Hablaba de forma maquinal, íntimamente decepcionada por aquella actitud lejana y abatida. Había temido que no aceptara con facilidad que Ganseville ocupara su lugar, pero esperaba al menos una efusión, un poco de alegría al volverla a ver. Los sufrimientos a manos de los turcos, luego a lo largo del viaje interminable y finalmente en Pignerol, parecían haber hecho desaparecer la fuerza, el valor, la increíble vitalidad que le caracterizaba. De pronto se sintió terriblemente cansada. Y el silencio se instaló de nuevo entre ellos…
El coche avanzaba ahora en medio de los campos y la noche. Sylvie oyó de repente:
— ¿Adonde me lleváis?
— Muy cerca de aquí, a una granja en ruinas. Allí os esperan Philippe y el caballero de Raguenel.
Entonces ocurrió lo que ella ya no esperaba: él reaccionó con una especie de violencia.
— ¿Philippe? ¿Queréis decir… vuestro hijo?
— ¡Nuestro hijo! -le corrigió ella con sequedad-. ¿Cómo creéis que hemos podido seguir vuestras huellas hasta aquí? Os siguió desde el Bósforo hasta Marsella a bordo de una falúa griega que le proporcionó el gran visir, y luego de Marsella a Pignerol, en esta ocasión con la ayuda de Ganseville, al que encontró por casualidad en el puerto cuando intentaba embarcarse para Candía con el fin de encontrar al menos vuestros restos, o bien perecer. ¿No os dijo nada el gran visir la noche de vuestra partida?
— ¿Fazil Ahmed Kóprülü Pacha? No… y no por no haberle suplicado que os devolviera a Philippe, pero siempre me decía que prefería conservarlo a su lado, y que por otra parte no tenía nada que temer allí. Lo único que hizo, antes de entregarme a los que venían a buscarme, fue pedirme perdón. Le disgustaba hacerlo con un hombre al que consideraba un amigo, pero la política lo exigía así. No podía obrar de otra manera.
— Pero como estaba inquieto, hizo seguir vuestra pista a quien sabía que haría lo imposible por vos. Llegados aquí, vuestro escudero se quedó en la región para observar los movimientos de la fortaleza, mientras Philippe (al que yo creía muerto también) galopaba hasta París para prevenirnos. Fue él quien nos trajo aquí, y ya conocéis el resto. De todas maneras, tendréis todo el tiempo para intercambiar recuerdos a lo largo del viaje que vais a hacer juntos. En las ruinas os esperan caballos, y en el puerto de Mentón una tartana…
— ¿Para ir adonde?
— ¡Oh, donde os plazca! -dijo ella con un suspiro exasperado-. Parece que nuestros planes no acaban de gustaros, o que los rechazáis de plano. Así pues, decidid vos mismo.
Ahora le había entrado prisa de que todo aquello terminara, prisa por volver a encontrarse sola con Perceval en este coche, mientras él galopaba hacia la libertad. Había esperado tanto este instante que lo había embellecido con la luz tierna del amor. ¿Qué quedaba del amor, después de tanto tiempo? Era una pregunta que ahora lamentaba no haberse planteado antes.
— Pero… ¿venís vos conmigo?
— No -dijo ella desviando la mirada-, no sería prudente. Mientras vos os dirigís a Mentón con Philippe, Perceval y yo seguiremos nuestro viaje a Turín, adonde se supone que nos dirigimos en peregrinación. Tengo que ir para dar gracias a Dios por habernos permitido tener éxito en nuestro plan de evasión.
De súbito, él se precipitó a la portezuela y gritó:
— ¡Para, cochero!
— ¿Estáis loco? ¿Qué queréis hacer? -dijo ella abalanzándose sobre él-. No podemos perder tiempo…
— Yo tengo todo el tiempo del mundo, y quiero saber. ¿Qué planes habéis preparado para mí? Vamos, hablad o vuelvo a constituirme prisionero…
— ¡Qué gran idea! ¿Y qué será entonces de Ganseville? Ya que tanto os interesa, esto es lo que habíamos previsto: haceros cruzar el mar hasta las cercanías de Narbona, donde no tendréis dificultad en encontrar caballos; después, siguiendo los valles de los ríos, llegar a un puerto del Atlántico, y finalmente…
— ¿Finalmente? ¡Hablad, diablos! ¡Hay que arrancaros las palabras!
