Con gesto nervioso, Laffemas empezó por estrujar el papel, pero luego lo alisó y lo releyó con mayor atención. No cabía duda: sólo podía tratarse de ella, de la hija de Chiara, aquella jovencísima muchacha que había desencadenado en él las fuerzas más devastadoras de la pasión, pero que en este momento suscitaba sobre todo su rencor. Guardaba el recuerdo humillante de la dura filípica que le había dedicado el cardenal.

— Debería haceros ahorcar por los crímenes de rapto, matrimonio forzado y violación, que llevaron a una inocente a la muerte. Sé, además, que sois el autor de los crímenes perpetrados contra prostitutas a las que después marcáis con un sello de lacre rojo, y en vano habéis intentado culpar de ellos a un inocente. ¿De qué barro estáis hecho, Laffemas?

— Estoy hecho de la misma sustancia que todo hombre nacido de mujer. Tengo mis vicios, lo admito, pero ¿no soy un buen servidor para vos, monseñor?

— Es la razón por la que aún no habéis sido arrestado.

— Y nunca daréis esa orden, ¿no es así, monseñor? El amo del perro guardián ignora o no se preocupa de las inmundicias con que se alimenta ni de su ferocidad. Lo que le pide es que sea un guardián seguro, fiel e implacable. ¡Yo soy todo eso, y más aún!

— El verdugo del cardenal. Así os llaman…

— Necesitáis uno, y a mí no me importa serlo. Soy cruel y lo reconozco, pero ¿de qué le serviría a Vuestra Eminencia un santo?

— Os defendéis con habilidad y admito que deseo conservaros. Pero no volváis a atacar a ninguna muchacha, noble o plebeya. En caso de violación o asesinato, o ambas cosas, de una virgen, seré implacable. ¡Marchaos ahora mismo! Yo sentía afecto por esa pequeña…

El teniente civil no dejó de observar que únicamente le estaban prohibidas las jóvenes vírgenes, y que las busconas no habían aparecido en el discurso del cardenal-duque. Eran simplemente carne destinada al placer. ¡Qué importaba lo que les ocurriese! Evidentemente, no estaba seguro de encontrar el mismo placer en sus agresiones. El cuerpo joven, tan fresco y dulce, de Sylvie, poblaba sus noches de espantosas pesadillas desde que había llegado la noticia de su ahogamiento en el canal de Anet. ¡Y ahora resultaba que podía estar viva, escondida, inaccesible tal vez, pero viva! Encontrarla sería una partida de caza apasionante porque tampoco ella cabía en los límites impuestos por el cardenal, ya que no era virgen…

Dudó. ¿Llevaría aquel billete a su amo? Sería una satisfacción para su amor propio, pero también una falta de prudencia. Se sentiría mucho más libre si llevaba a solas su investigación; y cuando encontrara a Sylvie, le pertenecería tanto más por cuanto el cardenal seguiría creyéndola muerta.

En verdad, el día empezaba bien. Laffemas decidió continuarlo de una manera agradable yendo a presidir el interrogatorio de un monedero falso, por más que lamentó que ya no fuera posible, como en los felices tiempos de la Edad Media, enviarlo a acabar sus días sumergido en un caldero de agua hirviendo…

4… y una tan grande amistad

Aquella noche, Théophraste Renaudot cenaba en casa de su amigo el caballero de Raguenel. Entre el padre de la Gazette y el antiguo escudero de la duquesa de Vendôme había nacido una sólida amistad, reforzada si cabe por la terrible aventura vivida en las proximidades del Petit-Arsenal, a consecuencia de la cual uno de ellos había resultado gravemente herido y el otro preso en la Bastilla bajo la acusación de asesinato. A los dos les gustaba reunirse en torno a los platos cocinados por Nicole Hardouin, el ama de llaves de Perceval, que parecía no tener otra finalidad en la vida que hacer engordar a un amo cuya obstinada delgadez la habría ofendido si no supiera que en gran parte se debía a un dolor tenaz. Ella misma se sentía en ocasiones menos entregada a su labor desde que la pequeña Mademoiselle de l'Isle y Corentin Bellec, el fiel servidor del caballero, habían desaparecido sin que nadie diera razón de lo que les había sucedido. Incluso Jeannette les fue arrebatada una buena tarde por monseñor el duque de Beaufort, con el pretexto de que su lugar estaba en el hôtel de Vendôme y la duquesa la necesitaba. Evidentemente, a Nicole le habría gustado tener noticias suyas, pero por nada del mundo se habría permitido ir hasta la gran mansión del faubourg Saint-Honoré a preguntar por ella… Así se lo explicaba a su eterno prometido, el oficial de policía Désormeaux. Era a él a quien debía la llegada a la casa de Pierrot, un muchacho de doce o trece años que había sido por un tiempo marmitón en Aux Trois-Cuillers, y que la ayudaba en la cocina y el servicio de mesa, tarea en la que mostraba cierta habilidad.

Conocedora de los gustos de Renaudot, Nicole servía aquella noche un magnífico solomillo de buey al punto, comprado en una carnicería del Petit-Pont y asado en el espetón a fuego lento, encargando a Pierrot que pusiera toda su atención en darle vueltas y regarlo de vez en cuando con el jugo de la grasera. Ya al final, Nicole había sazonado ese jugo con un chorrito de vinagre y un poco de ajo finamente trinchado. Acompañó el plato con alubias rojas y lo hizo preceder por un paté de anguila a la pimienta comprado en la casa de maese Ragueneau, el mesonero vecino del Palais-Cardinal. De postre serviría un manjar blanco con confitura.

