Cuando el patrón de la Gaud le llamó a voces para que ayudara a desembarcar a su pasajera, se incorporó para observar a los que venían, protegiéndose los ojos del resol con una mano. Sylvie supo entonces que el François de antaño nunca había dejado de existir… a menos que la isla le hubiera devuelto a la vida. Una sonrisa iluminó como un relámpago su barba cuando entró en el agua transparente para aproximar el barco… Con el corazón desbocado, Sylvie pensó que estaba más hermoso que nunca, y que muchos jóvenes gentileshombres envidiarían a aquel hombre de cincuenta y seis años su cuerpo de marino duramente entrenado. Su voz, la de otros tiempos, gritó al patrón, al que parecía conocer:
— Gracias por traerme por fin a mi esposa. Empezaba a preguntarme si vendría algún día.
— Si se ha retrasado sin motivo, tiene que pedir perdón -dijo en tono grave el bretón-. La mujer debe seguir a su esposo allá donde vaya. Así está escrito.
Con una breve risa, François tomó a Sylvie en sus brazos para llevarla a la playa, mientras dos marineros descargaban una pequeña maleta de cuero y un gran saco, que depositaron en la arena antes de volver a embarcar. La pareja dio las gracias y esperó a que el barco tomara de nuevo el viento. Sólo entonces, François se inclinó, tomó en brazos a Sylvie, remontó a la carrera, sin decir palabra, la playa y el sendero que acababa en unos rudimentarios peldaños, llegó a la casa, irrumpió en ella como un viento de tormenta y cerró la puerta a su espalda de un puntapié. Entonces dejó a Sylvie en el suelo y se apartó dos pasos para mirarla, con un aire repentinamente severo.
— ¡Ya estás en tu casa! -declaró-. ¡Cuánto has tardado en venir!
Ni siquiera la había besado. A Sylvie, molesta, le llegó en ese momento el aroma de una sopa de pescado. Una rápida ojeada circular le mostró que el antiguo priorato estaba rigurosamente limpio, que ardía el fuego en la vieja chimenea y que un ramo de ginesta ocupaba un jarrón de cobre. Todo ello sugería una mano de mujer, y picó su amor propio.
— Sabíais que necesitaría varios meses para poner en orden mis asuntos, pero veo que el tiempo no se os ha hecho muy largo. No estáis solo aquí, ¡se nota enseguida!
Él se echó a reír, y la aprisionó entre sus brazos en un abrazo tan fuerte que a ella le faltó la respiración.
— Tienes razón: no he estado nunca solo porque siempre me has acompañado.
— Y tú limpiabas, cocinabas…
— Más tarde resolveremos ese misterio… ¿De modo que piensas que escondo a una mujer en alguna parte, y que ha corrido a ocultarse al verte llegar?
— ¡Por… por qué no! ¡Soltadme! ¡Me a… hogáis!
— Ésa es mi intención. Voy a ahogarte a fuerza de besos…, a hacerte morir de amor…
Aflojó un poco su abrazo para dejarla respirar, y se apoderó de su boca, que violentó con un ardor ávido contra el que Sylvie se esforzó en luchar, furiosa al sentirse juguete de aquella voluntad torrencial, que muy pronto le despertó sensaciones olvidadas. Se vio impotente contra aquella pasión desatada que derritió su cólera y anuló sus fuerzas. Se abandonó entonces, atenta solamente al deseo que la invadía.
Cuando sintió que su resistencia cedía, François empezó a desvestirla con gestos suaves pero rápidos, y a apoderarse de aquello que liberaba sin interrumpir su beso. Y bruscamente, cuando ella no conservaba más que sus medias de seda blanca sujetas con cintas azules, la apartó de sí y la sostuvo al extremo de sus brazos para contemplarla. Un rayo de sol que entraba por la pequeña ventana la envolvió entera en su calor luminoso, y ella cerró los ojos deslumbrada e intentó con un gesto instintivo ocultar sus senos con las manos cruzadas. Él las apartó con suavidad.
— ¡Qué bella eres! -susurró-. Tu cuerpo es tan puro como el de una niña pequeña. No has cambiado en absoluto. ¿Cómo lo has conseguido?
