— ¡Como si conocieseis algo de las mujeres! ¿Ignorabais la inclinación que sentía por vos esa beata?

— ¿Con su actitud contrita y sus ojos bajos? Estaba a cien leguas de imaginar…

— El inconveniente con vos, querido François, es que siempre estáis a cien leguas de un montón de cosas. ¿Nunca habéis imaginado, por ejemplo, que yo podía sentirme atraída por vuestra persona?

— ¿Vos? ¡Qué agradable sorpresa!

— ¡Despacio! Si os hablo de ese pequeño acceso de locura, es porque ya pasó. Todo el mundo está expuesto a un brote de fiebre, pero el caso de Sylvie es distinto: nunca amará a nadie más que a vos. Es hora de que os preocupéis de sus sentimientos. ¿Olvidáis lo que escribe el abate? La salvó del suicidio.

— No, no lo he olvidado -murmuró François, de nuevo sombrío-. ¿Por qué llegó a ese extremo?

— Lo ignoro… Quizá porque se creyó abandonada por vos para siempre. Cuando os plantan en una isla agreste en el fin del mundo, supongo que es fácil tener esa impresión. Deberíais encontrar el medio de hacerle llegar una carta en que la tranquilizarais respecto de vuestro cariño. Y convendrá que, al mismo tiempo, la duquesa de Retz sepa que… el señor de Paul se inquieta por esa niña perdida, ya que desearía… ¿ganarla para la religión, por ejemplo? -añadió Marie, inventando a medida que hablaba-. Eso debería calmar los ardores belicosos de nuestra beata. En el caso de una visita de los esbirros del cardenal, callará.

Esta vez François se echó a reír.

— Poseéis el genio de la conspiración, querida Aurora. La idea me parece buena, sobre todo porque se lo conté todo a Monsieur Vincent después de mi entrevista con el cardenal…

— ¡Perfecto! Pedidle que venga a asistiros en el triste estado en que os encontráis, e implorad su ayuda. No os la negará. En cuanto a conspirar, a fe que me siento muy dispuesta. Además de que la reina ya ha sufrido bastante, no hay que dejar que nuestra gatita se pase años marchitándose en aquella roca perdida. Pensaré algo…

Y después de ponerse de nuevo el antifaz, Marie de Hautefort tendió una mano en la que François posó los labios mientras con la otra recogía la capa de seda azul. En el momento en que salía, él preguntó:

— ¿Estáis segura de no amarme ya?

— ¡Qué fatuo! -exclamó ella y soltó una risita-. No, querido, ya no os amo: ¡sois un hombre demasiado complicado! Lo que yo necesito es un corazón sencillo…

Unos días más tarde, un cura muy ordinario, uno de los que Monsieur Vincent enviaba de misión a las regiones más miserables, salía de Saint-Lazare con un hatillo a la espalda. Su marcha no tenía nada de excepcional y no llamó la atención de nadie, pero sin duda aquel clérigo tenía un largo camino por recorrer, porque fue a tomar la diligencia de Rennes…

El mismo día, en el castillo de Rueil, al que había vuelto Richelieu, éste recibía a una de las doncellas de honor de la reina, Mademoiselle de Chémerault, tan bonita como astuta, dos cualidades que habían hecho de ella su mejor agente de información en el entorno de la soberana. Sin embargo, el cardenal no pareció complacido al verla.

— Os he recomendado que evitéis en lo posible veros conmigo, tanto aquí como en el Palais-Cardinal…

— Me ha parecido que la ocasión bien merecía una entrevista. Por lo demás, nadie en la corte ignora que soy incondicional vuestra. La reina y Madame de Hautefort no pierden ocasión de hacérmelo sentir…

— ¿Qué me traéis?

— Una copia que he hecho de una carta que Madame de Hautefort recibió de Lyon al día siguiente del nacimiento de monseñor el delfín, pero que había llegado a Saint-Germain un poco antes. Su reacción fue muy interesante. Se precipitó al hôtel de Vendôme, donde el señor de Beaufort estaba solo.

Con ceño, el cardenal leyó el texto que le fue presentado. Luego levantó la mirada hacia su visitante, que lucía un vestido de terciopelo de un rojo oscuro que hacía plena justicia a su belleza morena.

— ¿Y qué habéis concluido de esta carta? -preguntó con tono cortante.