Los dos comensales degustaron los platos en silencio al principio, y luego mientras comentaban las últimas noticias de la Gazette, que se extendía sobre el problema de las revueltas de los Un-Pieds, los Descalzos, en Normandía contra los recaudadores de impuestos. En muchos lugares, la miseria era muy grande y enfurecía a la gente. Por ejemplo, en Ruán el populacho se había apoderado de un agente del fisco, le había clavado en el cuerpo varios clavos y había hecho pasar una carreta por encima de su cuerpo. Los burgueses se habían encerrado a cal y canto en sus casas, mientras los Un-Pieds merodeaban por los campos. El rey había enviado contra ellos al mariscal de Gassion…

— Esa gran miseria de la que son víctimas los campesinos pobres es una de las plagas de nuestra época. El cardenal, en tanto que sacerdote…

— Es sensible a ella, podéis estar seguro. Conozco ejemplos -le interrumpió Renaudot-, pero gobierna desde muy arriba… demasiado para preocuparse de lo que para él es un incidente menor. Se debe a Francia…

— Pero Francia no es una abstracción. Está hecha de tierra, sin duda, pero sobre todo de carne y sangre. Sin embargo, él no tiene piedad.

— Los hombres le han hecho despiadado. Pensad que está continuamente amenazado por el puñal de los asesinos… Admito, sin embargo, que resulta aterrador. Al parecer envía al señor de Laffemas detrás de Gassion…

— ¡El verdugo detrás de los militares! ¡Pobre gente! Es verdad que para los parisinos puede resultar una buena noticia. Ese hombre es el diablo…

Hubo un silencio que los dos hombres aprovecharon para pasarse un pote de cerámica decorado con un rameado azul y lleno de tabaco con el que cebaron sus pipas, que encendieron con un tizón de la chimenea. Durante unos momentos, el gacetista fumó la suya sin hablar, siguiendo con una mirada distraída las volutas del humo. De repente, como si una fuerza interior le impulsara a hablar, dijo:

— ¿Sabéis que otras dos mujeres han sido asesinadas en el último mes?

Arrancado de la dulce placidez en la que empezaba a sumirse, Raguenel se sobresaltó.

— ¿Como…, como antes?

— Exactamente. Sólo ha cambiado el sello. Ahora lleva la letra sigma… pero el proceso es el mismo: violada, degollada y marcada.

— ¿Por qué no me lo habéis dicho hasta ahora?

— Ni siquiera ahora habría debido hablaros. Cuando tuve noticia de la primera de esas nuevas muertes, pedí audiencia al cardenal y él me prohibió no sólo publicar nada en la Gazette, sino además hablar a nadie del tema. Si falto por vos a mi palabra, es porque sois mi amigo y es normal, en mi opinión, que estéis al corriente de los hechos, ya que tan cara pagasteis vuestra participación en nuestra aventura…

— De modo -dijo Perceval con la lentitud del que escoge sus palabras- que el cardenal ha decidido, ahora que conoce al asesino, dejarle seguir su monstruosa carrera.

— Necesita a ese miserable, y sin duda estima que encuentra en esa actividad un escape menos dañino, porque es evidente que ese asesino está loco. Debo añadir que la vida de unas cuantas meretrices no representa nada para Richelieu: en su opinión, esas mujeres han decidido vivir peligrosamente.

— ¡Hasta que llegue, acaso, el día en que ataque a mujeres honestas! -repuso Raguenel con amargura.

— Una mujer honesta no está hecha de distinta manera que una fulana -bramó de improviso una voz desconocida-. Sufren las dos de la misma manera, con la diferencia quizá de que la segunda soporta mejor el dolor que la primera. Y quiero decir además que las dos poseen un alma que les ha dado Dios.

Mientras su invitado se daba la vuelta, Raguenel se puso en pie y quedó frente al personaje enmarcado en el umbral de la puerta, con una pistola cargada en cada mano. Vestía una casaca de uniforme de un rojo desteñido bajo una capa negra echada hacia atrás, botas negras bien lustradas y guantes de cuero a juego, y, como si se tratara de un gentilhombre, llevaba una espada envaina-da a un costado y un sombrero de plumas negras, un poco rozadas pero aún presentables. En cuanto a su rostro, lo ocultaba una grotesca máscara de carnaval.

— Comparto vuestra opinión -dijo con frialdad Raguenel-. Pero ¿quién sois y qué deseáis?

El otro se tocó el ala del sombrero con una de sus pistolas, en un gesto que podía interpretarse como un saludo.

— Me llaman capitán Courage y soy el rey de todos los ladrones del reino…

— Mi mayor riqueza consiste en los libros que veis aquí -dijo Raguenel mostrando con un gesto amplio las paredes tapizadas de volúmenes-. En cuanto a mi bolsa…

— No quiero vuestra bolsa ni la de vuestro invitado. He venido a buscar un nombre…

— ¿Un nombre?

— El del asesino del que hablabais hace un momento. Estoy seguro de que lo habéis averiguado después de haber sido arrestado en su lugar. No os pido ninguna otra cosa. La última víctima era mi querida…

— ¿Y dejabais que hiciera las calles en la oscuridad, al lado del río? ¡No me parece que hagáis honor a vuestro nombre!