— Finalmente, Belle-Isle, donde he conservado mi casa junto al mar…
La imagen debió de impresionarle, porque se calmó de inmediato. Su voz cambió, para reflejar por primera vez alegría cuando murmuró:
— ¡Belle-Isle! Desde siempre sueño con ella… -Y luego, recuperando otra vez su mal humor-. Pero ¿qué haré allí sin vos? Ganseville me ha dicho que me esperabais, que ibais a llevarme…
— ¿Fue lo que os hizo decidiros?
— Sí… -Pero como nunca había sabido mentir, añadió en un tono más bajo-: Y también el temor de que se matara si yo no aceptaba. ¡Nunca nadie ha tenido un corazón tan generoso…!
— Ni más desesperado. ¿Lo mirasteis, siquiera? La muerte de su joven esposa ha estado a punto de volverle loco. Lo único que le ha ayudado es la idea de que aún podía hacer algo por vos… Así pues, ¿qué hacemos?
Como no contestaba, Sylvie dio a Grégoire la orden de ponerse de reiniciar la marcha. Beaufort se había acurrucado en su rincón; ella le oyó resoplar y comprendió que estaba llorando.
— ¿Tanto añoráis vuestra prisión? -preguntó ella, lastimera.
— Aún no lo sé… Me ofrecéis vivir en Belle-Isle y yo no esperaba tanto, pero Ganseville me había insinuado que me acompañaríais y que por fin disfrutaríamos de la felicidad que hemos perseguido toda nuestra vida sin alcanzarla nunca… Si es para vivir solo, ¿qué paraíso conservará su encanto?
— ¿Eso significa que todavía me amáis?
— Nunca os he permitido que lo pongáis en duda -aseguró él con malicia masculina, inconsciente sin duda pero tan flagrante que Sylvie no pudo contener una carcajada.
— Pero si no hacéis más que gruñir desde que habéis subido a este coche. Por un momento he llegado a creer que estabais enfadado conmigo.
— ¡Estoy enfadado! ¿No podéis comprender el dolor y la vergüenza que siento al condenar a un hombre al que quiero más que a un hermano a un destino tan cruel? Hace un momento, me he encontrado a vuestro lado aturdido, aniquilado por lo que me sucedía. No pensaba más que en la puerta que se había cerrado tras él, en el chirrido siniestro de los cerrojos… en la máscara que lleva en mi lugar. La alegría de veros había quedado en un segundo plano, pero si además he de renunciar a vos…
Sylvie extendió la mano y encontró un puño crispado, que acarició con sus dedos.
— He dicho que no os acompañaba; nunca he dicho que no me reuniría con vos. ¿No había jurado ser vuestra si regresabais con vida?
Un instante después estaba entre sus brazos, y sentía en la mejilla el roce de un rostro húmedo y barbudo cuyos labios buscaban los suyos.
— ¡Juradlo otra vez! -exigió entre dos besos tan ardientes que, a pesar de la felicidad que sentía, Sylvie apartó la cabeza con un esfuerzo de voluntad.
— Llegamos. ¡No olvidéis que Philippe aún no sabe lo que somos el uno para el otro! No quisiera que una revelación inesperada…
La carroza se adentró por un camino de tierra dando unos tumbos que le cortaron la palabra.
— No habéis jurado.
— ¿De verdad hace falta?
Fue ella entonces quien le abrazó para darle un último beso, antes de apartarse con la conciencia cruel de que sin duda pasarían meses antes de que los dos conociesen de nuevo aquella felicidad. Él debió de pensar lo mismo, porque suspiró:
— ¿Llegará por fin el día en que no tengamos que separarnos más?
