— ¿Qué puedo hacer por vos?

Maitena levantó hacia ella unos bellos ojos oscuros anegados en lágrimas:

— Soy consciente de mi audacia, señora duquesa, y os pido mil veces perdón por atreverme a dirigirme a vos, pero ayer noche, al recibir la carta, pensé que tal vez aceptaríais ayudarnos otra vez. Habéis sido tan buena…

— ¿Cómo sabéis que fui yo?

— Os vi hablar con él cerca de la iglesia. Oh, señora duquesa, os lo suplico, decidle que no puedo conceder todo lo que me pide. Cierto que estoy dispuesta a esperar. Si es necesario, en el convento de Hasparren, con el que me amenaza mi padre si me niego a casarme con el primo que me destina; pero él debe tener paciencia. En ningún caso puedo ir la tarde de las bodas al sitio en que nos hemos encontrado otras veces.

— ¿Por qué quiere que vayáis allí?

— Para que podamos prometernos mezclando nuestras sangres. Dice que después tendrá valor para todo, que estará dispuesto a desafiar a todos para conquistarme, pero necesita estar seguro de mí. Yo querría ir, pero sé que no podré: mi padre me vigila de cerca.

Sylvie conocía la antigua costumbre medieval de unir para siempre a dos personas cuando han mezclado unas gotas de sus sangres, pero a su edad sabía apreciar en lo que valen esas exuberancias de un amor en sus inicios…

— ¡Es una locura! -murmuró con una semisonrisa-. Correr ese riesgo no añadirá nada a vuestro amor, si es fuerte y sincero.

— Lo sé, pero hay que decírselo a él. ¿Querréis intentar hacérselo entender?

— Está arrestado hasta la llegada de la infanta, mañana por la tarde, cuando Monsieur d'Artagnan necesitará a todos sus mosqueteros. No puedo verle.

— Pero la cita es para pasado mañana. Tenéis tiempo…

— ¿Lo creéis? Cuando la infanta esté aquí no podré separarme de ella.

No se imaginaba a sí misma abandonando el servicio para ir en busca de un mosquetero y charlar a solas con él, pero notó que Maitena se estremecía junto a su brazo, y comprendió que lloraba. La oyó murmurar:

— Os conjuro, madame, a ayudarme. Intentad al menos entregarle esta carta. He añadido un pañuelo manchado con mi sangre. Tendrá que contentarse con eso.

Sylvie se sintió conmovida por aquella pobre niña, y tomó a la vez el paquetito y la mano que lo ofrecía.

— Encontraré algún medio, os lo prometo. Y vos intentad recuperar un poco de serenidad. Tenéis un largo combate por delante, y la necesitaréis…

— Rezaré todavía un momento en este lugar. Por nosotros, desde luego, ¡pero también por vos! Gracias de todo corazón, señora duquesa…

Era tiempo de separarse. Después de santiguarse, Sylvie se puso en pie y se dirigió a la salida, no sin dejar una limosna para los monjes agustinos que llevaban el hospicio. Si al día siguiente por la tarde no veía a Saint-Mars, encargaría a Perceval que lo buscara. Lo importante era que el pobre enamorado recibiera su prenda antes de la hora fijada para la cita.


Llegó el momento tan esperado en que la infanta fue entregada a Francia. La víspera, los dos reyes se habían entrevistado por fin para jurarse amistad, fidelidad y rubricar el tratado que cerraba las puertas de la guerra, abiertas desde hacía demasiado tiempo.

Aquel día, en el pabellón de las Conferencias, la corte de París y la de Madrid se vieron frente a frente por última vez: la española, sombría, severa bajo sus terciopelos negros, y rebosante de un desprecio mudo por la francesa, variopinta con sus colores, plumas, brocados y diamantes. Y entre ambas, arrojando una sombra sobre la alegría de la paz recuperada, el drama de la separación de dos seres que se aman y saben que nunca volverán a verse. La infanta lloraba, y la aparente impasibilidad de su padre se resquebrajaba bajo el peso del dolor.

