En aquellos comienzos del año, los caminos se encontraban en un estado deplorable: un súbito ascenso de las temperaturas había transformado la nieve en barro y las placas de hielo en charcos. Sin embargo, una larga hilera de carrozas avanzaba a paso lento en dirección al castillo. El furioso caballero la adelantó, no sin provocar algunas protestas, pero cuando por fin descabalgó delante de la escalinata del Château-Neuf, se dio cuenta de que sus botas y su gran capa mostraban más barro del conveniente para aparecer en un salón. La capa quedó en manos de un lacayo que llevó su obsequiosidad hasta limpiar un poco las botas a fin de que las alfombras de los aposentos no se resintiesen demasiado. No por ello estaba menos salpicado Beaufort cuando llegó al Grand Cabinet, donde recibía la reina.

Había mucha gente, más de la que él habría deseado; y también el paisaje de la corte le pareció distinto. La amable Madame de Senecey había dejado su lugar a una mujer hombruna, no mal parecida pero que se daba aires de carabina española; la Aurora ya no animaba la reunión con su resplandor y sus réplicas cáusticas. Finalmente, aunque el batallón de las doncellas de honor, agrupado en un rincón, parecía siempre igual a sí mismo, el visitante se sorprendió buscando una guitarra y una carita vivaz asomando bajo unos cabellos resplandecientes sujetos con cintas amarillas… También la atmósfera había cambiado. Sabía que su presencia en la corte no era deseada por el rey ni por el cardenal, pero no esperaba quela concurrencia le observara de reojo con tanta curiosidad, cuchicheando a su paso. Alguien intentó tomarle del brazo, pero él se desasió con brusquedad, sin mirar. Sólo veía a la reina, vestida de raso rosa con encajes blancos que componían un bonito estuche para su garganta. Sonreía a un hombre moreno, delgado y de aspecto agradable, que llevaba el hábito negro de los eclesiásticos de la corte, realzado con ribetes violetas, y conversaba con ella desde muy escasa distancia.

Ella le pareció más bella, más deseable aún que en sus recuerdos, y se detuvo, sin atreverse a aproximarse hasta que ella le vio con un sobresalto.

— ¡Ah, señor de Beaufort! Venid aquí, que tengo que reñiros. Os hacéis muy caro de ver en los últimos tiempos…

Aquellas palabras amables habrían tenido que poner algo de bálsamo en las heridas de François, pero el tono mundano e indiferente les quitaba todo valor. Además, el abate se había vuelto hacia él, y una bocanada de cólera extinguió la decepción: desde su primer encuentro años atrás, cuando era nuncio del Papa, Beaufort sabía que siempre detestaría a monsignore Mazarini.

Sin embargo, éste le saludó con la sonrisa abierta de las gentes decididas a gustar, y Ana de Austria esbozaba ya una presentación:

— Seguramente no conocéis a…

No tuvo tiempo de pronunciar el nombre. Beaufort respondía ya, con relámpagos en los ojos e inclinando apenas el busto:

— Oh, ya he conocido al señor abate, pero no pensaba que volvería…

Fue el interesado quien se encargó de responder. Con una graciosa inclinación del cuerpo y una sonrisa más graciosa aún bajo el fino bigote de puntas galantemente realzadas, dejó oír una voz sedosa en un francés cantarín:

— Su Eminencia el cardenal de Richelieu me ha llamado a su lado para que le asista en su pesada tarea.

— No me gusta el cardenal, pero es francés. ¿Para qué diablos habría de necesitar a un italiano?

— ¡Beaufort! -exclamó la reina-. Olvidáis dónde os encontráis, y ese defecto empieza a ser demasiado frecuente para gustarme…

— ¡Dejadlo, señora, dejadlo! El señor duque ignora que ahora soy francés, y enteramente dispuesto a consagrarme a mi nueva patria. Así pues, nada de Mazarini. Ha bastado una orden de Su Majestad el rey para que nazca Mazarino. Enteramente a vuestro servicio…

— El del Estado debería bastaros, señor. ¡Yo no os necesito! -replicó Beaufort con una dureza que le valió una nueva llamada al orden de Ana de Austria.

— Yo pensaba -dijo con aspereza- que habíais venido, como todos aquí, a ofrecerme vuestros votos para el hijo que espero, pero se diría que únicamente os habéis molestado en venir para provocar a mis amigos.

