Al instante las dos estuvieron de pie -era la mayor la que estaba debajo- y corrieron hacia la intrusa con la misma cara de susto, que no contribuía a mejorar su aspecto. La mayor, Marie-Jeanne-Baptiste, a la que llamaban Mademoiselle de Nemours mientras que la otra, Marie-Jeanne-Elisabeth, recibía el nombre de Mademoiselle d'Aumale, esbozó una reverencia y dijo, aún sin aliento:

— ¡Señora duquesa de Fontsomme!… ¿Vais a verle?

— Sin la menor duda: el rey me ha nombrado dama de la nueva reina y marcho a Saint-Jean-de-Luz mañana por la mañana. El relato de vuestras hazañas hará reír a la corte… y al interesado.

Sin escuchar sus protestas, fue a tomar de la sala de aseo vecina dos espejos de mano y se los tendió:

— ¡Miraos! Y explicadme qué suplemento de belleza esperáis conseguir con ese tratamiento.

Lo cierto es que ninguna de los dos era un modelo de estética, aparte del magnífico cabello pelirrojo de la mayor y el rubio de la pequeña, de sus ojos azules y de una tez que en circunstancias normales era luminosa, pero que a la sazón presentaba deterioro. Una sola mirada al espejo les informó mejor que un largo discurso, y al unísono rompieron a llorar y suplicaron a la visitante que no dijera nada… ¡sobre todo que no dijera nada!

— Me callaré por afecto a vuestra madre -dijo Sylvie mientras se inclinaba para recoger los dados, que confiscó-, pero a condición de que me prometáis que no volveréis a empezar. No se consigue el amor de un hombre jugando a los dados, ni siquiera las princesas. Es preferible intentar seducirle.

Sylvie dejó a las dos muchachas ocupadas en reparar los destrozos de su toilette y en sus reflexiones, y fue a reunirse con Elisabeth, que la esperaba con ansiedad.

— ¡Qué silencio! -dijo maravillada-. Se diría que lo habéis conseguido.

— Espero que podréis disfrutar de un poco de paz. Tomad, les he cogido esto -añadió Madame de Fontsomme, entregando los dados a su amiga-. ¡Procurad que no consigan otros!

Madame de Nemours le dio las más efusivas gracias y la acompañó hasta el gran vestíbulo. En el momento de despedirse, la retuvo:

— Sólo un instante, por favor. Supongo que abriréis de nuevo el hôtel de Fontsomme…

— Me lo he preguntado. Lo cierto es que habría que hacerlo, por la comodidad.

— Además, no tenéis que temer una vecindad penosa. Mi hermano ha dejado la Rue Quincampoix y se ha instalado en una pequeña casa próxima a la puerta Richelieu y al Palais-Royal…

— ¡ Ah! En ese caso daré órdenes para que la casa esté dispuesta para recibirme a mi vuelta de los Pirineos. Gracias por haberme prevenido. -Era sin discusión una buena noticia. Por más que prefería Conflans, Sylvie pensaba qué su residencia parisina sería mucho más práctica, sobre todo en invierno, para su servicio junto a la reina. Decidió también hablar la misma tarde con su mayordomo y su jardinero jefe para que la tapia derruida del fondo del jardín fuera reparada y reforzada no sólo con una hilera de árboles sino además con un seto espeso y alto que impidiera las vistas hacia la casa vecina. De ese modo, tal vez podría saborear de nuevo el encanto de aquel recinto sin verse asaltada por recuerdos, ahora inoportunos, de otros tiempos. Y sin duda, en el fondo de sí misma, Sylvie temía menos la imagen de François de rodillas ante ella en su propio jardín, que la sombra ligera y desolada de Madame de Montbazon, a la que encontró cierta noche de verano en el antiguo hôtel de Beaufort, entonces vacío y abandonado.

Como toda persona dotada de una sensibilidad extrema, Sylvie creía en los fantasmas. El de la bella duquesa, amante favorita de Beaufort desde hacía tanto tiempo, asaltaba con frecuencia su memoria desde que supo de su muerte, ocurrida tres años antes, en abril de 1657. ¡Y en qué circunstancias!

En aquella época, Marie de Montbazon, viuda desde hacía pocos meses del duque Hercule, muerto a los ochenta y seis años después de no haber contado apenas nada en su vida, compartía sus favores entre Beaufort, cuyo exilio alegraba en ocasiones, y un joven abate de la corte, Jean-Armand Le Bouthillier de Raneé. Era uno de esos abates de broma que florecían en las grandes familias, menos preocupado de servir a Dios que de cosechar algunos ricos beneficios eclesiásticos. El abate de Raneé, jugador, espadachín, bebedor, mujeriego y por otra parte muy guapo, se había encaprichado de la bella Marie a pesar de la diferencia de edad, y parecía que ella había conseguido fijar su corazón hasta entonces voluble. Era por otra parte una especie de vecino rural tanto de ella como de Beaufort, con quien cazaba en ocasiones, porque su castillo de Veretz no estaba muy lejos de Montbazon ni de Chenonceau.

En marzo de aquel año, Madame de Montbazon regresaba a París para solucionar un asunto intrascendente, cuando, al cruzar un puente, éste, muy antiguo y minado por las crecidas, se derrumbó. La sacaron de entre las ruinas, más muerta que viva. Transportada a París, contrajo un sarampión que muy pronto se reveló gravísimo. Supo entonces que debía pensar en hacer las paces con el Cielo. Hay quien dice incluso que no le dio tiempo y que la muerte la sorprendió en plena desesperación de abandonar la vida.