Entonces ella abrió los ojos de par en par y le sonrió con malicia.
— Lo he cuidado… Quizá porque, sin atreverme a confesarlo, siempre he esperado entregártelo un día…
— Pues bien, dámelo, mi amor… Ese día que tanto he esperado ha llegado…
Mucho tiempo después, cuando los dos devoraban con un apetito de adolescentes la sopa de pescado, consumida hasta convertirse en una especie de caldo espeso, que había dejado al fuego la mujer del molinero, encargada también de la limpieza de la casa, François paró un momento de comer para contemplar a Sylvie a través de sus párpados entrecerrados. El ocaso difundía una tenue luz rosácea que acariciaba su piel y sus cabellos esparcidos sobre los hombros.
— ¿Sabes que acabamos de cometer un pecado, amor mío, y que vamos a seguir cometiéndolos?
Ella le miró horrorizada. Lo que acababan de vivir era tan bello, tan intenso, que calificarlo con la noción humillante del pecado le pareció un insulto.
— ¿Es así como lo ves? -dijo con un reproche triste en su voz.
Él se echó a reír, se levantó de la silla y fue a tomar a Sylvie por los hombros, la obligó a incorporarse y la estrechó contra su pecho.
— Por supuesto que no, pero sabes muy bien que siempre he sido un bromista. Lo cual no impide que nuestras almas estén en peligro si no hacemos nada -dijo, medio en serio medio en broma-. ¡Vístete pronto! Tenemos que salir…
— ¿A estas horas? ¿Adónde vamos a ir?
— A dar un paseo. Hace tan buena noche. -Como dos niños, salieron y cruzaron la landa cogidos de la mano. En lugar de seguir el litoral como esperaba Sylvie, volvieron la espalda al mar y se dirigieron a la pequeña iglesia que ella conocía bien por haberla frecuentado en la época en que huía del verdugo de Richelieu.
— ¿Qué pretendes hacer? -preguntó sin disminuir el paso-. ¿Llevarme a confesar en plena noche?
— ¿Por qué no? Dios nunca duerme, ¿sabes?
A ella le pareció extraña la idea, pero no quiso contrariarle. En el fondo le gustaba volver a ver aquel pequeño santuario cuyo campanario bajo seguía resistiendo los vientos de las tempestades. Se elevaba junto a las ruinas de un antiguo castillo y a las escasas viviendas de una aldea. François fue directamente a la más próxima, por otra parte la única en la que aún se veía luz: una vela que iluminaba a un hombre ya anciano, un sacerdote sentado a la mesa delante de una cena modesta. Después de dar tres golpes en la puerta, François entró, arrastrando a Sylvie detrás de él. El sacerdote levantó la vista y, al reconocer a su visitante, sonrió y fue a recibirle.
— ¡Ah! -dijo-. ¡Ella ha llegado! Entonces será esta noche…
— Si no es mucha molestia, señor rector. Sabéis desde hace mucho tiempo la prisa que tengo.
— En ese caso, venid conmigo -dijo tras estrechar la mano de Sylvie con un gesto cálido y reconfortante.
A pesar de la extraña emoción que se había apoderado de ella, Sylvie quiso hablar, pero François colocó un dedo sobre su boca.
— ¡Silencio! De momento no debes hablar.
Siguieron al anciano hasta la iglesia. El abrió la puerta cerrada simplemente con un pasador, les hizo entrar y luego volvió a cerrar utilizando en esta ocasión una pesada llave. Los tres se encontraron en una oscuridad apenas quebrada por una lamparilla de aceite colocada ante el tabernáculo.
— No os mováis. Voy a encender los cirios.
Encendió los dos del altar, e hizo seña a sus visitantes de que se aproximaran, después de colocarse al cuello la estola ritual.
— Debo ahora oíros en confesión, madame. Luego escucharé… a vuestro compañero.
Al comprender que aquella historia de la confesión, anunciada en tono de broma poco antes, iba en serio, Sylvie preguntó:
— Pero… ¿porqué?
