— No le preguntaré nada -dijo-, porque nada de lo que pueda decir afectará mi convicción de que tal vez Mademoiselle de l'Isle ha muerto, pero Sylvie vive.
— ¿Qué queréis decir?
— Es difícil de explicar. Sé que no ha muerto, eso es todo.
— ¿Queréis decir que vive en vos como viven en nosotros las personas amadas que la muerte nos ha arrebatado?
— No. En absoluto. La llevo en mí desde la primera mirada que intercambiamos en el parque de Fontainebleau, tan íntimamente unida que, si hubiese dejado de respirar, si su corazón ya no latiese, el mío también se habría detenido y lo habría sentido en cada fibra de mi cuerpo como una de esas heridas mortales por las que se escapa la sangre…
— Es insensato.
— No. Es amor. Nunca he amado ni amaré más que a ella, y hasta que no la haya visto con mis ojos, repetiré que vive y sabré encontrarla algún día… Pero os estoy entreteniendo a vos, que tan preciosa sois para Su Majestad. Os pido mil perdones. El rey está aquí, según me han dicho, y voy a solicitar el favor de ser conducido a su presencia. Se alejó, dejando a Marie confusa y admirada ante un amor tan grande. Jean d'Autancourt no tenía nada de un visionario. Hablaba con tanta convicción, con tal seguridad que Marie sintió que sus certezas vacilaban. El no ofrecía ninguna explicación ni aportaba ninguna prueba: sencillamente sabía, Dios sabe cómo, y lo más curioso era que, en contra de toda lógica, Marie se sentía ahora inclinada a darle la razón.
Al día siguiente de aquella feliz jornada, Beaufort, en su apartamento del hôtel de Vendôme, escuchaba con cierta melancolía el alboroto de una ciudad presa de la locura. Desde la víspera, las campanas no paraban de tañir. En Notre-Dame cantaban un solemne tedeum. En las plazas se encendían hogueras, y en la que llevaba el nombre de Place Dauphine (del Delfín) había un concierto de oboes y gaitas. Desfilaban procesiones alegóricas presididas por las corporaciones gremiales. Había bailes casi por todas partes, y como delante de todas las mansiones aristocráticas se habían perforado barricas y el vino corría gratuitamente, por la noche, cuando estallaran los fuegos artificiales, los parisinos estarían borrachos como esponjas en honor de su futuro rey.
A François le habría gustado mezclarse con toda aquella agitación en torno a la cuna de un niño al que deseaba amar, pero su herida en la pierna, que le había roto la tibia, no le permitía recorrer las calles como tanto le gustaba hacer por la simple alegría de mezclarse con el pueblo llano, que siempre lo acogía con entusiasmo. Las mujeres le encontraban guapo, y los hombres apreciaban su sencillez, generosidad y bravura. Y a todos les gustaba recordar que era nieto de aquel Vert-Galant cuyo recuerdo seguía gozando de tanta popularidad. De modo que aquel día se sentía un poco abandonado: su madre, su hermana, su hermano y sus mejores amigos habían acudido a Saint-Germain para ofrecer sus felicitaciones y sus mejores deseos. De todos modos, ni siquiera cojeando le habría sido posible acompañarles. Las órdenes de la reina, transmitidas a través de Marie de Hautefort, eran taxativas: en ningún caso debía aparecer en la corte antes de ser autorizado para ello. ¡Tal era el amargo precio que había de pagar por algunos momentos de felicidad, al parecer ya olvidados!
Acababa una melancólica partida de ajedrez con Ganseville-Brillet había ido a celebrar el acontecimiento en Notre-Dame, cuando un lacayo anunció a una dama que deseaba hablarle en privado. La dama no había querido dar su nombre, pero se anunciaba «de parte de Sus Majestades». Su corazón, entonces, brincó de alegría: ¡en aquel día de triunfo, Ana pensaba en él! ¡No cabía engaño, a pesar del plural!
Envuelta en una capa de seda ligera y con un antifaz del mismo color azul cubriéndole el rostro, la visitante entró sin decir palabra, pero bastó que el capuchón resbalara un poco y descubriera la frente pura y el magnífico cabello dorado para que él la identificara.
— ¡Madame de Hautefort! ¿Aquí, en mi casa… y en este día? ¡Qué inmensa felicidad!
Con un movimiento de los hombros Marie hizo caer su capa, mientras sus dedos retiraban el antifaz.
— No cantéis victoria, querido François. No vengo de «su» parte, sino únicamente de la mía; pero, en primer lugar, ¿estamos realmente solos?
