— Era una mujer testaruda. Quería a toda costa visitar a una amiga que necesitaba ayuda, en la Rue du Petit-Musc, y se tropezó con el criminal del sello de lacre. Quiero su pellejo. Pero primero su nombre.
— No. Dároslo sería haceros un flaco favor…
— Eso es cuenta mía, me parece… -Y de súbito se le oyó reír detrás de la narizota roja de su máscara-. Tiene que ser alguien importante, porque, si he oído bien, el hombre de la sotana roja lo protege y le permite sus… fantasías, pero aunque fuera su propio hermano… ¡no, a su hermano no lo necesita para nada! Aunque fuera su criatura más odiosa, el teniente civil en persona, lo mataré. ¡A mi manera, es decir, lentamente!
— ¡Estáis loco! -exclamó Théophraste Renaudot, presa de un miedo repentino-. ¿Sabéis a lo que os arriesgáis?
El capitán Courage se acercó a él, estudió atentamente su rostro alargado que había adquirido de repente el mismo tono gris de su barba, y de nuevo se echó a reír.
— ¿Entonces es él? Lo sospechaba, pero necesitaba una confirmación. ¡Os doy las más rendidas gracias, señor!
— ¡Pero si no he dicho nada! -gimió Théophraste, angustiado por la idea de haber faltado a la palabra dada al cardenal.
— Vuestra reacción ha sido muy reveladora. ¿Juraríais sobre el Evangelio que no es él?
Ante la actitud espantada de su amigo, Perceval decidió intervenir.
— Vos no habéis dicho nada, no… pero yo, que no estoy sujeto a ningún juramento, lo digo: ¡el asesino es Laffemas!
— ¡Por fin! Eso es franqueza. Pero decidme, vos tenéis muchas cuentas pendientes con ese personaje. ¿Por qué no intentáis vengaros?
— Porque una persona muy querida por mí podría sufrir las consecuencias. Por otra parte, es necesario que os advierta de que cualquiera que atente contra tan precioso servidor del Estado será castigado con la muerte.
— De todas maneras moriré algún día, y no me ahorcarán dos veces. -Y rió.
— Muy cierto, pero cuidad de no implicar a otras personas y de que no haya ninguna duda sobre el ejecutor.
¿Sabéis que un príncipe se ha visto obligado a dar su palabra de no atacarlo antes de la muerte del cardenal?
El repentino silencio dio la medida de un asombro invisible bajo la máscara. Finalmente, el hombre emitió un silbido.
— ¿Nada menos?… Falta saber de qué príncipe se trata. Algunos no me merecen ninguna consideración.
— El duque de Beaufort.
— ¡Ah, eso es diferente! Ese me gusta… Pues bien, señores, ¡gracias por la información y gracias por haberme advertido! ¡Tengo el honor de saludarles!
La máscara siguió en su lugar, pero el capitán Courage barrió el suelo con las plumas de su sombrero, inclinándose con cierta gracia. Al hacerlo, descubrió una espesa cabellera morena y rizada. Después, desapareció tan silenciosamente como había llegado.
— ¿Creéis que ha sido prudente contárselo todo? -reprochó Renaudot-. ¡Puede ser peligroso!
Perceval sonrió y fue a servir dos copas de vino, de las que tendió una a su huésped.
— ¿Habéis olvidado que antes de nuestra aciaga aventura común teníamos el proyecto de arriesgarnos a acudir a una de las cortes de los milagros para pedir la ayuda del Gran Coesre? -dijo-. No vamos a quejarnos ahora de haber recibido su visita en casa.
— ¿Pensáis que ese hombre es el mítico gran jefe?
— Se ha anunciado como el rey de los ladrones de Francia. Es todo un título, creo… Vamos a ver qué ha sido de Nicole y Pierrot. Sospecho que les encontraremos atados y amordazados.
Lo estaban, y concienzudamente, porque el capitán Courage no había venido solo, pero los dos coincidieron en que no habían recibido maltrato y que los métodos de aquel extraño personaje eran, por lo visto, bastante civilizados.
— ¡Se aseguró de que las cuerdas no me hicieran daño -dijo Nicole-, e incluso me dio unas palmaditas en la mejilla y me llamó «preciosa»!
— Ahora vais a decirme que es un gentilhombre -comentó con ironía Renaudot.
— ¡He conocido algunos menos corteses! ¡Y en cuanto a los servidores de la ley, no hablemos! -replicó Nicole, que no siempre tenía razones para presumir de la galantería de su buen amigo el oficial Désormeaux…
Perceval se contentó con ordenar a Pierrot que fuese a buscar más leña para alimentar la chimenea, y se guardó sus reflexiones. ¿Un gentilhombre? ¿Por qué no? La voz y el tono de aquel hombre le habían dado que pensar, y después de todo, ¡sólo Dios sabía quién podía estar interesado en sumergirse en la cloaca de los milagros!
