Había cambiado de manera notable en diez años. Más grueso -un caballero no se transforma impunemente en funcionario sedentario-, su rostro bien afeitado se había ensanchado; la peluca no permitía ver si su cabello blanqueaba, y los ojos grises, que Sylvie había visto cuajados de lágrimas, estaban ahora secos y duros como las piedras de la fortaleza. Sin embargo, dedicó a su visitante un recibimiento cortés, sonriente e incluso caluroso en la medida de lo posible, y se contentó con un saludo protocolario al falso Perceval. A Sylvie le dio la sensación de que le alegraba liquidar a un precio tan bajo su antigua deuda.

— ¡Quién habría dicho que nos veríamos de nuevo algún día, señora duquesa, en este lugar tan triste y después de tantos años!

¡-Diez exactamente. ¡No es tanto tiempo! Pero me alegra comprobar que no habéis olvidado nuestras… buenas relaciones de otra época.

— ¿Cómo podría hacerlo, cuando os debo tanto?

— ¡Oh, de manera muy sencilla! Vos…

— ¡Lo sé! Voy a dar órdenes para que hagan venir aquí a Monsieur de Lauzun, vuestro amigo. Es obvio que no puedo concederos una entrevista muy larga, como comprenderéis.

Visiblemente deseoso de acabar, se precipitaba ya hacia la puerta por la que había entrado, pero Ganseville le detuvo.

— Poco a poco, señor. ¡No tanta prisa! Madame de Fontsomme no os ha dicho aún lo que desea.

— Pero D'Artagnan me ha dicho…

— Monsieur D'Artagnan no estaba al tanto del problema. Es cierto que queremos mucho a Monsieur de Lauzun…

— Pero a quien queremos es al preso de la máscara de terciopelo. ¡No verle un instante, sino llevárnoslo! -dijo Sylvie.

Como si le hubiera picado una serpiente, Saint-Mars se volvió hacia ella. Sylvie se había puesto en pie y acababa de desplegar la carta escrita diez años atrás.

— Yo… no sé de qué estáis hablando.

— ¡Oh, sí que lo sabéis! Se trata del hombre, o debo decir el príncipe, que os han traído de Constantinopla y que debéis guardar incomunicado. Y también se trata de esta carta en la que me escribisteis que vuestra vida y vuestro honor me pertenecen, y que puedo venir a exigíroslos cuando me plazca…

— ¿Y eso es lo que estáis haciendo? ¡Pero hay un error! Aquí no tenemos a ningún príncipe. Cierto, confieso que hay un preso incomunicado, del que me ocupo personalmente y al que nadie ve; se trata de un tal Eustache Dauger e ignoro la razón por la que fue Condenado. Sólo sé que fue arrestado en Dunkerque y traído aquí hace dos años…

En ese momento llamaron a la puerta y entró un carcelero, visiblemente incómodo.

— ¿Qué es lo que quieres, tú? -ladró Saint-Mars.

— Es… es el criado de Monsieur Fouquet… el tal Dauger. Está enfermo y no encontramos al médico. Ha debido de sentarle mal algo que ha comido. Se está retorciendo por el suelo. ¿Qué hago?

— ¡Y yo qué sé! ¡Dale un emético e intenta encontrar al médico! ¡Sal de una vez!

El hombre desapareció como una rata asustada. Ganseville se acercó al gobernador, con una sonrisa amenazadora en los labios.

— Dauger, ¿eh? ¿Criado de Monsieur Fouquet? ¿Y traído aquí hace dos años? No nos interesa. El que queremos está en vuestra casa desde hace cuatro meses aproximadamente. ¿Necesitáis que os diga cómo se llama?

— ¡No, si queréis vivir…! Sea, hay aquí un prisionero excepcional, y nadie, ¿entendéis?, nadie debe saber de quién se trata. Hay orden de darle muerte si se quita la máscara o intenta comunicarse con cualquier persona que no sea yo mismo.

Atento de nuevo al deber despiadado que le habían impuesto, Saint-Mars había recuperado su aplomo. Se había asustado mucho, pero el miedo se disipaba bajo el efecto de la cólera.

— ¿Y vos -añadió-, vos venís aquí a reclamármelo a cambio de ese papel que no interesa a nadie más que a mí? Os escribí, señora, que mi vida os pertenecía. Pero desde que tengo aquí a ese prisionero, nadie puede reclamarlo salvo el rey. Y puesto que estáis enterados ambos de ese temible secreto, tendré que aplicaros mi consigna: no saldréis de aquí. ¡Vivos, por lo menos!

Iba a tirar del cordón de una campanilla, pero Ganseville se adelantó y le retorció el brazo con tanta fuerza que le hizo gemir de dolor. Al mismo tiempo, sacó una daga de su cinturón y apoyó la punta contra su vientre.