— Pues… que la tan dramática desaparición de Mademoiselle de l’Isle podría no serlo tanto como se ha querido presentar. A pesar de las medias palabras, por lo demás muy transparentes, que emplea el abate, no veo que pueda tratarse de ninguna otra persona de la corte… Lo que me gustaría saber es qué esconde todo esto…

El cardenal guardó silencio, se levantó de su mesa de trabajo y se acercó a la alta chimenea en que ardía el gran fuego que requería su frágil salud. Tomó en sus brazos su gato favorito que dormía allí, enroscado sobre un cojín, y frotó su cara contra aquel pelaje sedoso. Su mirada se perdió entre el flamear del fuego.

— ¡A mí no me interesa ese asunto! -dijo en tono seco-. Y os estaré agradecido, Mademoiselle de Chémerault, si olvidáis que habéis leído esta carta…

— Pero es que…

— ¿Tendré que decir que os lo ordeno? Sé todo lo relacionado con Mademoiselle de l'Isle y no deseo que se prosiga una investigación que, en cierta forma, perjudicaría mis proyectos…

Con lentitud majestuosa, se volvió hacia la joven, que no podía disimular su decepción, y su mirada imperiosa la atravesó.

— Detestáis a Mademoiselle de l'Isle, ¿verdad? ¿Es a causa del joven D'Autancourt?

Una brusca cólera enrojeció el rostro de la doncella de honor.

— Me parece que es razón suficiente. Antes de conocerla, él galanteaba conmigo, y aún no he renunciado a convertirme en duquesa.

— ¿Habéis hablado a alguien de esta carta?

— Sabéis muy bien, monseñor, que primero hablo con Vuestra Eminencia.

— Así lo tengo entendido. En tal caso, olvidad la carta.

— Pero…

Una sola mirada bastó para hacerla callar; luego, con tranquilidad, el cardenal lanzó el papel al fuego. Sumisa pero furiosa, ella se inclinó en una reverencia a la que él respondió con un gesto de la cabeza antes de volver asentarse a su mesa de trabajo, apoyando en el respaldo de la silla su cabeza cansada.

— ¡Pobre avecilla canora! -murmuró-. Si Dios, en su compasión, ha querido que sobrevivas a la espantosa suerte que los hombres te habían destinado, y si El te ha evitado el pecado mortal del suicidio, no seré yo quien vaya contra su Santa Voluntad. ¡Vive en paz… si puedes!

La entrada de un religioso interrumpió sus cavilaciones.

— Pregunta por vos, monseñor.

— ¿Ha empeorado?

— No, su espíritu está claro, pero se agita mucho.

Siguiendo al hábito de paño buriel agrisado, Richelieu entró en un pequeño aposento algo apartado de la planta baja, compuesto por una biblioteca y una celda monacal. Allí transcurrían los últimos días de un anciano de larga barba gris. El padre Joseph du Tremblay, a quien llamaban la Eminencia Gris, no tenía una edad muy avanzada pero a sus sesenta y un años agonizaba, consumido por una extraña epidemia de fiebre que también había afectado al propio rey y a buena parte de sus mosqueteros y soldados de caballería ligera, y también por el trabajo incesante de un cerebro implacable, apasionadamente volcado en los asuntos de Estado. Aquel hijo de un embajador, que había soñado con una nueva cruzada y consagrado su vida a la lucha contra la casa de Austria, era el consejero más valioso del cardenal.

Cuando éste entró en su celda, casi cayó al suelo al intentar incorporarse en su jergón, y tendió al ministro una mano amarilla y seca que temblaba.

— ¡Brisach! -jadeó-. Brisach… ¿Cómo estamos?

La toma de aquella importante fortaleza, cabeza de puente sobre el Rin y que bloqueaba el acceso de los imperiales a Alsacia y la comunicación con los Países Bajos, era la pesadilla de los días y las noches del anciano. Veía en ella una especie de remate de su obra política, pero, sitiada para el rey de Francia por uno de sus mejores soldados, el duque Bernardo de Sajonia-Weimar, y por sus mercenarios alemanes, la plaza se defendía con denuedo.

Richelieu sonrió, tomó la mano extendida y la sujetó entre las suyas.

