— Nada ha terminado si ella sigue amando a François tanto como él la ama.
— Ésos eran, en efecto, sus sentimientos cuando me fui. Pero…
— ¿Pero?
— ¿Recordáis todas las cosas bonitas que la reina recibió de Italia en el momento de la concepción del delfín? -preguntó Marie.
— Ya lo creo. Las enviaba un tal monsignore Maz…, Maz…
— Mazarini. Pues bien, se presentó el pasado mes de enero para reemplazar al padre Joseph en la confianza de Richelieu. Se ha hecho francés y ahora se hace llamar Mazarino. La reina lo ve con buenos ojos… -Y de súbito la orgullosa Hautefort explotó de nuevo-: ¡El muy bellaco! Ese falso sacerdote es un verdadero intrigante, hijo de un criado del príncipe Colonna. ¡Y se atreve a pavonearse delante de la reina de Francia!
— También me acuerdo de que lo detestabais. Diría que no ha mejorado la opinión que tenéis de él.
— Lo aborrezco. ¡Y más aún porque, como dice mi abuela, se parece al difunto milord Buckingham! ¡Esa clase de parecidos es peligrosa!
— ¡Pobre François! -murmuró Sylvie, siempre inclinada a compadecer al que tanto amaba y que, en cambio, parecía haberla olvidado…
Marie se mordió la lengua. Iba a decir que Beaufort no era tan digno de lástima, pero se detuvo a tiempo porque pensó que de momento Sylvie ya sabía bastante. Se levantó y sacudió su vestido, en el que habían quedado prendidas algunas florecillas de retama.
— ¡Ya hemos hablado bastante por hoy! Tenéis que prepararos, Sylvie, nos iremos mañana con la marea del amanecer…
— Pero ¿adónde me lleváis? Estoy bien aquí…, soy casi feliz -dijo Sylvie extendiendo los brazos para abarcar el paisaje marino que la rodeaba.
— Vuestra felicidad durará poco si Laffemas os descubre. Corréis el riesgo de ser raptada de nuevo, con todas las consecuencias que eso comporta. Os llevaré junto a mi abuela, al castillo de La Flotte. Es allí donde he sido «consignada», y más vale que regrese lo antes posible…
— Os seguiré con gusto, y lo mismo harán mis compañeros, pero ¿qué dirá el señor de Beaufort, que se ha tomado tanto trabajo para encontrarme un buen escondite?
— Me parece que tendréis ocasión de preguntárselo: entre La Flotte y Vendôme apenas hay diez leguas de distancia.
El rostro de Sylvie se encendió y sus ojos brillaron con más intensidad.
— ¿De verdad?
— ¿Os he mentido alguna vez? Os diré, además, que mi abuela es una Du Bellay (ya veis que si añadimos a Bertrand de Born, que fue vizconde de Hautefort, en mi familia no faltan los poetas) y que su sobrino, Claude, es el actual gobernador de Vendôme…
Esta vez Sylvie la abrazó con ímpetu.
— Voy a decir que preparen todo para nuestra marcha… -exclamó jubilosa.
Corría ya hacia el interior de la casa pero de repente se detuvo y volvió despacio hacia su compañera, con aire de preocupación.
— Sin duda tendré que ir a despedirme de la señora duquesa de Retz -murmuró.
— Y la idea no os seduce. Tranquilizaos, no será necesario. Vuestra marcha debe realizarse con la máxima discreción, y la marea llega a las cinco de la mañana. Además, esta casa es vuestra, y tenéis todo el derecho a hacer un viaje corto sin pedirle permiso. Ahora os dejo: tenéis cosas que hacer, y yo también. Dos de mis lacayos vendrán por la noche a hacerse cargo de vuestro equipaje…
— Apenas tenemos…
— Entonces será más fácil. En cuanto a vos, ¿tendréis valor para bajar a pie hasta el puerto antes del amanecer?
— Claro que sí. No está tan lejos.
— Estad allí a las cuatro y media. El barco se llama Saint-Cornely, y el patrón estará prevenido.
— Si tan importante es la discreción, no enviéis a vuestros criados. Os repito que tenemos pocas cosas: simples sacos, fáciles de transportar. Y Corentin es fuerte.
— Tenéis razón. Soy una pésima conspiradora.
— Siempre me ha parecido lo contrario. Pero ¿de verdad vamos a conspirar?
— ¡No haremos otra cosa! No contra el rey ni contra la reina, por supuesto, sino contra ese maldito ministro, contra su compinche y contra su verdugo.
Todavía era de noche cuando el Saint-Cornely abandonó el puerto de Le Palais. En el faro que señalaba la entrada todavía ardía el fuego, y sus reflejos rojos danzaban sobre la mar, algo picada aquella mañana. Al doblar la punta nordeste de la isla de Houat, se cruzaron con un barco procedente de Piriac. Llevaba a un único viajero. Era Nicolas Hardy, sin duda el mejor sabueso de Laffemas, que le había enviado como explorador disfrazado de mercero, y como tal visitaría a los habitantes de Belle-Isle a fin de decidir si sería interesante para su amo desplazarse allí en persona. Los marineros se saludaron al pasar, pero sus pasajeros, sentados en el fondo, resultaban invisibles desde la otra embarcación. Además, envueltas en sus largas capas y con los capuchones bajados, las dos mujeres eran irreconocibles.
Feliz por aproximarse a François, Sylvie se dejaba mecer por el oleaje. Por haber acompañado varias veces a Corentin en un barco de pesca, sabía que la mar era su amiga y no le produciría el menor mareo.
Cuando amaneció, la isla estaba ya muy lejos. Sus altos acantilados no eran más que una silueta en el horizonte. Sylvie pensó entonces, en voz alta:
— ¡Me gustaría volver aquí! ¡No puede uno imaginarse hasta qué punto es hermosa esta isla!
— Vuestro querido François me ha atiborrado los oídos muchas veces -dijo Marie-. No estaba equivocado, por lo que he podido ver.
— De no ser por ciertas personas, sería posible vivir muy feliz allí.
— Eso, querida, vale también para muchos otros lugares del mundo. Espero que os gustará el sitio adonde os llevo.
SEGUNDA PARTE
5. El país de los poetas
Marie de Hautefort, al igual que Théophraste Renaudot, se equivocaba al pensar que el duque de Beaufort ya no amaba a la reina. La ostentación de sus nuevos amores con la bella Marie de Montbazon respondía sobre todo a la necesidad de dar que hablar de sí para que el rumor llegara a los oídos reales, y de alardear de una amante capaz de suscitar los celos de cualquier mujer.
Se había enredado en esta aventura después de que la Gazette anunciara el nuevo embarazo de Ana de Austria. Consciente de que en esta ocasión él no era el padre, la ira le había llevado directamente a Saint-Germain donde la corte, abandonando el viejo Louvre en obras, se había instalado desde el triunfal anuncio de un nacimiento en el que ya nadie creía. El aire era mucho más limpio que el de París, y los jardines dispuestos en terrazas, con sus suaves aromas a la llegada de la primavera, sustituían con ventaja el ruido y las pestilencias de la capital. La única conclusión que importaba a François de la nueva instalación era que su amada vivía demasiado lejos del hôtel de Vendôme y, en la casa de cristal que era Saint-Germain, resultaba imposible verla en privado. No obstante, había marchado, a caballo y sin la escolta de ningún escudero, abrasado por la furia de los celos, con la idea de que le bastaría una mirada para descubrir al hombre que le había sustituido en el corazón y en el lecho de su bienamada, porque se negaba a creer que fuera el rey.
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