El contraste con su hermano, que marchaba a su lado, un paso más atrás, era llamativo. Realzado sobre unos enormes tacones, el joven Monsieur era francamente bajito pero muy guapo. Con su espeso cabello negro rizado, su rostro fino y despierto, parecía haber concentrado toda la herencia italiana de su familia. Empolvado, perfumado, lleno de cintas, vestido de forma impecable y reluciente de joyas y adornos, era considerado «la más bonita criatura del reino» aunque era tan bravo como podía serlo su hermano. De hecho, Philippe era lo que Mazarino había querido que fuese: un ser un tanto híbrido, demasiado pendiente de los vestidos, del arte de las dulzuras de la vida, del placer y la belleza de sus decorados para nunca representar el equivalente del peligro incesante que el difunto Gaston d'Orleans había sido para el rey Luis XIII. Parecía haberlo logrado incluso en exceso…
Luis XIV estaba de excelente humor: las justas le habían entretenido, y barrido (¿por cuánto tiempo?) la melancolía amorosa que se había apoderado de él desde su ruptura con María Mancini. El recibimiento que dispensó a Sylvie se benefició de esa disposición feliz. Su mirada vivaz la descubrió muy pronto entre las damas reunidas alrededor de su madre, y fue directamente hacia ella:
— ¡Qué alegría veros de nuevo, duquesa! ¡Y siempre tan bella!
Le tendió la mano para incorporarla de su reverencia y rozó su mano con sus labios adornados con un fino bigote, bajo la mirada sorprendida y ya envidiosa de la corte.
— Sire -respondió Sylvie-, ¡el rey es demasiado indulgente! ¿Puedo permitirme agradecerle el hecho de que haya pensado en mí?
— Era muy natural, madame. Me importaba mucho rodear a la que va a convertirse en mi esposa de damas alas que aprecio de manera muy especial, y vos sois, según creo, mi amiga más antigua. ¡Acercaos, Péguilin!
El nombre sobresaltó a Sylvie, que observó con atención al hombre con que soñaban las pequeñas Nemours; a primera vista, se preguntó qué podían encontrar en él: era de escasa estatura de un cabello rubio descolorido, no guapo pero al menos de cuerpo armonioso, y con un rostro a la vez insolente y espiritual. No dudó en quejarse:
— ¡Sire, me llamo Puyguilhem! ¿Es realmente tan difícil de pronunciar?
— ¡Péguilin me parece menos bárbaro! Y además no durará siempre: sólo hasta que el Condé de Lauzun, vuestro padre, deje este mundo. Deseo presentaros a la señora duquesa de Fontsomme, que me es muy querida. Si obtenéis su amistad, os estimaré más por ello.
— Me colmaréis de dicha, Sire -dijo el joven al tiempo que ofrecía a Sylvie el saludo más elegante y cortés posible-, pero es suficiente ver a madame para arder en deseos de gustarle… -Mientras hablaba, la miraba directamente a los ojos con una sonrisa tan sincera que ella sintió que sus prevenciones desaparecían.
— ¡No ardáis, señor! Demasiadas llamas no convienen a la amistad, que es la dulzura de la existencia -contestó entre risas-. Pero si no depende más que de mí, seremos amigos.
Mientras el rey se alejaba, intercambiaron otras palabras amables, y luego el joven capitán se dirigió con unas prisas reveladoras hacia una mujer muy bonita que charlaba con Madame de Conti. Ésta se apartó de inmediato, y los dos quedaron a solas.
— ¿Quién es? -preguntó Sylvie a Madame de Motteville, señalando a la pareja con la punta de su abanico-. Quiero decir, ¿quién es ella?
— La hija del mariscal de Gramont, Catherine-Charlotte. Ella y Monsieur Puyguilhem son primos y han pasado juntos su infancia.
— ¿Se aman?
— Creo que es evidente. Por desgracia, Catherine es desde hace unas semanas princesa de Mónaco. El pobre Puyguilhem tiene demasiado poco patrimonio, a pesar de su hermoso título, para pretender su mano. ¡Pero eso no le impide pretender el resto de su persona!
Sylvie visualizó los rostros sofocados de las pequeñas Nemours y pensó que no aguantaban la comparación, y que su pobre madre no había llegado aún al final de sus padecimientos. Pero a esa edad un amor sustituye con facilidad a otro y las penas son efímeras, al menos para la mayoría de las muchachas.