Mientras tanto el joven Rancé, informado del accidente y la enfermedad, acudió desde Turena para llevarle el consuelo de su amor. Agotado por el largo viaje a caballo, llegó al caer la noche a la Rue de Bethisy, donde se encontraba el hôtel de Montbazon. Una mansión que no le gustaba porque en la noche de San Bartolomé habían asesinado allí a Coligny. En esta ocasión le pareció más siniestra que de costumbre.

Sin embargo, las puertas están abiertas. Con la fiebre nacida de su fatiga, Rancé ve moverse formas vagas de servidores. ¿Dónde está la duquesa? En su alcoba, esa habitación que tan dulce le ha resultado en ocasiones. Corre, empuja la puerta y de inmediato cae de rodillas, sobrecogido por el horror de la escena. Hay un ataúd abierto iluminado por grandes cirios de cera amarilla. Un ataúd que contiene un cuerpo sin cabeza: ¡el cuerpo de Marie! La cabeza, con los ojos cerrados, reposa al lado, sobre un cojín. ¿Puede concebirse una pesadilla más espantosa? Por un momento, un largo momento, el infeliz cree haberse vuelto loco.

Pero no está loco, ni sueña. Existe una explicación para ese horror, siniestra pero muy sencilla: cuando el ebanista entregó el ataúd de madera preciosa, se dieron cuenta de que era demasiado corto: el artesano no había tenido en cuenta la graciosa longitud del cuello. Entonces, para no rehacer un mueble tan caro, el cirujano-barbero de la casa había recurrido al sencillo trámite de cortar la cabeza.

Fue un hombre distinto el que salió aquella noche del hôtel de Montbazon. El abate de corte acababa de morir, para dejar su lugar a un sacerdote perseguido por el remordimiento y la vergüenza de su vida pasada. Volvió a marchar a Turena, vendió sus bienes y sólo conservó la más miserable de sus abadías, un conjunto de edificios ruinosos erigidos en una región pantanosa, que con el tiempo convertiría en el más severo y duro monasterio francés: Notre-Dame-de-la-Trappe.

Sylvie se enteró de la horrible historia por la duquesa de Vendôme. A su vez, ésta la sabía por su hijo François, al que Raneé, ya en la senda del arrepentimiento, había ido a visitar a Chenonceau. La familia llevaba entonces luto por la joven duquesa de Mercoeur, pero el de Beaufort fue doblemente severo, y en el fondo de su corazón Sylvie le amó un poco más sin darse cuenta. Había detestado a Marie de Montbazon con toda la fuerza de los celos porque había podido sondear la profundidad y la sinceridad de su amor por François, pero no le habría gustado que éste no sintiera un dolor auténtico por una unión que había durado quince años…

Sin embargo, ella misma deseaba olvidarla lo antes posible.

2. El chocolate del mariscal de Gramont

Alojarse en Saint-Jean-de-Luz cuando la casa del rey, la de su madre, la del cardenal Mazarino y buena parte de la corte habían caído sobre la pequeña ciudad marítima, representaba una especie de hazaña. Sin embargo, Sylvie y Perceval no encontraron la menor dificultad en conseguirlo, siempre gracias a Nicolas Fouquet. Cuando supo que sus amigos iban a asistir a las bodas reales, el todopoderoso superintendente envió un correo a su amigo Etcheverry, uno de los armadores de balleneros. Sus relaciones se habían estrechado el otoño anterior cuando Fouquet, advertido de que Colbert preparaba contra su gestión un memorial funesto destinado a Mazarino, había podido conocer el contenido del mismo gracias a su amigo Gourville y se había lanzado de inmediato a la carretera para reunirse con el cardenal en el otro extremo de Francia y ganar por la mano a Colbert desmontando las acusaciones del famoso memorial. En efecto, desde comienzos de verano Mazarino se encontraba en Saint-Jean-de-Luz para discutir con el plenipotenciario español, don Luis Méndez de Haro, las cláusulas del tratado de los Pirineos y preparar las bodas reales que habían de ser su coronación. Fouquet estaba enfermo y Mazarino, cada vez más achacoso, apreció el coraje del superintendente como hombre que sabía bien lo que significa forzar un cuerpo agotado; de modo que el memorial fue arrojado al mar. Pero, durante esa estancia en que su vida estaba en juego, Fouquet apreció en su justo valor la hospitalidad de la casa Etcheverry [5] y el carácter a un tiempo orgulloso y alegre de sus habitantes.

Al dejar París, Sylvie y Perceval tenían garantizado un apartamento que les esperaba y que ningún príncipe o cortesano, por rico que fuera, podría arrebatarles.

— Eso dice mucho en favor de la fuerza de carácter de nuestro futuro anfitrión -observó el caballero de Raguenel-. La ciudad debe de haber sido tomada por asalto por todas las personas a las que no seduce la idea de acampar en la playa. ¡Bien es verdad que Fouquet ya nos ha dado más pruebas de su generosidad!

El viaje, acompañado por un tiempo radiante, encantó a Sylvie, que nunca había recorrido más caminos que los que llevaban a las tierras de Vendôme, los de Picardía y los de Belle-Isle. Además, no había que temer a la soledad: se habría dicho que todas las personas mínimamente ilustres o adineradas del reino se habían puesto al mismo tiempo en camino hacia la costa vasca. Ni siquiera las tierras menos hospitalarias, como las landas arenosas y pantanosas del sur de Burdeos, presentaban el menor peligro: de forma natural se juntaban para cruzarlas grandes caravanas de carrozas y jinetes. Un día, incluso, viajaron con un grupo de peregrinos que se dirigían a Compostela, a rezar ante el sepulcro del apóstol Santiago. Tenían que atravesar un bosque espeso y aquel puñado de personas — ¡los tiempos de las grandes peregrinaciones ya habían pasado!- solicitó la protección que representaban varios coches acompañados por criados bien armados.