Una vez acabada la ceremonia, las tres francesas se retiraron para ir a reunirse, en la isla de los Faisanes, con la ahora reina madre, que iba a ver a su hermano por primera vez desde hacía cuarenta y cinco años…
— ¿Van a traernos a nuestra nueva soberana? -preguntó Sylvie que, en su cometido de dama suplente de compañía, esperaba poder ayudar a la pobre reina joven a quitarse aquellos arreos, para mostrarla a su esposo con un aspecto más favorecedor.
— ¡Cómo se ve que no conocéis la etiqueta española! -suspiró Mademoiselle-. Hoy es el día del reencuentro familiar, y mi primo será la única persona de toda la corte que no asistirá.
En efecto, en la pequeña isla del río Bidasoa, casi enteramente ocupada por el pabellón de las Conferencias, con dos galerías enfrentadas que conducían a una gran sala, habían dispuesto una larga alfombra roja cortada por la mitad que simbolizaba la frontera entre los dos reinos. También allí se había prodigado Velázquez de tal modo que la sala parecía una exposición de pintura. Las dos cortes se alinearon en silencio, cada una en su lado. Luego el rey de España y la reina madre se acercaron al borde cortado de la alfombra y se dieron un frío abrazo… Cuando Ana de Austria, llevada por la emoción, quiso besar realmente a su hermano, él desvió rápidamente la cabeza. Después ambos se sentaron en sendos sillones para hablar, en tanto que la infanta tomó asiento en un almohadón, de modo que desapareció casi por completo en su «guardainfante».
Mientras tanto Luis XIV, que desde hacía un rato galopaba por el lado francés de la isla, se consumía de impaciencia. Cuando no aguantó más, fue a la puerta de la sala a preguntar si podían admitir en ella a «un extraño».
De inmediato la reina madre, con una sonrisa, rogó a Mazarino que autorizara a aquel extraño a mirar a los presentes. Escoltado por don Luis de Haro, el cardenal abrió de par en par las puertas para que los jóvenes novios pudieran verse, aunque no se permitió a Luis cruzar el umbral. Felipe IV carraspeó para aclararse la voz.
— Guapo yerno -dejó caer-. Pronto tendremos nietos.
Pero cuando Ana preguntó sonriendo a la infanta qué pensaba ella, el rey se apresuró a añadir con cierta brusquedad:
— ¡Aún no es tiempo!
El joven Monsieur se echó a reír:
— Hermana, ¿qué os parece esa puerta? -preguntó a la joven, que se puso colorada pero también rió.
— La puerta me parece muy bella y muy buena -dijo.
Eso fue todo por aquel día. Se intercambiaron cortesías gélidas, se separaron y el rey de España se llevó consigo a su hija.
— ¡Me pregunto si se decidirá a dárnosla algún día! -gruñó Mademoiselle.
— Pasado mañana -respondió Madame de Motteville, que se había enterado de los detalles de la ceremonia.
— ¡Todo esto es ridículo! Mi primo Beaufort ha tenido razón al no querer asistir a las bodas. Ya detesta bastante a los españoles: habría hecho alguna escena.
— Y eso habría sido una estupidez más que añadir a su cuenta -dijo entre dientes Mazarino, que lo había oído-. Me he cuidado además de que no fuera invitado.
— ¿Y el rey os ha hecho caso?
— Sin dificultad. Vuestra Alteza debería saber que no tiene un afecto desbordante por ese turbulento personaje.
Mientras Mademoiselle le respondía con el lenguaje desenvuelto que le era propio, Sylvie se apartó, dividida entre la indignación por oír a Mazarino hablar del primo del rey con aquel insolente desprecio y el alivio de saber que no corría el peligro de tropezarse con él a la vuelta de una esquina de Saint-Jean-de-Luz. Sentía que necesitaba un poco más de tiempo para poder mirar de frente al hombre al que había jurado no volver a ver nunca. Ya era lo bastante inquietante el hecho de haber sentido latir con más fuerza su corazón cuando su nombre había sonado en los labios de la princesa.
Meditó sobre ese tema hasta su regreso a la casa del armador, donde encontró materia abundante para cambiar el curso de sus pensamientos. Después de dejar a Mademoiselle en su domicilio y de entrar en la iglesia para rezar, volvía a pie en medio de la alegre agitación de la calle cuando fue abordada por un hombre al que no reconoció enseguida porque iba vestido de civil.
— Por favor, señora duquesa, dignaos perdonarme por el atrevimiento de deteneros así, con tanto descaro, pero sólo vos podéis devolverme la vida.