— ¿Es que el señor se cuenta ahora entre vuestras amistades? Es cierto que desde Roma os cubrió de magníficos regalos, pero para una reina de Francia las personas de esa clase se llaman proveedores, no amigos…

Roja de furia, Ana de Austria se disponía a golpear al insolente con su abanico, cuando al lado de Beaufort, en un nivel más bajo, se oyó un parloteo irritado: un niño vestido de raso blanco con un bonete a juego, todavía entre las manos de su gobernanta, hacía esfuerzos para caminar sin perder el equilibrio e ir a golpearle con sus puñitos crispados.

— ¡Mamá…, mamá! -gritaba, al tiempo que fulminaba con sus ojos azules a aquel intruso desagradable que parecía haberla ofendido.

¡Era Luis, el delfín!

Presa de una emoción demasiado fuerte para poder reprimirla, François dobló la rodilla, por respeto pero sobre todo para ver mejor a aquel niño de dieciocho meses que no había previsto encontrar y que hizo palpitar su corazón.

— ¡Monseñor! -murmuró con una infinita dulzura en su voz, y no pudo añadir nada más, dividido entre el deseo de llorar y el de tomar a aquel hombrecito en sus brazos: estaba tan encantador con su carita redonda y los grandes rizos, del mismo color rubio de su madre, que asomaban bajo su bonete…

Pero al niño no le había gustado aquella falta de protocolo, porque seguía gritando lo que, en su media lengua, no podían ser más que insultos entrecortados con llamamientos frenéticos a «mamá». La reina reía ahora, y tendía sus brazos hacia el pequeño, cuando se oyó una nueva voz:

— ¡Se diría que mi hijo no os quiere, sobrino! Si os sirve de algún consuelo, sabed que tampoco yo le gusto. En cuanto me ve, grita como si viese al diablo y llama a su madre.

El rey, en efecto, tomó en brazos al bebé, que se dobló hacia atrás con la esperanza de escapar a su abrazo al tiempo que chillaba con más fuerza. De modo que el rey ni siquiera intentó besarlo, y lo depositó sin demasiados miramientos sobre las rodillas de la reina. Su rostro anguloso estaba aún más sombrío que de costumbre, si tal cosa era posible.

— ¿Qué os decía? -gruñó-. ¡Bonita familia formaremos si el niño que ha de venir se le parece! ¡Venid, Monsieur le Grand! ¡Vámonos!

Las últimas palabras iban dirigidas al magnífico joven vestido de brocado gris y raso dorado que, después de saludar a la reina, se había apartado unos pasos. Beaufort, que no le veía hacía mucho tiempo, pensó que el joven Henri d'Effiat de Cinq-Mars había recorrido mucho camino y era todavía más guapo que antes. Tal vez se debía al aire triunfal que emanaba de su persona. Aquel joven de veinte años tenía al rey en la palma de la mano sin que por ello se le pudiera acusar de vicio contra natura. Era conocida su pasión por Marión de Lorme, la más bella de las cortesanas, y se decía incluso que quería casarse con ella; y por otra parte, el horror del rey por las manifestaciones de la carne no dejaba ninguna duda acerca de la naturaleza de sus relaciones. Luis XIII se había sentido cautivado por un milagro de belleza, como Pigmalión por su estatua, con la diferencia de que Cinq-Mars atormentaba a su amo continuamente, algo de lo que sería incapaz una estatua.

Así, en lugar de dejarse llevar, se resistió.

— Permitidme al menos, Sire, saludar al señor duque de Beaufort. Sabéis hasta qué punto aprecio la bravura y el valor militar, ¡y él tiene para dar y regalar! ¡Es un placer muy raro el de encontraros, señor duque! Permitidme que lo aproveche para declararos mi amistad…

— ¿Cómo es posible que no os encontréis nunca? -gruñó el rey-. ¿No sois los dos habituales de la Place Royale o de sus inmediaciones?

— Yo frecuento sobre todo el garito de la Blondeau, Sire -dijo Beaufort con una sonrisa irónica-, y Mademoiselle de Lorme vive en el otro extremo. ¡No hay la menor oportunidad de que nos veamos!

— Muy pronto os proporcionaré la ocasión. ¡En Artois, que vamos a recuperar para el reino! Doscientos milhombres al mando de los mariscales de Châtillon, de Chaulnes y de La Meilleraye han recibido la orden de tomar Arras. ¡Responden de ello con sus cabezas!

Un estremecimiento recorrió a los presentes. Pero Luis XIII tenía aún algo que añadir y se volvió a su esposa, que había palidecido y abrazaba nerviosa a su hijo:

— Estoy decidido, señora, a extirpar la peste española de mi reino, a cualquier precio. Este niño no reinará sobre una Francia amputada por culpa de los vuestros.