— Espero que no lo pongáis en duda. Pierre de Ganseville, que acaba de salir, vigila detrás de esa puerta cerrada.
— He venido a hablaros de Sylvie. ¿Dónde está?
— ¡Qué pregunta tan estúpida! ¿Acaso no lo sabéis? -gruñó él, súbitamente irritado.
— No. Sé dónde dicen que está, en la capilla de Anet, no dónde se encuentra en realidad. Porque está viva, ¿no es así?
— ¿Quién os ha metido semejante idea en la cabeza?
— Primero, el joven marqués D'Autancourt, que se niega a creer en su muerte porque el inmenso amor que profesa a Sylvie le susurra que ella vive todavía.
— ¡Qué tontería! -exclamó Beaufort, rojo de cólera-. Ese joven inexperto sueña despierto, ¡y toma sus sueños por la realidad! ¡Deberían sumergirle la cabeza en un cubo de agua fría!
Marie se echó a reír.
— Ese joven inexperto, querido duque, sólo tiene dos años menos que vos, pero desde el punto de vista moral cuenta con diez años más. Cuando dice que ama a alguien, puede dársele crédito. Y creedme, ama a Sylvie.
— ¡Es una locura! Y lo que es más, peligrosa para su propia razón. ¿No puede contentarse con llorarla, en lugar de dedicarse a chismorreos estúpidos?
— Habló conmigo en privado. Yo no llamo a eso chismorrear. En cuanto a los peligros de esa locura, me parecen menores que los de la vuestra.
— ¿Estoy loco yo? Verdaderamente, señora, me repetís lo mismo cada vez que nos encontramos, pero deberiáis comprender que en este momento mi pretendida locura es inofensiva para cualquiera, ¡y sobre todo para aquella que ya está olvidándome!
— ¡Un momento, amigo mío! No nos entendemos. Recordad que no estamos hablando de la reina, sino de Sylvie, y os digo que al declararla muerta habéis atendido posiblemente a lo más urgente, pero habéis cometido una locura… Y no soy yo la única que lo afirma.
Del corsé de encaje blanco en el que reposaban sus arrebatadores senos, Marie extrajo una carta con el sello roto, que agitó delante de las narices de su anfitrión, quien preguntó de mala gana:
— ¿Qué pasa ahora?
— ¡Qué manera de perder el tiempo! Deberíais preguntarme de quién es esta carta. Os lo diré enseguida. Permitid, mientras tanto, que os lea… Pero por favor, sentaos. Me resulta penoso veros dar saltitos sobre un solo pie, como una garza.
Sin esperar la reacción de François, leyó, luego de precisar que la carta venía de Lyon:
— «Antes de proseguir mi viaje a la ciudad de los Dogos cedo, querida amiga, a la necesidad imperiosa de daros un buen consejo que tal vez os parecerá oscuro, pero sé que sois tan aguda que no os será difícil encontrar el cabo del hilo. Decid al imbécil de B. que su protegida no está tan bien escondida ni tan a resguardo de los peligros como él cree. Además de los ataques de desesperación, de los que he tenido la felicidad de salvar su vida no sin estar a punto de perder la mía, es insensato confiar un ser tan encantador a una mujer naturalmente inclinada a detestarlo porque está secretamente enamorada de ese matasiete…»
— ¡Por todos los diablos del infierno! -rugió François, levantándose una vez más de su asiento de forma tan brusca que su pierna entablillada resbaló y a punto estuvo de hacerle caer-. Mataré a ese sacristán en cuanto vuelva a asomar por Francia su fea jeta…
— ¿Por qué os habéis sentido retratado? -susurró Marie con una sonrisa ingenua que hizo que Beaufort se pusiera rojo de furia.
— Y también lo he reconocido a él. Sólo un hombre en el mundo puede escribir tales infamias sobre mí: ese miserable del abate de Gondi, que el diablo se lo lleve…
— ¡Dejad de una vez de invocar a Satanás! ¿Queréis saber la continuación de la carta?
— Si sigue en el mismo tono…
— No. Está llena de alabanzas a mi persona. Me dice que habría sido preferible pedirme ayuda y confiarme el problema. Dice también que tal vez no es demasiado tarde para llevar a esa persona a un convento seguro en el que al menos su alma, si no su cuerpo, estará segura…
François explotó una vez más.
— ¡Un convento! ¡Mi avecilla canora en un convento! ¡Moriría asfixiada!