— Ese día está próximo, no lo dudéis, amor mío -afirmó ella, animada de súbito por una nueva convicción-. Muy pronto estaremos juntos en un lugar donde el mundo nos olvidará…
Unos momentos más tarde, dos jinetes salían de la granja en ruinas y tomaban el camino que, por Saluzzo y Cuneo, iba a conducirles a Mentón y al libre mar. Luego llegó el turno del coche que llevaba a Sylvie y Perceval a Turín, donde los pobres iban a recibir una generosa limosna. Sylvie tenía muchas cosas que agradecer al Señor…
14. Los amantes del fin del mundo
Las bodas de Marie de Fontsomme con Anthony Selton se celebraron en la capilla del castillo de Saint-Germain en los primeros días de abril de 1672, en presencia del rey, la reina, toda la corte y el duque de Buckingham, venido en representación del rey Carlos II y para combatir al lado de Francia en la guerra de Holanda, que iba a comenzar. Unas bodas muy brillantes que de alguna manera simbolizaban el tratado de Dover, última obra de la encantadora Madame, duquesa de Orleans, tan pronto y tan cruelmente desaparecida. Flotaba sin embargo una atmósfera de extrañeza en la capilla llena de flores y luz en la que Marie, deslumbrante en su vestido de raso blanco deshilado de plata y bordado con perlas, fue llevada al altar por su hermano el joven duque de Fontsomme, milagrosamente escapado de las prisiones otomanas y cuyas aventuras apasionaron a los salones desde su regreso. Unas aventuras cuidadosamente elaboradas y pergeñadas en la «librería» del caballero de Raguenel, cuya vasta cultura (e imaginación) resultó de gran ayuda durante los interrogatorios sufridos por el joven en los gabinetes ministeriales. Todo fue para bien, y el rey le devolvió sin la menor dificultad — ¿tal vez incluso con una especie de alivio?- los títulos y propiedades que habían quedado sin dueño después del asunto de Saint-Rémy.
La felicidad de los novios y el fasto del decorado real fueron la parte positiva del acontecimiento. La negativa, la ausencia de la duquesa de Fontsomme, a la que el rey se negó a permitir reaparecer en su presencia, y que a la misma hora rezaba por la felicidad de su hija entre las monjas del convento de La Madeleine, tan entrañable para su amiga la mariscala de Schomberg, que acudió discretamente a acompañarla. También en el lado negativo había que incluir el mal aspecto de la reina, de luto por su última hija, una pequeña Marie-Thérèse de cinco años, muerta un mes antes, y que sin la menor alegría se encontraba embarazada una vez más. Y las lágrimas de Mademoiselle, inconsolable por la situación en que se encontraba su bienamado. Lágrimas hubo también, brillantes de cólera, en el rostro de Buckingham cuando su vista se posó en la princesa alemana, gorda y un tanto vulgar, desposada el otoño anterior por el duque de Orléans: ahora la llamaban Madame y el joven duque sentía aquello como una bofetada, incapaz de olvidar a la que había llevado el mismo título con tanta gracia. Y también, finalmente, pesaba en el ambiente la inminencia de los preparativos para la guerra. El rey marcharía a reunirse con Turena y Condé, ya en campaña, y si bien todos los que debían seguirle se alegraban de la perspectiva de cubrirse de gloria, las mujeres no dejaban de preguntarse cuántos volverían, y en qué estado. Una sola de ellas exultaba de resplandeciente orgullo: la marquesa de Montespan, ahora dueña absoluta de la voluntad del rey. Dos meses después iría a dar a luz con discreción en su finca del Génitoy, cerca de Lagny. Por el momento, su suntuoso vestido no disimulaba en absoluto el hijo que esperaba. Estas bodas -o por lo menos la pompa de que estaban revestidas- eran obra suya. Para su sorpresa, no había conseguido que el rey permitiera la presencia de Madame de Fontsomme, pero se comportaba como la hermana mayor de la novia, y se cuidó de que a nadie le pasara inadvertido. En la recepción nocturna que se celebró después -el matrimonio fue bendecido a medianoche, según la costumbre-, colocó de forma ostensible a la joven pareja bajo su protección, lo que valió a Marie una conversación con Luis XIV.
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