Cansada del viaje y con pocas ganas de asistir a las distintas diversiones que se ofrecían -danzas locales en la plaza, una comedia interpretada por la gente del hôtel de Bourgogne, y finalmente baile en el salón de la reina-, obtuvo sin dificultad permiso para retirarse a descansar, habida cuenta sobre todo de que para la expedición prevista a Fuenterrabía saldrían por la mañana temprano. Pero al llegar a la casa Etcheverry, se dio cuenta con asombro de que Monsieur de Saint-Mars seguía en el mismo lugar. Parecía haber echado raíces allí porque, de brazos cruzados y recostado debajo del balcón de la casa de enfrente, miraba fijamente cierta ventana como si intentara hacer salir a alguien por ella con la única fuerza de sus ojos.
Cuando la silla de Sylvie se detuvo ante la puerta, él se sobresaltó y luego se precipitó a ocultarse en una especie de callejón entre dos edificios.
— Alguna historia de amor hay detrás de esto -murmuró Madame de Fontsomme entre dientes.
Y de hecho descubrió el motivo de esa historia cuando, al ser acompañada a la cena por su anfitrión, vio de pie a su lado a una joven muy bella que él presentó brevemente como «mi hija Maitena», y que dedicó una hermosa reverencia a la huésped de su padre. Producto puro de la tierra vasca, Maitena poseía todo lo necesario -una tez de marfil, cabellos de ébano y ojos de brasa- para hacer perder la cabeza incluso al más grande señor. Con mayor razón a un modesto mosquetero.
Después de la cena, Sylvie habló del tema a Perceval, que por su parte no había salido de la casa desde su llegada.
— ¡Ah, ya me he fijado! -dijo-. Cuando he visto a la muchacha lo he entendido todo, pero ese atolondrado no se ha movido de ahí en toda la tarde y está comportándose como un imbécil. Nuestro anfitrión no parece un hombre que deje que pelen la pava con su hija sin levantar una ceja…
— Sin embargo, cuando vino a nuestra casa, ese Saint-Mars parecía una persona seria.
— Como si no supieras que el amor enloquece a los más sensatos… Todavía sigue ahí -añadió Raguenel, que se había acercado a la ventana abierta a una noche deliciosamente templada, azul y llena de música-. ¡Ah, hay novedades! ¡Ven a ver!
Un oficial de aspecto orgulloso, delgado, de mirada relampagueante semioculta bajo el sombrero de fieltro gris con un penacho rojo, acababa de desmontar y abroncaba a su subalterno con un acento gascón que muchos años de servicio al rey no habían conseguido atenuar; lo cual preocupaba poco a Monsieur d'Artagnan, teniente de los mosqueteros en funciones de capitán, porque estaba orgulloso de sus orígenes. El sentido de su reprimenda estaba claro para los observadores: el pobre enamorado había olvidado que tenía el deber de formar la guardia del rey y recibió la orden de regresar al cuartel y sufrir allí el arresto de rigor hasta nueva orden. Con un suspiro que partía el alma y una mirada desesperada a la querida casa que se veía obligado a abandonar, Saint-Mars se marchó arrastrando los pies pero sin intentar discutir, lo que sólo habría tenido por resultado agravar su falta.
D'Artagnan iba a montar a caballo para escoltarlo cuando apareció otro jinete. El mosquetero detuvo su movimiento para saludar al mariscal de Gramont, que por su parte le saludó alegremente:
— ¡Vaya, amigo mío! ¿Os habéis alistado en la policía o estáis aquí representando el buen pastor?
— La segunda hipótesis es la buena, señor mariscal. He venido a recuperar una oveja que tiene tendencia a descarriarse demasiado a menudo por esta parte.
— Si conocierais a la señorita de la casa, lo entenderíais mejor. Es tan bella que un santo se condenaría por ella.
— Mis mosqueteros no son santos y tienen el honor de servir al rey. Las tentaciones les están prohibidas, por lo menos cuando están de guardia…
— Bah, ya sabéis cómo es el amor en nuestra tierra. [7] ¿Y no deberíais casaros vos mismo?
— Estoy pensando en ello, porque deseo descendencia. Es un asunto serio… Ahora permitid que os deje, señor mariscal.
— ¿No me acompañaréis un rato? Vengo de la isla de los Faisanes, donde he tenido que arreglar algunos detalles del pabellón de las Conferencias, y estoy rendido. Cuento con un buen chocolate para reponerme. Venid a compartirlo conmigo.