Tres días más tarde, un jueves, día de aparición de la Gazette, los parisinos fueron informados de que su teniente civil había sido agredido cuando regresaba a su domicilio a una hora tardía, y que si seguía con vida era gracias a la inesperada intervención de la ronda. Había recibido una herida leve que apenas tendría tiempo de cuidar, dado que se le había encomendado una misión pacificadora en Normandía, al lado del mariscal de Gassion.
— ¡Ese imbécil ha errado el golpe! -rugió Perceval, y a punto estuvo de romper en pedazos el precioso periódico que su amigo le había llevado.
— Ha querido ir demasiado deprisa. Un golpe como ése hay que prepararlo bien. Y ahora…
— ¡Ahora estará alerta! ¡Quiera el ciclo por lo menos que el señor de Beaufort no se vea perjudicado por esta chapuza!
— No lo creo. El cardenal ha recibido de parte del capitán Courage una carta grandilocuente, un verdadero desafío destinado a Laffemas, en la que dice que el firmante no se dará tregua ni reposo mientras el teniente civil siga osando respirar el aire del buen Dios.
— ¿Cómo lo habéis sabido?
— Su Eminencia me lo ha dicho. Y ha añadido una prohibición formal de hablar del tema en la Gazette. Tiene miedo de que el tal capitán se atraiga la simpatía de la gente y se convierta en una leyenda.
— Bueno, al menos eso me tranquiliza. Monseñor François no tiene nada que temer…
— Yo no estoy tan seguro. No aseguraría que no se sospeche de él, bajo el disfraz de capitán Courage. ¡Esa clase de locura sería tan propia de él…! Oh, no lo atacarán de frente, pero el cardenal podría tenderle cualquier día una de sus trampas. Decididamente no le gustan los Vendôme, y éste menos todavía que los otros. Es demasiado seductor…
— Vos, que frecuentáis la villa y la corte, sabréis si es cierto que se ha convertido en amante de Madame de Montbazon, como se rumorea desde hace bastante tiempo.
— Es siempre difícil saber la verdad en esa clase de asuntos, pero hay una posibilidad de que sea cierto. Mademoiselle de Borbón-Condé, a la que pretendía el duque en matrimonio, acaba de casarse con el duque de Longueville, que era precisamente el amante oficial de Madame de Montbazon. Ese cambio de parejas sería muy propio de él. Naturalmente, se dice que está loco por ella, pero me pregunto si no alimentará personalmente el rumor para dar celos a la reina…
Una vez solo, Raguenel meditó largamente sobre las últimas palabras de su amigo. Pensaba que una nueva pasión hace desaparecer la anterior, y que en cierta forma era bueno que François olvidase unos amores demasiado peligrosos; pero por otra parte, al pensar en su pequeña Sylvie, se alegró por una vez de que estuviera lejos, en su isla del fin del mundo. Saber todas esas cosas la haría sufrir…
Conocía Belle-Isle por haber acompañado en otro tiempo a la duquesa de Vendôme y sus hijos. Sabía que los paisajes eran espléndidos, y el puerto del Socorro, con su antiguo priorato, le recordaba algo. Una breve nota de Ganseville, cuando el escudero había pasado por París para ir a reunirse con su amo, le había informado de que Sylvie estaba instalada allí con Jeannette y Corentin, y de que todo iba bien. Ciertamente, la época de las vacaciones y el invierno debían ser diferentes, pero, bien protegida y al margen de las intrigas de la corte con las que se había visto antes demasiado implicada, la niña tal vez recobraría un poco de su antigua alegría de vivir. Esperarlo así y rezar por ella era todo lo que podía hacer Perceval, que ofrecía al Señor su dolor de verse separado de ella y sin ningún medio a través del cual recibir noticias de ella…
Las que habría podido tener le habrían alegrado mucho: Sylvie estaba bien. E incluso, después del accidente que había sufrido en compañía del abate de Gondi, recuperaba el gusto por la vida. Como le había dicho su compañero de infortunio, más valía que renunciara a quitarse la vida, porque con toda evidencia Dios Nuestro Señor no quería que ella abandonara este mundo. Por tanto, era preferible resignarse.
