Para su regreso a la nueva corte, sin duda joven y alegre, Madame de Fontsomme no podía soñar nada mejor que Saint-Jean-de-Luz. El lugar era magnífico, con su bahía luminosa adosada a los verdes contrafuertes de los Pirineos. Además, volvió a encontrarse allí con el océano que tanto amaba. ¿No era acaso el mismo que bañaba Belle-Isle? Ejecutó para ella bajo el sol su danza más hermosa, con grandes olas nobles y majestuosas, y acarició su rostro con un aire cargado de yodo, que ella reconoció con delicia. ¡Y qué alegre y colorida era la pequeña ciudad promovida por unos días al rango de capital del reino! Había algunas hermosas mansiones de ladrillo y piedra con torrecillas cuadradas rematadas por tejados rosados en pendiente suave, rodeadas por casas de entramado visto, en las que el maderaje pintado en colores alegres y los balcones calados contrastaban con el blanco cegador de los muros blanqueados con cal; y todas ellas formaban un corro reverente en torno a la vieja iglesia de San Juan Bautista, de silueta severa con sus altos muros, sus escasas aberturas y su torre maciza. Y en medio de todo aquello circulaba un auténtico carnaval, iniciado el 8 de mayo, fecha en que la carroza dorada del rey había entrado en la ciudad al son de las campanas y el cañón, saludada por el bayle y los jurats vestidos con togas y caperuzas rojas, y por las danzas saltarinas de los crasqua-billaires de blanco, con cintas de rojo vivo y cascabeles. El blanco, el rojo y el negro eran los colores del país. A ellos se mezclaban ahora las túnicas azul y oro de los mosqueteros, las casacas rojo y oro de la caballería ligera, las plumas multicolores con las que hasta el último señor y la dama de menor fortuna adornaban sus sombreros, y también los vestidos de raso, terciopelo, brocado, tafetán, todo ello recamado, guarnecido de trencilla, cosido con perlas o piedras finas, moviéndose en una fiesta incesante a los acordes de la guitarra o el violín, bajo el cielo soleado. El cardenal Mazarino había hecho bien las cosas y Saint-Jean-de-Luz resplandecía de alegría, gracia y juventud porque un rey de veinte años, el más seductor de todos, venía a desposar a la infanta…

Cuando el coche y el «furgón» de Madame de Fontsomme se detuvieron delante de la casa Etcheverry después de cruzar entre una multitud que acudía a la playa para admirar, en la bahía, las justas náuticas que tenían lugar alrededor de la galera dorada del rey, reinaba una calma relativa. Recibidos por el armador con una cortesía perfecta, Sylvie y Perceval entraron en una gran sala clara de paredes encaladas y muebles relucientes, donde les fueron ofrecidos vino y dulces para reponerse de las fatigas del viaje a la espera de la cena, mientras intercambiaban los cumplidos un tanto banales que son de rigor entre personas que no se conocen.

Pero mientras mordisqueaba un mazapán, la sensible nariz de Sylvie tembló ligeramente en su intento de identificar un olor agradable y absolutamente desconocido. Su curiosidad pudo más que el código de las conveniencias.

— Perdonadme, señor -dijo a su anfitrión-, pero noto un aroma que…

Manech Etcheverry sonrió, divertido.

— Que no conocéis, y que yo mismo he descubierto hace muy poco. Se trata del chocolate del señor mariscal de Gramont, que se aloja también en mi casa los días en que encuentra más cómodo no regresar a su gobierno de Bayona. Es una bebida que tuvo ocasión de probar en el curso de su embajada en España para pedir la mano de la infanta…

— El cho…

— Chocolate, señora duquesa. El señor mariscal se ha convertido en un entusiasta y se ha traído una buena provisión… además de la receta para prepararlo.

— ¿Lo habéis bebido vos?

— Sí. El mariscal me ha hecho ese honor, pero confieso que no me gusta tanto como a él. Es terriblemente dulce, pero aseguran que es excelente para la salud. Fortalece…

— Oh -intervino Raguenel-, creo saber de qué se trata. Los aztecas lo llamaban «néctar de los dioses», y fue el conquistador Hernán Cortés quien lo trajo de México. Al parecer allí esas… grandes habas, creo, eran utilizadas como moneda. Un producto raro… ¡y muy caro!

