Las cejas de Perceval se alzaron hasta la mitad de la frente.
— ¿Cómo diablos se le ha ocurrido esa idea?
— Muy sencillo: desciende de Villehardouin por parte de madre. Se acordó cuando nos enseñaron el palacio. La idea de utilizar esa circunstancia se le ocurrió luego. Su presencia continua en el albergue habría podido atraer la atención, a la larga. En su casa está más libre y la gente le mira con más simpatía, lo que no le impide bajar al albergue todos los días a beber una jarra de vino, y a veces comer. Desde hace varias semanas corre el rumor de que hay un preso tan importante que le obligan a llevar máscara. No puede quitársela bajo pena de muerte, no tiene derecho a hablar más que con el gobernador, y es éste en persona quien le lleva la comida y todo lo que necesita; pero sí tiene derecho a la ropa blanca más fina, a las viandas más exquisitas…
— ¿Alguien ha hecho alguna suposición sobre su nombre y su persona?
— Todavía no, pero la gente se hace preguntas, lejos de los oídos de los soldados. Ésa es la situación, querido «padrino». Eso no nos ha impedido seguir adelante con los preparativos que decidimos en París: en casa de Ganseville tenemos caballos, y he comprado una barca que nos espera en el puerto de Mentón.
— ¿Por qué lo has hecho si piensas que es trabajo perdido?
— Nunca he dicho eso. He dicho que Saint-Mars puede preferir morir antes que soltar a ese prisionero, cuya desaparición no podría explicar. Sin embargo, hay una solución que la máscara hace posible: Ganseville está dispuesto a ocupar su lugar…
— ¿Ocupar su lugar?
— Si alguien puede hacerlo, es precisamente él. Tienen la misma edad, la misma estatura, casi el mismo color de cabello y los ojos azules; y como sólo puede acercarse a él el gobernador del castillo… Creo que es nuestra mejor oportunidad de llevar a buen fin el proyecto de mi madre.
La idea era tan generosa como genial. Perceval la admiró sin reservas, pero muy pronto su entusiasmo se esfumó.
— Tú que conoces tan bien a Beaufort, ¿cómo puedes creer que lo aceptará?
— Habrá que convencerle. Pierre está seguro de lograrlo. Y además, mi madre estará allí. A propósito, es indispensable que Ganseville la acompañe en vuestro lugar.
— ¿Quieres que la deje ir sola a esa trampa?
Philippe puso sus dos manos en los hombros de su viejo amigo, cuya súbita tristeza le conmovía.
— No estará sola, y Ganseville se haría matar por defenderla. Además, ¡perdonadme!, es más joven que vos… y mucho más experimentado con las armas.
— Imposible decir con más gracia que soy un viejo inútil -gruñó, al tiempo que sacudía los hombros para soltarse de aquel abrazo consolador-. Pero en el fondo tienes razón… A propósito, ¿tú dónde te alojas?
— Aquí, por supuesto, pero no de manera estable. Me muevo bastante por la región y la gente cree que he conocido aquí a Ganseville… Ahora intentad dormir. Yo voy a hacer lo mismo.
A la mañana siguiente, como habían acordado, Sylvie estaba enferma. Acurrucada en su cama bajo un montón de mantas y edredones, tosía sin parar cuando D'Artagnan se presentó en el albergue.
— La pobre señora ha cogido frío, seguro -le dijo la posadera, que se disponía a subir un cuenco de leche caliente-. Su señor tío está con ella.
El pliegue de preocupación entre las cejas del capitán se ahondó un poco más.
— Os sigo. Es preciso que hable al menos con él.
Perceval salió de la habitación, dejando a su pretendida sobrina en manos de la buena mujer, y llevó a D'Artagnan a su propio cuarto.
— No es razonable -le confió-. No cuida lo bastante de sí misma: este viaje, cuando se nos echa encima el frío, era una locura, pero no ha querido escucharme. Desde que estuvo tan enferma evito contrariarla…
— Si esperáis convencerla de que dé media vuelta, estáis muy equivocado. O la conozco muy mal o, si ha decidido ir a rezar delante del Santo Sudario, irá.
— ¡Oh, no lo dudo…! Y cambiando de tema, ¿podremos ver a Monsieur de Lauzun?
