Fontsomme, cosa muy natural, seguíais queriéndole, ¿no es así?

Al abrirse de nuevo, los ojos de Sylvie dejaron escapar una lágrima. Nunca habría imaginado a Elisabeth capaz de tanta sagacidad. Como no respondía, ésta continuó:

— Además, tanto en un caso como en el otro, él no quiso matar: sé que mi esposo le forzó a un duelo que intentó evitar. En cuanto al vuestro, los azares funestos de una guerra civil horrible los colocaron frente a frente, con la espada en la mano… Espero que vuestro hijo no intente algún día vengarse del defensor de una causa diferente de la de su padre.

— Nadie en mi casa hará nada para que se le ocurra nunca esa idea. Por lo demás, el nombre de vuestro hermano no se ha pronunciado nunca, y para Philippe su padre murió durante las luchas de la Fronda, y eso es todo.

— ¿Qué edad tiene?

— Diez años.

— ¿Ya? Se acerca a la edad en la que se buscan todas las verdades.

— Lo sé. Tarde o temprano, sabrá de quién era la mano que golpeó a su padre. Pues bien, en ese momento veremos…

Los gritos, que se habían apaciguado por un momento, volvieron a oírse con más fuerza, y también volvió el nerviosismo de Madame de Nemours:

— ¡Tengo que acabar con esto! -exclamó-. Voy a decir que se lleven a esas dos furias a las Capuchinas, hasta mañana. ¡De ese modo tendrán que callarse!

Y empezó a recorrer la amplia sala, yendo y viniendo como un pájaro aturdido, estrujando su pañuelo pero sin tomar ninguna decisión. Sylvie se preguntó si no tendría miedo de sus hijas. De modo que su voz adquirió conscientemente un tono tranquilizador:

— ¿Queréis que les hable yo?

— ¿Lo haríais? -repuso Elisabeth con una luz de esperanza en la mirada.

— ¿Por qué no? Pero antes me gustaría saber dónde se encuentra el joven Caumont. ¿Van a encontrarse próximamente con él?

— Es marqués de Puy… nunca consigo pronunciarlo. Le llaman Péguilin. En cuanto a lo de encontrarse con él, es imposible: está al mando de la primera compañía de gentileshombres Pico-de-Cuervo, [4] que nunca se separa del rey. Les veréis en Saint-Jean-de-Luz.

— Entonces todo esto es ridículo… ¡Voy a hablarles!

— Las encontraréis fácilmente: están en el aposento que ocupábamos nosotras de pequeñas.

Sylvie las encontró aún con menos trabajo porque una tropa de camareras y gobernantas montaba guardia delante de una puerta detrás de la cual se oía una barahúnda casi demoníaca: las dos señoritas parecían ocupadas en romperlo todo allí dentro.

Se apartaron con vagas reverencias y ella abrió con gesto decidido, con lo cual dio paso a una taza lanzada por una mano vigorosa que fue a estrellarse contra la pared del pasillo. El espectáculo era dantesco: en medio de un conjunto de objetos rotos que iban desde un jarrón de mayólica hasta un orinal, de muebles volcados y almohadones despanzurrados, las dos muchachas, tendidas una encima de la otra, trataban de estrangularse recíprocamente. Sofocadas, con el pelo revuelto y las ropas desgarradas, daban miedo. La voz helada de Sylvie cayó sobre ellas como una ducha:

— ¡Bonito espectáculo! ¡Qué lástima que ese querido… Péguilin esté tan lejos! Quizá se sentiría halagado, pero veremos lo que piensa cuando yo se lo cuente.