En efecto, si se hubiese arrojado al vacío, se habría matado al estrellarse contra los escollos apenas cubiertos por el agua; y en cambio los dos, estrechamente abrazados, habían rodado sin perder contacto con el suelo hasta que un saliente rocoso tapizado por un arbusto detuvo su caída. Un pescador, alertado por el grito del abate, se había apresurado a buscar socorro y, menos de una hora más tarde, un grupo de personas encabezadas por Jeannette y Corentin sacaba a ambos de su peligrosa situación. Sylvie no se acordaba del salvamento porque al aterrizar se había dado un golpe en la cabeza y había perdido el conocimiento. Despertó en su cama, con unos dolores agudos que pronto desaparecieron y que se llevaron de su joven cuerpo las últimas secuelas de la violación. Jeannette había dado gracias al Cielo de rodillas, e incluso había llorado de alegría… la primera vez después de tanto tiempo, y sobre todo de alivio.
Sólo Jeannette y Corentin estaban al corriente de aquel triste secreto.
— Mientras os llevábamos a casa, advertí que perdíais sangre, y procuré que nadie más lo viera porque comprendí lo que pasaba, gracias a Dios -explicó Jeannette-. Y aquí, quise quedarme a solas con vos. Además, todos encontraron más divertido conducir al señor abate a la casa del señor duque, que podía darles una recompensa: gritaba como un gato escaldado por todas las espinas que se le habían clavado en el cuerpo. ¡Vos también teníais algunas, pero muchas menos…! ¡Oh, Mademoiselle Sylvie, el Señor se ha apiadado de vos! No era justo que, siendo inocente, pagarais el terrible precio del crimen de otra persona. Ahora podréis olvidar…
Sin embargo, la impresión de estar manchada persistía. Su cuerpo estaba limpio, pero sus sueños se habían marchitado para siempre. Su amor por François iba ahora unido a la desesperación: aun admitiendo que un día consiguiera conquistarlo, ¿cómo atreverse a ofrecerle los restos dejados por Laffemas?
Bien es verdad que el padre Le Floch, enviado por Monsieur Vincent a Madame de Gondi para manifestarle todo el interés que a éste le inspiraba Mademoiselle de Valaines y que había venido a visitarla, sugirió una solución: ofrecer a Dios su persona y su alma, y lo hizo a través de un largo discurso en torno a la idea general de que únicamente Dios es digno del amor más grande, y que sus esposas conocen una felicidad serena. Sylvie, sin embargo, no conseguía imaginarse encerrada para siempre en un claustro: allá dentro se escatiman en exceso las bellezas de la naturaleza y sobre todo el aire fresco de la libertad…
— Vivo en una de sus antiguas casas -le dijo ella-, y a mi alrededor no hay sino el cielo, el mar y la landa. Nuestras oraciones no encuentran ningún obstáculo y estamos en paz. Por más que el señor de Paul lo estime deseable, no tengo ninguna apetencia por tomar los hábitos…
Volvió a marcharse sin haber obtenido nada más. En cambio, la duquesa de Retz empezó a honrar de vez en cuando con su presencia la casa junto al mar. La intervención de Monsieur Vincent había sido útil por la razón de que, ahora, la gran dama no intentaría ya perjudicar a la que creía amante de Beaufort, y en cambio, parecía haberse fijado la misión de inclinarla a la vida monástica, la mejor manera según ella de escapar de todas las heridas del mundo.
Sylvie empezó por escucharla dócilmente, pero los sermones de Catherine acabaron por aburrirla. De modo que llegó a un pacto con el joven Gwendal, el rapaz del molino de Tanguy Dru, en el otro extremo del puerto del Socorro. Cuando él veía el carruaje ducal, corría a avisarla y así Sylvie tenía tiempo de refugiarse en la landa o en algún hueco entre las rocas, y dejar que Jeannette explicara con muchas reverencias que su joven ama gustaba del aislamiento en plena naturaleza, obra del Creador, a fin de recogerse en la contemplación y esperar tal vez la Llamada.
Apenas si todo ello era mentira. La belleza de la isla afectaba a Sylvie. Le gustaba descubrir sus diferentes aspectos por medio de largos paseos, pero sobre todo era la mar lo que la atraía y lo que nunca se cansaba de contemplar. Tendida sobre la hierba en algún mirador de la landa, contemplaba, a través de las puntas vellosas de las gramíneas y de las umbelas de los aromáticos hinojos, el vaivén de las olas, a veces ligero y manso, otras rugiente, espumoso y lleno de fuerza. De no haber sido tan penoso para los pescadores, algunos de los cuales se habían hecho amigos suyos, habría preferido el mal tiempo, por lo bien que expresaba la inmensa fuerza del océano. Sabía que François había hecho en otro tiempo lo mismo que ella, y la dicha de seguir los pasos de su amigo la reconfortaba y la hacía sentirse casi feliz.
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