— Sí. Venía a deciros que Saint-Mars os recibiría esta noche hacia las nueve. No os oculto que no ha sido fácil. Nunca he conocido a un hombre más pusilánime ni más inquieto. Da la impresión de estar sentado encima de un barril de pólvora. No sé a qué puede deberse. Es decididamente ridículo. Sea como fuere lo he conseguido, pero he tenido que desvelar el incógnito de la duquesa. Ha admitido que le debía algo…
— ¿Algo? -dijo en tono desdeñoso Raguenel-. Es valorar en muy poco su honor y su vida.
— Es lo que le he dicho, pero qué queréis, ya no es mosquetero. Sólo un carcelero. Y un carcelero muy bien pagado: eso hace que un hombre cambie… Bueno, voy a anunciarle la indisposición de la duquesa y a decirle que la visita queda aplazada. De todas maneras, me quedaré aquí hasta que hayáis visto a Lauzun.
De repente, Perceval sintió tanto calor como Sylvie en su cama.
— Pero ¿vuestras órdenes, vuestros hombres…?
— Cahuzac, mi brigadier, se pondrá en camino con ellos. Yo les alcanzaré más tarde.
Era lo último que deseaba Perceval, y poco faltó para que empezara a gritar «¡Socorro!». Sin embargo, se dominó lo suficiente para reaccionar de la forma más conveniente. Su rostro se transformó en un poema de serenidad y caridad cristiana, mientras colocaba una mano afectuosa en el hombro del mosquetero.
— No, amigo mío. No podemos aceptar que por nuestra culpa os metáis en un mal paso. Ya habéis hecho mucho al obtener de Saint-Mars que nos permita abrazar al querido Lauzun. Mi ahijada no querrá que hagáis más…
— Haría mucho más por Madame de Fontsomme. Me disgusta dejarla abandonada y enferma en medio de estas montañas hostiles.
— ¿No confiáis en mí? -repuso Perceval con aire ofendido-. Tengo conocimientos de medicina, y puedo aseguraros que pronto estará repuesta. La peregrinación hará el resto, y luego nos volveremos prudentemente a París.
— ¡No veáis una ofensa en mis palabras, caballero! Sé muy bien que cuidáis de ella como un padre. Pues bien, vendré enseguida a despedirme de ella… ¡Ah, no olvidemos esto! El salvoconducto para entrar en el castillo; sin él, ni siquiera cruzaríais el recinto exterior. Voy a prevenir a Saint-Mars y vuelvo…
El susto había sido tan grande que Perceval tuvo que sentarse antes de ir a informar a Sylvie. Ella le animó.
— ¡Ese querido amigo! -añadió con un suspiro enternecido-. Nos asustó cuando le vimos aquí, pero hay que reconocer que nos ha ayudado mucho sin saberlo. Su salvoconducto no tiene precio. Bien valía un rato de angustia, y habéis sabido encontrar las palabras justas.
Su agradecimiento, y también la profunda amistad que le profesaba, hicieron que Sylvie se comportara de una forma encantadora con el capitán, cuando vino a saludarla antes de partir. Le prometió que rezaría por él en Turín, pero no dejó de sentir un inmenso alivio cuando oyó el ruido de los caballos alejarse por el camino de la montaña, y finalmente extinguirse. El tiempo frío, pero sin exageración, se había aclarado durante la noche. Podía suponerse que los mosqueteros no encontrarían obstáculos en su viaje… Ahora sólo faltaba esperar con paciencia en la habitación del albergue los tres días que se habían fijado como término para su enfermedad ficticia.
A primera hora de la tarde del cuarto, Sylvie y Perceval salieron ostensiblemente de Pignerol camino de Turín. Al cabo de un cuarto de legua, dejaron la carretera y siguieron un camino que cruzaba entre dos colinas hasta llegar a una granja en ruinas, descubierta tiempo atrás por Philippe y cuyo acceso había mostrado a Grégoire durante la «enfermedad» de su madre. Allí se encontraban Ganseville y Philippe, y allí esperaron la noche y la hora de ir a ver a Saint-Mars, al que durante la mañana Sylvie había hecho llegar una nota con su cochero, anunciándole su visita para la misma noche.
Sin duda, nunca se vació tan despacio el reloj de arena del tiempo. Las cinco personas reunidas estaban a la vez impacientes porque empezara la aventura, y conscientes de los peligros que comportaba. Todo iba a depender de la reacción de Saint-Mars. Si consideraba que su deuda con Sylvie quedaba pagada con una simple entrevista con un preso anodino, podía temerse cualquier cosa de él cuando supiera la finalidad real de la visita; y el caballero de Raguenel se esforzaba en ocultar el miedo creciente que le embargaba. Un miedo más agudo por el hecho de que él no iba a estar presente: sólo Pierre de Ganseville, representando su personaje, acompañaría a Madame de Fontsomme. Él y Philippe tendrían que esperar en aquellas ruinas el regreso del coche. ¡Si regresaba! Y no podía dar rienda suelta a su angustia porque sabía muy bien que sus compañeros estaban sintiendo lo mismo.