— ¡Despacio, buen hombre! Ahora sabemos lo que vale vuestra palabra, pero vos aún no lo sabéis todo: tenemos compañeros que también conocen vuestro secreto. Si no salimos de aquí, la noticia se extenderá por toda Francia. Sobre todo por París, que no olvida a su Rey de Les Halles…

— No os creo. Intentáis engañarme…

— ¿De verdad? ¿Olvidáis que a diez leguas de aquí, en Turín, reina la duquesa Marie-Jeanne-Baptiste, hija de su hermana la duquesa de Nemours, y que quiere mucho a su tío?

— No quiero oír más…

— ¡Vaya que sí! Cierto que nosotros moriremos, pero el secreto divulgado os matará también a vos, y el rey tendrá que enfrentarse a una nueva Fronda.

— Moriré de todas maneras. ¿Qué creéis que sucedería si os entregara al preso? -dijo, e intentó de nuevo alcanzar la campanilla, sin conseguirlo. Ganseville le dirigió una sonrisa feroz.

— Voy a deciros lo que pasaría: ¡nada en absoluto!

— ¡Vamos! ¿Me veis escribiendo a Monsieur de Louvois para anunciarle que su preso se ha fugado? Hemos tomado toda clase de medidas para evitar esa desgracia. El preso está bien tratado, si eso puede tranquilizaros, pero únicamente yo puedo visitarle. Yo, que soy a la vez su carcelero y su criado.

— ¿Quién habla de una fuga? No dejaremos vacío vuestro calabozo. Si devolvéis al duque a Madame aquí presente, otro ocupará su lugar.

— ¿Y quién? ¿Vos, quizá?

— ¡Yo, precisamente! ¡Miradme bien, Saint-Mars! Tengo su misma estatura, cabello rubio como el suyo, ojos azules, y lo sé todo de él porque desde la infancia he vivido a su lado y he sido su escudero. Conozco sus costumbres, su modo de vida, casi incluso su manera de pensar. He venido aquí para ocupar su lugar.

— ¿Qué decís? ¿Vais a condenaros a cadena perpetua? Porque ésa es la suerte que le espera. ¡Ningún hombre tiene tanta abnegación!

— Yo sí. Porque él es la única persona querida que me queda. Porque lo he perdido todo. -Había disminuido su presión, y Saint-Mars lo aprovechó para soltarse y volver a su mesa de trabajo, palpándose el brazo.

— ¡Admitámoslo! -suspiró-. Admitamos que hago lo que me pedís. ¿Qué ocurriría? Voy a decíroslo: en cuanto se viera fuera, sublevaría a sus partidarios y se convertiría en jefe de una bandería. ¡Habéis cometido un error, hace un instante, al recordar la Fronda!

Sylvie intervino entonces.

— Juro por mi vida y por mi salvación eterna que no sucederá nada de eso. Me lo llevaré al fin del mundo, a un lugar que únicamente conocemos él y yo. Nunca más será a nadie, y su vida seguirá tan oculta como en vuestra prisión, con la diferencia de que sus guardianes serán el cielo, el mar… y el amor que siento por él.

Los ojos grises del gobernador iban sin cesar de la una al otro, ambas personas vestidas de negro como estatuas fúnebres: la mujer transfigurada por su amor, y en su imaginación lejos ya de la fortaleza; y el hombre, sombríamente decidido, que sólo había devuelto la daga a su vaina para empuñar una pistola. Saint-Mars se sentía cogido en una trampa, pero no acababa de resignarse.

— ¡No! -gimió-. ¡No, no puedo! ¡Marchaos! Olvidaré que os he visto.

— Pero nosotros no -dijo Sylvie con dulzura-. Si me voy sin él, será exactamente igual que si nos matáis: Francia entera sabrá que está vivo y que lo tienen prisionero. La sublevaremos.

— No lo conseguiréis. La Fronda acabó hace mucho tiempo…

— Desde luego, pero son incontables las personas que quieren al duque y se niegan a creer en su muerte. Y su rostro lo conoce todo el reino, desde las costas de la Provenza hasta las fronteras del Norte. Ha combatido en todas partes, y en todas partes ha dejado huella de su paso. Es almirante de Francia, es el duque de…

Saint-Mars se precipitó hacia ella para colocar una mano sobre su boca e impedir que pronunciara el temido nombre. Sylvie apartó esa mano con suavidad, y terminó con más suavidad todavía:

— ¿Es ésa la razón por la que debe llevar una máscara para siempre? Pues bien, habrá otro rostro debajo de la máscara, y nadie sabrá nunca nada. Salvo vos y yo…

— ¿Y si viene Monsieur de Louvois a hacer una inspección?