— España está creando plantaciones al otro lado del Atlántico, pero por el momento el chocolate está prácticamente reservado a la familia real y a la alta nobleza. Sobre todo a las damas…

— Eso quiere decir -dijo Sylvie entre risas-, que el pobre mariscal no lo beberá muy a menudo, ni mucho tiempo…

— Sí, porque a nuestra futura reina le gusta mucho y encargará grandes cantidades. Además, Monsieur de Gramont está decidido a conseguirlo en cantidad suficiente para instalar en Bayona lo que llama una «chocolatería». Espero que el olor no os resulte desagradable, pero en caso de que os incomode…

— Abriría las ventanas, sencillamente. ¡No atormentéis al mariscal! De momento, os agradezco vuestro recibimiento, Monsieur Etcheverry, y desearía cambiarme de ropa para ir a presentarme a Sus Majestades…

— ¡Por supuesto! Cuando estéis preparada, un lacayo os acompañará. El rey se aloja en la casa Lohobiague, y la reina madre en la casa Haraneder, que son, claro está, las más bellas de la ciudad.


Una hora más tarde, ataviada con un vestido rameado negro de un diseño atrevido, pero que podía permitirse su silueta impecable, y un gran sombrero de terciopelo negro adornado con plumas blancas, Sylvie se disponía a salir de la casa Etcheverry en silla de manos cuando le llamó la atención la conducta de un mosquetero de buen aspecto al que creyó reconocer. Parecía interesarse por la vivienda del armador, pero actuaba con una torpeza extraña. En efecto, iba y venía nervioso, y sus miradas furtivas y sus suspiros resultaban muy poco discretos. Sin embargo no era ningún jovencito, sino aquel Monsieur de Saint-Mars que había ido a Fontsomme a llevar la orden del rey; rondaba probablemente los treinta años, y Sylvie sintió la tentación de preguntarle si podía hacer algo por él, pero temió ser indiscreta y siguió su camino.

Momentos después hacía su entrada en la espaciosa sala, inundada de sol, en la que la reina Ana tenía su corte, reducida en aquel momento a tan sólo dos personas: la inevitable Madame de Motteville, que era su confidente y su compañía más querida, y su sobrina Marie-Louise d'Orleans-Montpensier, a la que llamaban la Grande Mademoiselle desde que, durante la Fronda, había tenido la extraña idea de volver los cañones de la Bastilla contra las tropas reales que se disponían a tomar París. Aquello le había dado una especie de aureola guerrera, que alimentaba por el procedimiento de vestir siempre un traje de caza parecido, salvo en la falda, al de los hombres, y que le daba el aspecto de estar a punto de montar a caballo y salir al galope. Lo cual no le impedía lucir unas joyas de ensueño. -Era una mujer corpulenta de treinta y tres años, dotada de una buena salud evidente y porte majestuoso, pero de belleza mediana. Como era la mujer más rica de Francia -sus inmensas propiedades incluían, entre otros, los principados de Dombes y de La Roche-sur-Yon, los ducados de Montpensier y de Châtellerault, el condado de Eu, etc.-, había recibido numerosas peticiones de matrimonio, que no habían prosperado. Era tan virtuosa como una amazona de la antigüedad, y pretendía que el amor era «indigno de un alma bien formada»; en cuanto a sus aspiraciones personales, su intención era casarse con un rey, pero, poco sagaz para ver a través de las brumas del porvenir, había dejado escapar la corona inglesa al rechazar al joven Carlos II cuando estaba en el exilio. En realidad, a quien quería era a Luis XIV en persona, sin imaginar ni por un momento que tal vez a él no le agradara la idea. Mazarino había acabado con sus esperanzas, y de ahí su furia, sus connivencias con los príncipes rebeldes… y los cañones de la Bastilla, que le habían valido el exilio. Había vuelto a la gracia del rey tres años antes, pero tuvo que volverse a su castillo de Saint-Fargeau después de haber rechazado al rey de Portugal porque, pese a sus deseos de ser reina, se negaba a unir su vida a la de un paralítico que además estaba enajenado. Las bodas reales habían puesto fin a ese nuevo exilio, y Mademoiselle recuperaba en esa ocasión su lugar de honor en la familia.

Cuando Sylvie entró en la estancia, hablaba animadamente con la reina, pero al oír anunciar su nombre, volvió hacia la recién llegada un rostro afable.

— ¡Madame de Fontsomme!… ¡Qué sorpresa! Se decía que os habíais encerrado para siempre en vuestras tierras picardas.

Como si fueran las mejores amigas del mundo, fue hacia Sylvie con las manos tendidas, con lo que ésta apenas pudo hacer más que una media reverencia. Mientras, Ana de Austria se encargaba de la respuesta:

— Nadie se resiste al rey, sobrina. La duquesa ha sido nombrada dama de vuestra prima la infanta. [6] ¡Venid aquí, querida Sylvie, que os abrace! La verdad es que os hemos añorado, y que he aplaudido la decisión de mi hijo. ¡Más de diez años de luto son un poco excesivos!