Dos de ellos, sin embargo, experimentaban optimismo: Sylvie primero, galvanizada por la idea de rescatar a aquel que nunca había dejado de amar. Y luego Pierre de Ganseville. Del hombre hundido en la desesperación y acosado por las ideas de suicidio que Philippe había encontrado en el Lacydon, no quedaba nada. La proximidad de la acción, la excitación ante el que probablemente iba a ser su último combate, le habían restituido no un coraje que formaba parte de su naturaleza, sino una vitalidad renovada. Hacía un momento, Sylvie le había abrazado espontáneamente, sin decir nada pero con lágrimas en los ojos, al encontrarse con él por primera vez, y él recuperó para ella su sonrisa de otra época.
— ¡No hay que llorar, señora duquesa! Nada puede hacerme más feliz que lo que vamos a hacer, si Dios quiere; y he rezado tanto que tengo plena confianza en Él.
— ¿Creéis sinceramente que monseñor aceptará dejaros en su lugar si conseguimos llegar hasta él?
— Tendrá que hacerlo, porque la vida de reclusión que me espera es la que yo habría elegido aunque él no existiese. Habría llorado a mi querida esposa en el más severo de los monasterios, a la espera de la hora de reunirme con ella. En la prisión de Pignerol sé que seré feliz, porque le sabré libre en la isla a la que queréis llevarle. También allí estará cautivo, pero en una celda más cómoda, y a la vista del mar…
No había nada que añadir.
Llegó por fin la noche y, con ella, el momento de ponerse en camino. Mientras Ganseville verificaba una vez más las armas que llevaba -dos pistolas y una daga además de su espada, todo ello escondido bajo su gran capa negra-, Sylvie abrazó a su hijo y a su padrino, rígidos por la no confesada angustia, obligándose a saludar su separación con un «hasta la vista» y no con un «adiós». Luego subió despacio al coche, y Ganseville la siguió.
Hicieron el camino en silencio. El tiempo seguía frío y seco, y la oscuridad no era total. La vista se acostumbraba con facilidad. De vez en cuando, Sylvie volvía la cabeza hacia su acompañante, que permanecía inmóvil. Únicamente un ligero movimiento de su boca revelaba que estaba rezando. Ella no quiso distraerle. A medida que se aproximaban, su corazón latía con más fuerza y sus manos cubiertas por los guantes se enfriaban.
Cuando, después de superar la rampa de acceso, se detuvieron en el primer puesto de guardia, ella no pudo evitar buscar la mano de su acompañante y estrecharla, mientras Grégoire presentaba el salvoconducto, que el oficial de servicio examinó a la luz de una linterna. Ganseville volvió la cabeza para mirarla y le sonrió con un aire tan animoso que ella se sintió mejor.
El soldado devolvió el documento, saludó y retrocedió. Grégoire arreó a los caballos. Hubo dos paradas más, y por fin entraron en el corazón del castillo, en el patio dominado por la vertiginosa silueta del torreón, muy por encima de las otras tres torres del recinto. Allí, un guardia tomó a su cargo a los visitantes y les acompañó a los aposentos del gobernador, que ocupaban un amplio espacio entre la capilla del castillo y la gran torre Sudeste. [41]
A Sylvie le habían producido una mala impresión las toscas construcciones medievales, pero vio con sorpresa que unas auténticas ventanas se abrían al valle y que las estancias contenían muebles hermosos dispuestos con un gusto que revelaba la presencia de una mano femenina. Recordó entonces que Saint-Mars estaba casado y que su esposa, hermana de la querida de Louvois, tenía fama de ser muy bella — ¡y también muy tonta!-, aunque no era Maitena Etcheverry, por la que tantas locuras había hecho en otra época el ex mosquetero. El guía dejó a los recién llegados en una habitación bastante pequeña y abarrotada de armarios y libros, en torno a una mesa de trabajo cargada de papeles. Frente a ella había dos sillas. Sylvie se sentó en una y Ganseville permaneció de pie. La espera fue corta. Se abrió una puerta, y entró Saint-Mars.
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