— Muy sencillo -intervino Ganseville-. Cuando el preso llegó aquí, estaba enmascarado…

— En efecto.

— ¿Y nunca le habéis visto el rostro?

— Nunca. Me lo entregaron así, y ya entonces me habían dado órdenes terminantes: nunca he de ver su rostro.

— En ese caso no tenéis ningún medio de saber si, durante el largo viaje desde Constantinopla, no le sustituyó otra persona. Habéis tomado lo que os trajeron, y eso es todo. En cuanto a Louvois, ¿qué queréis que venga a hacer a vuestro castillo de las nieves? Una inspección sería indigna de su grandeza. Y lo mismo digo de Colbert… La gente se haría preguntas.

— Podrían venir a ver a Fouquet. O a Lauzun… vuestro amigo -añadió con amargura dirigiéndose a Sylvie.

— Es de verdad mi amigo -dijo ella con una sonrisa triste-, y también lo fue Fouquet. ¿Me diréis siquiera si se encuentra bien, después de tanto tiempo?

— No diré que su salud es excelente, porque nunca ha sido buena, pero está tranquilo y da muestras de una gran resignación, basada en su fe cristiana. Está… enteramente sometido a la voluntad de Dios. Cosa que no le ocurre a Monsieur de Lauzun.

— De todas maneras, nadie vendrá a «inspeccionar» a quien sea -se impacientó Ganseville-. El rey prefiere no acordarse del antiguo superintendente de las Finanzas hasta el día en que le anuncien su muerte. En cuanto a Lauzun, está cumpliendo una penitencia, y se guardarán mucho de dejarle pensar que aún sienten interés por él. Bien, ¿qué decidís? ¡El tiempo apremia!

Hubo un silencio. Hundido en su sillón, Saint-Mars sopesaba todos los elementos del problema. Le dejaron reflexionar un momento. El corazón de Sylvie latía con tanta fuerza que le parecía estar a punto de ahogarse. Finalmente, Saint-Mars se levantó y se dirigió a Ganseville:

— Envolveos en vuestra capa, calaos el sombrero hasta los ojos… y venid conmigo. Vos, señora, esperaréis fuera.

Los dos hombres iban ya a salir cuando Sylvie se acercó al fiel amigo al que nunca iba a volver a ver, y alzándose sobre la punta de los pies, le besó.

— ¡Dios os guarde y os bendiga por la generosidad de vuestro corazón!

— ¡Que Él os guarde a los dos, y seré feliz! -respondió él al devolverle el beso.

Luego siguió al que iba a convertirse en su carcelero y era ya su cómplice…


Mucho rato después, en su coche, al que le había escoltado un guardián para que esperara en él a su acompañante, Sylvie, con el corazón desbocado y los ojos abiertos de par en par, fijos en la puerta encuadrada entre dos teas, vio salir a Saint-Mars acompañado por un hombre embozado tan parecido a Ganseville que sintió un nudo en la garganta. Sin una palabra, el gobernador le hizo subir, saludó a Madame de Fontsomme, cerró la portezuela e hizo señal al cochero de que partiese; luego se reunió con dos oficiales que acababan de salir de un edificio vecino.

Paralizada por la angustia, Sylvie apenas se atrevía a respirar. En el interior del coche reinaba la oscuridad, y su acompañante era apenas una sombra un poco más espesa, pero no quería correr el riesgo de romper el silencio mientras se encontraran todavía dentro del recinto de la fortaleza. Sin embargo, la esperanza regresaba poco a poco: Ganseville no habría tenido ningún motivo para callar con tanta obstinación.

El paso a través de los puestos de guardia se hizo con más rapidez que a la ida. Como habían controlado el coche al entrar, los centinelas no tenían motivo para no dejarle salir. Finalmente, se alzó la última barrera entre la prisión y la libertad. Grégoire lanzó los caballos al galope. La sombra negra se animó, apartó los pliegues de la capa, alzó el ala del sombrero. Luego se dejó oír una voz sorda, ¡tan distinta del vozarrón de otros tiempos!

— Si no hubieseis venido, nunca habría aceptado que ocupara mi lugar -dijo Beaufort-. No es justo que otro pague por mí los pecados que he cometido.

— No habéis cometido otro delito que incurrir en el odio de un rey al que sólo deseabais servir hasta la muerte…

— Si es así, ¿por qué no ha hecho que me maten?

— Confió en los azares de la guerra. Como Dios le negó esa solución, nunca intentará atentar contra vuestra vida: sería condenarse. Pero habéis sido declarado oficialmente muerto. Le importaba apoderarse de vuestra persona y hacerla desaparecer del mundo de los vivos sin mataros.