Sylvie no vio aquella escena desgarradora, a la que Ana de Austria se esforzó en aportar el bálsamo de su ternura y comprensión. Con el resto de las damas que iban a formar la casa de María Teresa, esperaba en el alojamiento de la reina madre el momento de ser presentada. En ausencia de la duquesa de Béthune, retenida en París por un acceso de fiebre eruptiva, iba a asumir por primera vez ese papel de dama de compañía que con tanta eficiencia había desempeñado en otro tiempo Marie de Hautefort, y no se sentía muy tranquila. De hecho, la invadía el miedo escénico, como a una actriz debutante que va a salir al escenario para recitar su primer papel. En compañía de la duquesa de Navailles, dama de honor, y de dos de las «doncellas», Mademoiselles de la Mothe-Houdancourt y du Fouilloux, se encargó de conseguir que la habitación donde la infanta pasaría su primera noche francesa — ¡y su última noche de doncellez!- resultara tan acogedora como fuera posible. Fue un gran alivio que entre ella y la dama de honor se estableciera de inmediato una corriente de simpatía.

Suzanne de Baudéan tenía treinta y cinco años, es decir su misma edad, y estaba casada desde hacía nueve años con Philippe de Navailles, del que tenía un hijo. Era una mujer enérgica y recta, amable con las personas que le gustaban, lo que no siempre ocurría, y de un humor afable pero estricto en todo lo relacionado con la moral. Su esposo, primo carnal del duque de Gramont, era coronel de un regimiento de marina y estaba con frecuencia embarcado, a las órdenes del duque de Vendôme; y ella, irreprochable en su vida privada, tendía a juzgar con severidad las costumbres relajadas de sus contemporáneos.

Aquella misma mañana había reunido al batallón de las doncellas de honor y endilgado una corta arenga para hacer saber a aquellas señoritas que, como estaban al servicio de una joven princesa tan virtuosa como prudente, educada además a la sombra del Escorial, no podían esperar ni compasión ni debilidad en caso de que faltaran de alguna forma a sus deberes o, peor aún, al honor. En ese caso serían despedidas de inmediato sin consideración a su familia o sus relaciones. [9] Las caras desconsoladas de las muchachas reflejaban con claridad lo que pensaban de aquel programa, y Sylvie, divertida y un tanto compadecida, no pudo evitar preguntar, una vez a solas con la dama de honor, si estaba segura de que la superintendente de la casa de la reina ratificaría siempre sus condenas.

— No me molestará mucho. Lo que le interesa a la princesa Palatina [10] es el título, y no la función, que ha obtenido después de muchos esfuerzos y gracias a Mazarino, porque el rey no llega a perdonarle su actuación en la época de la Fronda. Me extrañaría que durase mucho tiempo a nuestro lado. ¿Qué hace en este momento, en lugar de velar por todo como lo exige su empleo? ¡Piensa en las musarañas, recostada en los almohadones del gabinete de la reina madre, y dice que tiene demasiado calor! Aunque es cierto que es una gran dama -añadió Madame de Navailles con una sonrisa torcida.

— ¡También es muy bella! -dijo Sylvie con voz soñadora.

— ¡Decid más bien que lo es todavía! Os concedo que ha sido sublime. Por lo demás, sus aventuras son incontables. La que tuvo con el arzobispo de Reims causó un buen revuelo en su época. ¡Curioso modelo para las doncellas de honor!

Al llegar la noche, la ciudad se iluminó. Había candelas en todas las ventanas, linternas en todas las puertas, antorchas en centenares de manos; y al saberse que el cortejo real estaba próximo, se encendieron hogueras por doquier. Por fin, hacia las diez de la noche, hizo su aparición la carroza real, escoltada por toda la corte a caballo: Monsieur cabalgaba junto a la portezuela derecha, y Mademoiselle junto a la izquierda. En el fondo del coche, vestida de brocado de oro y plata, iba la infanta sentada muy tiesa, hierática como una Virgen de catedral. Las aclamaciones se alzaban al paso de los caballos, y ella respondía con gesto tímido, con una sonrisa temblorosa que contrastaba con el entusiasmo que suscitaba su presencia.

Las mujeres que iban a formar su séquito se precipitaron a las ventanas, movidas por un mismo impulso. Agitaban sus pañuelos mientras la carroza se aproximaba a la casa de la reina madre, donde María Teresa había de pasar su primera noche francesa. Entre los mosqueteros de la escolta, Sylvie reconoció a Saint-Mars. También vio entre la multitud a Perceval, que se comportaba como hombre que encuentra un verdadero placer en el ejercicio de mirón… Luego llegó el momento de las reverencias, cuando, su mano posada en la de Ana de Austria, la infanta hizo su entrada, en medio de un profundo silencio, en la casa que iba a ser la suya durante un tiempo tan breve. Vista de cerca, era visible que había llorado mucho pero que se esforzaba por guardar la compostura.