— Un ch…
Su buena educación permitió al oficial evitar una mueca, pero su sonrisa de disculpa era un verdadero poema. Se apresuró a excusarse porque el rey le esperaba, saludó, montó y se alejó. El mariscal se encogió de hombros y entró en la casa. Cuando Sylvie se acostó, el aroma del misterioso brebaje impregnaba toda la casa.
— Encuentro agradable ese aroma, pero un poco fatigoso a la larga -confió al día siguiente a Mademoiselle y Madame de Motteville, mientras se dirigían a Fuenterrabía en la carroza de la primera.
— Tendréis que acostumbraros a respirarlo diariamente -dijo la princesa-. Nuestra futura reina consume, al parecer, unas cantidades asombrosas. Lo mejor sería que lo probarais; es bastante bueno, ¿sabéis?
— ¿Lo ha probado Vuestra Alteza?
— Gracias al mariscal de Gramont. Lo ofrece a todos los que se ponen a su alcance. De modo que no vais a poder escabulliros, porque ocupáis la misma casa.
— Habrá que probarlo, entonces. Pero ahora que pienso: ¿por qué un matrimonio por poderes cuando aquí todo está dispuesto para la ceremonia definitiva?
— Porque una infanta de España no puede abandonar el reino de sus padres si no está casada. Es la ley… Ya llegamos.
Sobre una colina con jardines floridos, y rodeada por murallas medievales, Fuenterrabía presentaba un aspecto noble y lleno de gracia. Subieron por la calle principal entre dos filas de casas con balcones y miradores, en medio de una densa multitud que se apretujaba en la plaza principal, entre la iglesia de Santa María y el viejo palacio de Carlos V en el que se alojaba la novia. La compañía de la princesa, cuyo ilusorio incógnito fue desvelado muy pronto, les permitió instalarse en un buen lugar en una iglesia con altares sobrecargados de dorados. Pensando sin duda que todo aquello no bastaba, el aposentador de la corte, el pintor Diego Velázquez, había añadido tapices y grandes cuadros que representaban escenas piadosas. El olor del incienso era tan fuerte que Madame de Motteville estornudó en varias ocasiones, lo que le atrajo las miradas ceñudas de una nobleza que no dejó de sorprender a Sylvie, acostumbrada a los colores alegres con que se adornaba la corte francesa. Allí, casi todo el mundo iba vestido de negro, los hombres con jubones de otra época -algunos incluso llevaban aún los cuellos de las gorgueras almidonados-, y las mujeres con pesados ropajes de mangas colgantes. Ellas parecían llevar bajo las faldas unos grandes toneles achatados por delante y por detrás, que llamaban «guardainfantes» [8] y muy poca ropa blanca visible. En cambio, tanto ellos como ellas lucían enormes joyas de oro con grandes piedras preciosas incrustadas: el oro que los conquistadores enviaban desde América cargado en los galeones de la flota de Indias. Por su parte, los españoles miraban a las tres francesas con curiosidad pero sin hostilidad: el gran luto de Mademoiselle, el de Sylvie y el prudente color oscuro elegido por la confidente de la reina eran otros tantos puntos en su favor. De pie en el coro, don Luis de Haro, que negociaba desde hacía meses con Mazarino, se disponía a asumir la representación del rey de Francia.
Finalmente, conducida por la mano izquierda de su padre, apareció la infanta y todas las miradas se volvieron hacia ella.
Al lado del rey Felipe IV, vestido de gris y plata y luciendo en el sombrero un gran diamante, el Espejo de Portugal, además de la Peregrina, la mayor perla conocida, María Teresa parecía curiosamente apagada. Su vestido era de simple lana blanca con bordados de plata del mismo tono, y su magnífico cabello rubio peinado en bandas a ambos lados de las orejas apenas se veía, cubierto por una especie de bonete blanco que la afeaba. A pesar de ello estaba encantadora con su tez luminosa, su bonita boca redondeaba y sus magníficos ojos azules, dulces y brillantes. Por desgracia, era de escasa estatura y tenía feos los dientes.
— ¡Qué lástima que no sea un poco más alta! -susurró Madame de Motteville-. Creo que de todas formas el rey estará contento…
— Le pondrán tacones -respondió Mademoiselle en el mismo tono-. Además, él tampoco es tan alto… ¡Estaría bueno que se hiciera el difícil!
Después ya no vieron nada, porque el rey y su hija habían pasado detrás de una especie de cortina de terciopelo abierta únicamente del lado del altar, en el que oficiaba el obispo de Pamplona.
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