— Al parecer -observó Marie, de nuevo con tono grave-, no es mucho más feliz en el refugio donde la habéis ocultado. La carta habla de ataques de desesperación. Se diría que la pobre niña ha intentado acabar con una vida que…
— ¿Creéis que no lo he entendido? No soy tan estúpido como pretende vuestro querido amigo… ¿Por qué, Dios mío, por qué? -François se cubrió la cara con las manos y, dejándose caer en un taburete, rompió a llorar.
Conmovida en parte por aquella explosión de dolor y por la angustia que reflejaba, Marie apoyó en su hombro una mano apaciguadora y dijo:
— Calmaos, os lo suplico, e intentemos mirar las cosas de frente…
— ¿Qué puedo hacer, si ni siquiera me es posible montar a caballo para ir a toda prisa allá…?
— En último término podríais viajar en coche, pero eso no arreglaría nada. En cambio, podríais pedir que os traigan algo de vino y unos mazapanes: no he comido nada en todo el día y me muero de hambre. Después me lo contaréis todo. Y para empezar, vuelvo a mi primera pregunta: ¿dónde está?
— ¡En Belle-Isle! -exclamó Beaufort mientras agitaba una campanilla que hizo aparecer a Ganseville-: Di que nos traigan vino y bizcochos.
Acompañó a Marie en su colación, y el calor del vino de España restauró algo su moral. Además, le pareció que sería un gran alivio compartir su secreto -que ya no lo era, ay, después de que el metomentodo de Gondi lo había descubierto- con aquella joven tan orgullosa y tan recta, que quería sinceramente a Sylvie y en la que podía confiar. ¿Por qué no lo habría pensado antes? Pero ¿cómo pensar con claridad bajo el dominio de la indignación, el dolor y la protesta?
Marie lo escuchó en silencio y olvidó casi por completo mordisquear el pastelillo de almendra que sostenía con dos dedos. Al oír los sufrimientos padecidos por Sylvie, vertió lágrimas sinceras, aplaudió el incendio de La Ferrière y luego preguntó:
— ¿Y el otro, el verdadero criminal? ¿Qué pensáis hacer con él?
François se encogió de hombros con desánimo.
— Cometí la locura de pedir su cabeza al cardenal -repuso-. La «muerte» de Sylvie me daba derecho a ello.
— ¿Y qué dijo?
— Que ese hombre, de una integridad perfecta al parecer, es demasiado precioso para el servicio del Estado. Me vi obligado a dar mi palabra de gentilhombre de que no atentaré contra él mientras siga con vida el propio Richelieu…
— Pues bien, amigo mío, ¡habrá que procurar que no viva demasiado tiempo! ¿No habéis jurado, que yo sepa, no conspirar?
— No. La misma reacción tuvo Pierre de Ganseville, mi escudero…
— ¡Ya lo veis! Vamos a reflexionar -añadió la joven, sacudiendo las migas que habían quedado entre sus encajes-. Porque además ha sugerido al rey unas órdenes bárbaras: la reina no tendrá derecho a educar en persona a su hijo, ni siquiera hasta que estrene sus primeros pantalones. El delfín será llevado a una casa regida con plenos poderes por Madame de Lansac. La han elegido por ser hija del señor de Souvré, el antiguo preceptor del rey. Una mujer seca, que da únicamente importancia a su rango. ¡Pobre pequeño! Habría sido más feliz y habría estado mejor cuidado en casa de mi abuela, Madame de La Flotte, para la que solicité el puesto…
— ¿Y el rey se ha atrevido a negároslo? ¿A vos, de quién es esclavo?
— Un esclavo al que no molestan demasiado sus cadenas cuando habla el cardenal. ¡Pero dejemos eso y volvamos a Sylvie! ¿Qué podemos hacer si ese chiflado cuenta su aventura a todo el mundo?
— Si no me equivoco, va camino de Venecia. Supongo que lo que pase en Belle-Isle no apasionará a la gente del Rialto. Eso nos da un poco de tiempo. Yo no puedo moverme, y cuando esté curado habré de reincorporarme al ejército de inmediato. ¿Y vos?
— ¿Yo? ¿Cómo queréis que me aleje en estos momentos? Pero en el fondo, ¿qué tenemos que temer de inmediato? ¿El mal humor de Madame de Gondi, que debe de creer que Sylvie es vuestra amante y se dedica a hacerla sufrir?
— Ya no está en su casa. Cuando supe que el abate tenía intención de ir a saludar a su hermano antes de marchar a Italia, envié allí a Ganseville, que la instaló en un lugar apartado donde no tiene nada que temer de la duquesa, la cual en efecto la trataba muy mal. Nunca la habría creído capaz…
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