— Porque no puedo casaros si no estáis en paz con el Señor, hija mía. Espero que no pondréis ningún impedimento.
— ¿Casarnos? Pero, François…
— ¡Silencio! No es conmigo con quien tienes que hablar. Vamos, corazón mío… No olvides que el secreto es inviolable para un sacerdote. Y a éste lo conozco bien.
Después de la confesión más incoherente de toda su vida, Sylvie se encontró delante del altar al lado de François, que la miraba sonriente.
— ¿Vamos a hacerlo de verdad? -susurró ella-. Sabes bien que es imposible. El barón d'Areines no existe…
— ¿Quién habla del barón d'Areines? Tienes que saber que prometí a tu hijo casarme contigo durante nuestro largo viaje hasta aquí.
— ¿Lo sabe?-dijo ella espantada.
— No. Sabe únicamente que amo a su madre desde hace mucho tiempo. Sabe también que nunca se avergonzará de nuestra extraña situación.
El sacerdote volvía con una pequeña bandeja en la que reposaban dos modestos anillos de plata. Hizo arrodillarse a los contrayentes ante él y juntó sus manos mientras invocaba al Señor con los ojos alzados al cielo. Luego llegó el momento del compromiso y Sylvie, con una especie de terror sagrado, le oyó pronunciar lo que ya no creía posible escuchar.
— François de Borbón-Vendôme, duque de Beaufort, príncipe de Martigues, almirante de Francia, ¿aceptáis por esposa a la muy alta y noble dama Sylvie de Valaines de l’Isle, duquesa viuda de Fontsomme, y juráis amarla, guardarla en vuestro hogar, defenderla y protegerla durante el tiempo que Dios quiera concederos sobre la tierra?
— … ¡Y más allá! -añadió François antes de pronunciar con voz firme-: ¡Lo juro!
Como en un sueño, Sylvie se oyó pronunciar el mismo juramento con una voz entrecortada por la emoción. El sacerdote bendijo los anillos antes de dárselos, cubrió sus manos unidas con el extremo de su estola, y pronunció finalmente las palabras que les unían ante Dios y ante los hombres. Entonces, François se inclinó profundamente ante la que se había convertido en su mujer.
— Soy el humilde servidor de Vuestra Alteza Real -dijo en tono grave-. ¡Y también el más feliz de los hombres!
Apoyados el uno en la otra, el duque y la duquesa de Beaufort salieron de la iglesia y la noche tibia les envolvió con su esplendor estrellado, que les brindó, mientras volvían a paso lento a través de la landa solitaria, una corte más brillante y majestuosa de lo que jamás sería la de Saint-Germain, la de Fontainebleau o incluso la de ese Versalles aún inacabado cuya magnificencia iba a asombrar al mundo. Belle-Isle les ofreció los aromas nocturnos del pino, la ginesta y la menta silvestre, mientras la gran voz del océano cantaba, mejor que el órgano, la gloria de Dios y la unión de dos seres que se habían buscado durante tanto tiempo…
Olvidados del mundo y forzados a una eterna clandestinidad, François y Sylvie iban a vivir su amor con intensidad, modestamente mezclados con una población humilde de pescadores y campesinos que nunca intentarían penetrar un misterio que, no obstante, intuían de manera confusa. Esas gentes los quisieron sobre todo cuando en 1674 llegó la prueba de un mortífero desembarco holandés dirigido por el almirante Tromp, cuyos navíos, como en otro tiempo los de los normandos, aparecieron una mañana delante de la playa de Grandes Sables. Aquellos hombres pasaron por la isla como un viento de desgracia, saqueando e incendiando sin que la antigua ciudadela de los Gondi -casi desprovista de guarnición-, que Fouquet tanto se había empeñado en reforzar, pudiera hacer gran cosa para defenderse. François y Sylvie, cuya casa del fondo de la caleta no sufrió daños, se multiplicaron para apoyar, consolar y aliviar a los afectados por aquel azote, y después para ayudarles a reparar los destrozos. Desde entonces Belle-Isle, herida, les acogió sin reservas y su amor se vio exaltado por ello.
Ese amor tan bien escondido iba a durar quince años…
Epílogo
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