Con una sonrisa divertida, ella observó el metro ochenta de vergüenza ruborizada que tenía ante sí.
— No tenéis aspecto de moribundo, Monsieur de Saint-Mars. ¡Incluso os encuentro rebosante de salud!
— ¡No os burléis, por piedad! Ya soy lo bastante desgraciado en el estado en que me encuentro.
— Y corréis el peligro de serlo aún más si os encuentran paseando por la ciudad. ¿No estáis bajo arresto, o es que os han liberado?
— No, y sé que corro un gran riesgo, pero era absolutamente necesario que viniera aquí para intentar encontrar a alguien que se compadezca de mí. Querría… querría hacer llegar una carta a la joven que vive en vuestra casa…
— Soy yo quien vive en la suya, o en realidad en la de su padre, y haría sin duda muy mal servicio a éste si aceptara ser vuestra mensajera. ¿Por qué no recurrís a un criado? Sería muy raro que no consiguierais un poco de complicidad a cambio de dinero. Los ojos grises del mosquetero reflejaron un vivo dolor
— Soy pobre, señora, y únicamente poseo mi soldada.
De no ser así, no necesitaría ayuda: entraría audazmente en la casa de Manech Etcheverry y le pediría la mano de su hija. Pero en mis actuales circunstancias, me echaría a la calle a la primera palabra. Sin embargo, amo a Maitena hasta la locura… y creo que no le desagrado.
— Quiero creeros, amigo mío -dijo Sylvie en tono más suave-, pero en tal caso debo preguntaros qué esperáis de ella, ya que os es imposible pretenderla en matrimonio.
— ¡Nada contrario al honor! En esta carta -añadió, sacando un papel doblado del reverso de su guante- le digo cuánto la amo y le suplico que no se comprometa con otro y espere a que yo haga fortuna. Porque estoy seguro de que llegará el día en que seré muy rico…
— Eso puede llevar tiempo. ¿Estáis seguro de que ella sabrá esperar?
— Eso puede suceder muy pronto, porque tengo proyectos. Al servicio de un rey joven y fogoso, basta un golpe de suerte. ¡Oh, señora, os lo ruego, aceptad llevarle esta carta y os bendeciré mi vida entera!
Parecía tan infeliz, y tan sincero también, que Sylvie bajó un poco la guardia. Sin embargo, aún puso una objeción:
— ¿Tan urgente es? ¿No podéis esperar a encontraros con ella… en otra ocasión?
— Nunca tendré otra mejor. Además, sí es urgente porque su padre tiene planes de boda para ella. Y yo debo cumplir mi arresto hasta pasado mañana, cuando llegue la reina…
— ¡Sea! Dadme la carta. Me las arreglaré para hacérsela llegar sin comprometerme. Bastará con deslizar el papel por debajo de la puerta de su habitación cuando esté segura de que ella está dentro.
— ¡Oh, señora duquesa! ¡Mi gratitud…!
— No tiene importancia. Pero no volváis por aquí.
Una vez en la casa, Sylvie encontró a Perceval esperándola en compañía del mariscal de Gramont… y delante de una taza de chocolate. El viejo militar y diplomático -no tenía más que cincuenta y seis años pero representaba bastantes más- insistía en ofrecer sus respetos a la viuda de uno de sus más brillantes compañeros de armas, y sobre todo a la nuera de un viejo amigo: había combatido en muchas ocasiones al lado del mariscal-duque de Fontsomme, a cuyo mando estuvo en sus primeros pasos en el ejército.
— Cuando vuestro hijo tenga edad para manejar las armas, señora, quisiera que me lo confiarais, y a la espera de ese día, que me concedáis la gracia de considerarme uno de vuestros amigos. Habría deseado que fuera antes, pero habíais decidido vivir lejos de la corte, y yo mismo he estado con frecuencia ausente, por mis compromisos militares o por el gobierno de Bayona; y más raramente por mis estancias en mi castillo de Bidache, que está cerca y en el que me agradaría mucho recibiros en un día próximo.
Sylvie no iba a tardar en descubrir por propia experiencia que, cuando Gramont tomaba la palabra, le costaba dejarla. ¡La facundia meridional, sin duda! Era un bearnés puro, seco y canoso, con un rostro tallado a escoplo, nariz grande, mirada viva y burlona y un mostacho arrogante y tieso que daba a su fisonomía cierto parecido con un gato furioso. Elegante, por otra parte, y hombre afectuoso al que gustaba tratar con generosidad a sus amigos. Orgulloso también de su linaje, no dejaba ignorar a nadie que su padre había sido el último virrey de Navarra y que su abuela no era otra que la famosa Corisande d'Andoins, el primer gran amor de Enrique IV.