— Fuerza es reconocer -continuó Mademoiselle, que no quitaba ojo al vestido de Sylvie- que el luto se presenta a veces bajo aspectos realmente deslumbrantes. ¿Seguís llevándolo aún?

— No lo dude Vuestra Alteza -respondió Sylvie-. He hecho voto de no volver a llevar nunca colores…

— ¡Como Diana de Poitiers, que era una mujer de gusto! Es verdad que os habéis criado en sus castillos. Me pregunto si no debo seguir vuestro ejemplo.

Llevaba en efecto el luto más severo en memoria de su padre, muerto el 2 de febrero anterior; y como en aquel momento hacía más bien frío, Mademoiselle había suspirado al sustituir sus espectaculares penachos por las cofias y los velos de crespón. Intentaba consolarse luciendo encima de ellos tantas perlas como poseía.

— Vuestra Alteza es demasiado joven para ello. Además -dijo Sylvie que, aunque ausente, conocía bien la corte-, de obrar así podría disgustar al príncipe soberano que algún día vendrá a pedirla.

Con aquellas pocas palabras se atrajo la simpatía de la princesa. Ésta, en efecto, se volvió impetuosamente hacia la reina madre.

— Me gustaría -dijo- que Madame de Fontsomme me acompañara mañana a Fuenterrabía, donde tengo la intención de asistir de incógnito a la boda por poderes de la infanta. Tengo curiosidad por verla.

— ¿De incógnito? Eso no tiene sentido. Si no os reconocen no os dejarán entrar en la iglesia…

— Seremos dos damas francesas venidas a rendir un… discreto homenaje a su nueva soberana. Creo que es una buena idea.

— Excelente, incluso, pero Madame de Motteville os acompañará. Ella es mis ojos y mis oídos, y sobre todo sabe mejor que nadie contar lo que ha visto…

— Encantada. ¡En ese caso seremos tres!

La llegada de Mazarino la interrumpió, y el ballet de reverencias recomenzó. El cardenal entró como si habitara en el mismo aposento de la reina, sin hacerse anunciar y en zapatillas. Sin embargo, a los ojos de Sylvie, que no lo veía desde hacía dos años por lo menos, ese detalle estaba menos justificado por los rumores persistentes sobre un matrimonio secreto entre Ana y él que por los estragos de la enfermedad. Por primera vez en su vida, la duquesa admiró el valor de aquel hombre torturado por los cálculos renales y por un cruel reumatismo deformante, que desde hacía meses afrontaba, lejos de las comodidades de su palacio, a los diplomáticos españoles con el fin de acabar de una vez con la sempiterna guerra con España y concluir una paz rubricada por la unión de dos jóvenes. Siempre tan elegante, tan cuidado de sí y exhalando perfumes suaves para ocultar los olores de la enfermedad, no podía sin embargo ocultar los estigmas ya imborrables de la misma en su rostro y su espalda ligeramente encorvada. Sólo las manos, que eran su orgullo, conservaban su belleza y blancura, y sus maneras seguían siendo fieles a sí mismas: por el recibimiento que le dispensó, Sylvie habría podido deducir, si le hubiera conocido menos, que su ausencia de la corte había causado al pobre cardenal dolores insoportables a los que su regreso acababa de poner fin.

— Un italiano siempre será un italiano -le susurró Mademoiselle-. Y éste, en particular, no cambiará nunca…

Mientras, el Grand Cabinet, tan solitario un instante antes, se iba llenando. Llegaron las princesas de Condé y de Conti con las damas que habían asistido a las justas náuticas; y los pífanos y tambores, unidos a los vivas y las canciones, formaban una alegre cacofonía que anunciaba al rey.

Muy pronto su figura quedó encuadrada en la alta puerta, como una sinfonía en azul y oro netamente diferenciada de la ola multicolor de sus gentileshombres. Sylvie pensó que la Infanta era afortunada y que, de no haber sido el rey de Francia, habría sido considerado un joven muy guapo, a pesar de su estatura no muy elevada. Pero era el amo, y eso se percibía en toda su persona, en el brillo imperioso de su mirada azul, en la manera de alzar la cabeza, en la soberana desenvoltura del gesto y la actitud. Luis XIV poseía la gracia de un bailarín, sin el menor indicio de amaneramiento. ¡Y qué seductora era su sonrisa! Apenas se encontraba una mujer que no fuera sensible a ella…