Al ver aproximarse a aquella niña desolada, rígida dentro de su enorme vestido de raso encarnado recamado en oro, que parecía sostenerla más que vestirla, Sylvie sintió un impulso de piedad y simpatía. En aquel rostro joven se leía la dulzura, y también la resignación. La reina madre procedía ahora a las presentaciones: primero la superintendente; luego la dama de honor; después, fue su nombre el que salió de los labios reales:

— La señora duquesa de Fontsomme os gustará, hija mía -dijo en español-. Ha sido ella quien ha enseñado a tocar la guitarra al rey, que lo hace muy bien. Sirve a nuestra corona desde que tenía quince años. Es recta y leal. Además, habla nuestra lengua a la perfección.

Los dulces ojos azules, tan melancólicos, se iluminaron, y cuando Sylvie le dio una protocolaria bienvenida en el más puro castellano, la joven contestó que se alegraba sinceramente de sus futuras relaciones. Mientras pasaban a otras damas, Sylvie descubrió lo impensable: aquella hija de una princesa francesa no conocía su lengua materna. Ahora bien, al margen de la reina madre, de Madame de Motteville, de ella misma y, felizmente, también del rey, nadie en la corte practicaba la lengua del Cid.

«¡Muy bien! -pensó Sylvie sin desanimarse lo más mínimo-. Intentaremos enseñarle el francés.»Mientras tanto, María Teresa había sido conducida hasta su habitación, de la que habían tomado ya posesión su camarera española, la morena y seca Molina, la hija de ésta y una enana horrenda vestida de manera extravagante, que respondía al nombre de Chica y toqueteaba todo lo que caía en sus manos. Costó conseguir un poco de tranquilidad, y mientras Molina se encargaba de la recepción de los cofres que venían de España, las damas francesas pudieron liberar a su joven ama del estorbo del «guardainfante» y del pesado tocado de plumas. Tuvieron entonces la sorpresa de descubrir debajo de todo aquello a una joven llena de gracia, de formas perfectas y poseedora del más hermoso cabello rubio rizado que jamás habían visto.

— ¡Nuestro rey tiene mucha suerte, señora! -dijo en voz baja Sylvie, lo que le valió una sonrisa radiante.

Mientras, el citado rey recibía una reprimenda importante de su madre: había expresado el deseo de consumar el matrimonio aquella misma noche, y se le recordaron agriamente las conveniencias. Finalmente, todos -es decir, las dos reinas, el rey y Monsieur- se reunieron para cenar en petit comité. María Teresa apareció vestida con un negligé de batista abundantemente adornado con encajes y cintas, y el cabello peinado suelto, un espectáculo que hizo brotar una sonrisa de los labios de su esposo.

Después de dejar a la familia real sentada a la mesa, Sylvie regresó a la alcoba con Madame de Navailles para poner un poco de orden y preparar el momento de acostar a la joven reina. Encontraron a Molina desconsolada: faltaba un cofrecito de joyas.

— ¿Estáis segura? -preguntó Sylvie.

— Completamente. Cuando cargamos el coche que está aún abajo, yo misma puse los tres cofrecitos de las joyas… ¡y sólo me han subido dos!

— Faltará por subir el tercero.

— No. He ido a ver. El coche está vacío.

— ¿Quién lo ha descargado?

— Los criados los baúles grandes, y dos soldados los cofrecitos.

— Esto corresponde a la señora superintendente -dijo Madame de Navailles-, pero como ha ido a cenar con el cardenal, me ocuparé yo. Voy a interrogar a los criados. Madame de Fontsomme, ¿tendréis la bondad de ir a echar un vistazo abajo?

— Con mucho gusto.

Delante de la casa Haraneder había cierta confusión alrededor de un carruaje vacío que dos gentileshombres de la reina madre registraban minuciosamente ante la mirada inexpresiva del cochero. Las personas atraídas por la descarga del equipaje se retiraban. Sin embargo, a unos pasos de la puerta, dos mosqueteros discutían animadamente. Uno de ellos era Monsieur d'Artagnan. Sylvie se acercó:

— Sois el capitán d'Artagnan, ¿no es así?

— Teniente solamente, múdame -respondió él con un saludo.