— Las últimas noticias son buenas, amigo mío, calmaos. Hemos cerrado la pinza sobre Brisach y la plaza, que carece de víveres y agua. No se nos escapará. Su caída es sólo cuestión de días…

— ¡Ah…! ¡Dios todopoderoso…! ¡Necesitamos Brisach! Un fracaso echaría a perder todo el esfuerzo hecho en esta guerra interminable. España se recuperaría…

— No tiene la menor posibilidad de ello. Nuestros ejércitos avanzan en todos los frentes…

El cardenal tomó asiento en un escabel junto al lecho de su viejo compañero, que, presa de una especie de frenesí, pasaba revista a todos los teatros de operaciones de la interminable contienda que pasaría a la historia con el nombre de Guerra de los Treinta Años, y que enfrentaba desde 1618 a la corona de Francia con la enorme coalición de los Habsburgo, los de España y los austríacos.

Siempre es doloroso constatar los estragos provocados por la vejez y el progresivo desgaste en una gran inteligencia, y al cabo de un rato el cardenal no pudo seguir soportándolo. Se fue aduciendo que quería ver si llegaban nuevos despachos, y se llevó con él al médico religioso que atendía al padre Joseph.

— ¿Cuánto tiempo le queda? -preguntó cuando se encontraron fuera del alcance de los oídos del enfermo.

— Es difícil de decir, monseñor, porque tiene una constitución vigorosa y ansias de vivir, pero su espíritu, como habéis podido constatar, empieza a hundirse en las tinieblas de la senilidad. El cuerpo no resistirá. Digamos… un mes. Tal vez dos.

— ¿La curación está excluida?

— No sólo la curación, sino cualquier forma de mejoría… a menos que Dios opere un milagro…

— Vos no lo creéis, y yo tampoco.

A pesar de que desconfiaba de la ciencia de los médicos laicos, Richelieu tenía confianza en aquel capuchino que, antes de tomar los hábitos, había estudiado en varios países la medicina árabe y la de los judíos. Rara vez se equivocaba. De modo que el padre Joseph iba a morir antes de que terminara el año…

De vuelta en el silencio de su gabinete, Richelieu reflexionó largamente, reclinado en su sillón y con los ojos cerrados. Adivinaba sin esfuerzo lo que sucedería al día siguiente de su muerte si no tenía la precaución de formar a un sucesor. Y como ignoraba de cuánto tiempo disponía, necesitaba elegir a un hombre de espíritu vivo y profundo a la vez.

Sabía desde hacía algún tiempo quién respondía mejor a esas condiciones, pero todavía no se había decidido a dar el paso porque el hombre en cuestión era la antítesis del padre Joseph: mundano, seductor, y un eclesiástico de boquilla (nunca había sido ordenado sacerdote). Lo había visto en acción como nuncio del Papa en el asunto de Cásale y recordaba todavía la alegría que le había inundado al encontrarse frente a aquel monsignore, tan sonriente como grave era él mismo, con el que las conferencias se convertían en un verdadero placer. Al descubrir además que aquel hombre amaba a Francia hasta el punto de de-sear adquirir su nacionalidad, pensó que había llegado el momento de reclamarlo.

Así pues, desdeñando llamar a su secretario, escribió de su puño y letra al Papa para rogarle que le enviara, en el más breve plazo, a monsignore Giulio Mazarini, a quien pensaba convertir en su sucesor.

La carta era franca y directa. Richelieu no ignoraba que en política ocurre que la verdad cruda tiene mayor peso que los más hábiles rodeos diplomáticos. A Urbano VIII le complacería sin duda ver a una de sus criaturas tomar el poder en Francia. Para la Santa Sede, aquélla sería una baza nada desdeñable… Por su parte, Richelieu estaba seguro de que, bajo su dirección, Mazarini se haría francés y se aferraría a su obra como el perro se aferra al hueso…

Una hora más tarde, un mensajero partía para Roma a galope tendido. En adelante, la suerte estaba echada.

Unas semanas más tarde, la Eminencia Gris moría con una sonrisa en los labios. Para apagar la angustia que ensombrecía su agonía, la Eminencia Roja había ido a anunciarle, con todas las señales de la más viva alegría, que Brisach acababa de caer. De hecho, Brisach no cayó hasta unos días después, pero el padre Joseph du Tremblay murió feliz…

El mismo día en que el correo del cardenal tomó el camino de Roma, un billete anónimo destinado al teniente civil fue entregado por un pillete en el cuerpo de guardia del Grand Châtelet en el que estaban instalados sus servicios. Con una letra desfigurada, el misterioso -o misteriosa- corresponsal informaba de que «la que dicen muerta no lo está, sino que se esconde en un lugar conocido sólo por el duque de Beaufort y el abate de Gondi. Un problema divertido para un hombre experimentado…».