Ese día, sin embargo, no hizo ninguna alusión a sus orígenes y no tardó en dar a su discurso un tono galante, dando muy pronto a entender a Madame de Fontsomme que la encontraba muy de su gusto. Aquello molestó un poco a Sylvie, pero divirtió a Perceval. Fue él, sin embargo, quien detuvo aquel diluvio de galanterías preguntando a su ahijada si no le gustaría probar la «bebida de los dioses». Cosa que aceptó de buen grado.
El mariscal se apresuró a servirle una taza, y ella tuvo entonces que escuchar una descripción minuciosa de la manera de preparar el brebaje, y también la del instante mágico en que Gramont lo había bebido por primera vez, instante que le había «abierto las puertas del Paraíso». No le ocurrió lo mismo a Sylvie: admitió que aquella especie de puré líquido aromatizado con canela no era desagradable, pero estaba demasiado azucarado y le costó un poco beberlo. Con una franqueza justificada por el temor de verse ahogada en chocolate en cada uno de sus encuentros con el mariscal-duque, le dijo lo que pensaba.
— Me parece -opinó- que uno debe de cansarse muy pronto.
— ¡No lo creáis! Admito que el primer contacto no siempre es concluyente, pero hay que perseverar. De todas maneras, querida duquesa, estáis condenada a acostumbraros muy pronto: vuestra nueva reina lo bebe a lo largo de todo el día, y vais a ser una de sus damas…
— A menos que me obligue a beberlo yo también, no habrá problema.
Una vez en su habitación, sólo pensó en la mejor manera de entregar el mensaje que le había confiado el pobre Saint-Mars, y que ahora lamentaba haber aceptado.
La hija de la casa, en efecto, tenía un carácter reservado, un poco orgulloso incluso, y Sylvie no veía la forma de entregarle de forma discreta la carta. ¿Y por qué no con una sonrisa cómplice…? Se sentía tan apurada que no se atrevió a hablar del tema con Jeannette, que vino a traerle un vestido recién planchado. Después de la cena, dijo que estaba cansada y se acostó tras dar permiso a Jeannette para dar un paseo en compañía de la vieja gobernanta de la casa Etcheverry. Luego se levantó para espiar el momento en que se abriera la puerta de la muchacha. Cuando estuvo segura de que ésta había entrado en su alcoba, corrió descalza hasta su puerta, pasó la carta por debajo de ésta y volvió tan aprisa como pudo, mientras el corazón le palpitaba como si acabara de correr un gran peligro. Cuando se sintió protegida por las paredes de su propio cuarto, se echó a reír en silencio.
«Debo de estar convirtiéndome en una vieja loca, -pensó-. ¡Jugar a estas cosas, a mi edad! Si me viera Marie…»
Y a la espera de un sueño que no acudía, encendió una vela, se instaló a la mesa y escribió a su hija una larga carta.
Si esperaba haber acabado con la cuestión de los amores del mosquetero, se equivocaba. A la mañana siguiente, mientras Perceval marchaba a Bayona con Gramont, decidió, tentada por un tiempo magnífico, caminar un poco por la orilla de aquel océano que le recordaba tantas cosas. Pero en el momento de salir tropezó ligeramente con Maitena, que, cubierta la cabeza por un velo y con un misal en las manos, iba a oír misa. La joven pidió excusas y se apartó para dejarla pasar, pero le entregó discretamente un billetito que ésta desdobló cuando estuvo lejos de la casa. Sólo contenía unas pocas palabras:
«Por piedad, señora, no os neguéis a reuniros conmigo en la capilla de los Hospitalarios.»
Sylvie renunció a su paseo y se dirigió, en las inmediaciones de la iglesia principal, a la antigua encomienda de los caballeros del Hospital, convertida en hospicio para los peregrinos que se dirigían a Compostela por el camino del litoral. Se preguntó si el lugar estaba bien elegido: en efecto, el hospicio estaba lleno de personas, peregrinos o no, que esperaban las bodas reales con la esperanza de recibir grandes limosnas. En la capilla brillaban las luces de los cirios y resonaba el eco de las oraciones. Maitena estaba arrodillada sola, cerca del baptisterio. Se colocó a su lado, hombro con hombro, y murmuró:
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