Era un ataque brutal. Beaufort comprendió la angustia de Ana y recogió valerosamente el guante.

— Podéis estar seguro, Sire -dijo-, de que todos los aquí presentes combatiremos con el encarnizamiento necesario para que las cabezas de nuestros mariscales sigan sobre sus hombros. ¡Están vertiendo su sangre con demasiada generosidad para que la que aún les queda sea vertida en un cadalso!

Dicho lo cual, saludó y salió, con un regusto amargo en la boca. La orden bárbara que acababa de anunciar el rey le llenaba de odio y horror, no hacia Luis XIII sino hacia quien con toda evidencia la había sugerido, el hombre que se había propuesto eliminar a todos los grandes del reino: ¡el cardenal! Tal vez había llegado el momento de pensar en eliminarlo, antes de que la sangría dejara exhausta a la alta nobleza.

Con todo, de su visita a Saint-Germain, François recordaría con simpatía al joven favorito, debido al detalle amistoso que había tenido con él en un momento en el que acababa de recibir una doble herida: la mujer que amaba estaba encinta de otro, sonreía a un bellaco, y el niño hacia el que se sentía atraído su corazón lo había detestado nada más verlo. Era peor que una derrota: un desastre, y François pensó que, a la espera de la borrachera de las batallas, necesitaba otra de una especie distinta. ¡Varias otras, incluso! Aquella noche, en casa de la Blondeau ganó al juego pero se emborrachó como una cuba, y al día siguiente tomó casi por asalto a Marie de Montbazon, a quien encontró en un baile organizado por la princesa de Guéménée, tal vez el último porque se susurraba que después de una vida de amores tumultuosos, entre los cuales uno de los últimos había sido el abate de Gondi, la princesa, llegada ya a la cincuentena, tenía la intención de entrar en religión.

En realidad, la bella duquesa apenas se defendió. Hacía años que ella y François intercambiaban escaramuzas, hasta el punto de que muchas veces se había dado como segura una aventura hasta entonces puramente imaginaria. Aquella noche, después de que ambos bailaran juntos una de esas pavanas lentas y graciosas que pretendían evocar el cortejo amoroso del pavo real, François llevó a su acompañante a una pequeña habitación apartada donde la dueña de la casa solía tener sus citas, y, apenas hubieron entrado, la estrechó entre sus brazos y la cubrió de besos antes de colocarla sin más ceremonia sobre un sofá en el que su vestido plateado se abrió como una flor.

Ella no se había defendido de los besos, e incluso los había devuelto, pero cuando él quiso ir más lejos, ella lo sometió al doble fuego de sus magníficos ojos azules, colocó su mano como una muralla entre su boca y la del asaltante, y dijo con mucha calma:

— Aquí no.

— ¿Dónde, pues? ¡Os quiero! ¡Os quiero ahora mismo!

— ¡Diablos, cuánta urgencia! Me halagáis, por más que vuestro interés resulte un poco repentino. ¿Habéis descubierto tal vez…?

— ¿Que os amo? La verdad es que no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que si no queréis ser mía, provoco al primero que vea a duelo y me hago matar… o lo mato, lo que vendrá a ser lo mismo, porque me mandarán al patíbulo.

— ¡Más y más halagador! Pero vais a esperar, mi guapo amigo, digamos… ¿hasta medianoche? En mi casa.

— ¿Y vuestro esposo?

— Ausente. El gobernador de París se ha trasladado a su castillo de Rochefort-en-Yvelines. De todas maneras, a sus setenta y dos años, a Hercule le preocupa muy poco lo que yo haga.

Más tarde, en el gran hôtel de la Rue des Fossés-Saint-Germain, aún visitado por el fantasma del almirante Coligny, asesinado en él durante la noche de San Bartolomé, François vivió la noche más ardiente que había conocido hasta entonces, y al llegar la mañana se descubrió enamorado -por lo menos desde el punto de vista físico- de una mujer cuya increíble belleza había descubierto con delicia. El cuerpo de Marie, de un blanco apenas rosado, engastado en una masa brillante de cabellos casi negros, era la perfección misma, pero una perfección animada por la pasión y más conocedora de las artes del amor que una cortesana. Lo que François ignoraba es que Marie lo amaba desde hacía mucho tiempo, y que, teniéndolo por fin a su merced, estaba decidida a conservarlo. En cuanto a él, había buscado un escape a la furia de los celos pero se encontró atrapado en una dulce trampa que se cerraría sobre él por un tiempo bastante mayor del que imaginaba.