— ¡Oh, un momento nada más! -dijo-. ¡Es tan interesante lo que cuenta el señor gobernador! ¿Hablabais de una dama, señor? ¿Quién consuela tan bien al señor de Beaufort?
— La duquesa de Montbazon, mademoiselle. Todo el mundo dice…
— ¡Montbazon! -interrumpió otra vez Marie-. ¡Valiente novedad!
— Ya sé que hace mucho que se habla de una aventura entre ellos, pero ahora es serio. Se trata de una pasión que, por lo que me han asegurado, tiene a todas las damas maravilladas y un poco celosas. Como un caballero de la Edad Media, el duque ha llevado en el combate los colores de su bella amiga en la forma de un nudo de cintas sujeto a su hombro…
Esta vez, Mademoiselle de Hautefort abandonó. El mal estaba hecho, y bien hecho. Una tensión repentina en la bonita cara de Sylvie y sus ojos turbios de lágrimas lo testimoniaban. Dio el primer pretexto que se le ocurrió para salir de la sala y subir a su habitación. Marie no la siguió y prefirió dejarla llorar en paz, pero, mientras los invitados al castillo se preparaban para la cena, se sentó a su escritorio, llenó rápidamente una hoja con su gran letra voluntariosa, y después secó la tinta con arena, dobló, selló el pliego con sus armas y llamó a su camarera para que hiciera subir al viejo mayordomo, al que tendió la carta:
— Quiero que un correo a caballo lleve este mensaje a París en el plazo más breve -ordenó.
Después meditó unos instantes, fue hasta la habitación de Sylvie, vecina a la suya, y entró sin llamar. Esperaba verla desmadejada sobre la cama llorando a lágrima viva, pero pese a que descubrió algo menos dramático, no le resultó menos sobrecogedor: sentada junto a una ventana, Sylvie, con las manos cruzadas en el regazo, miraba al exterior mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. No oyó entrar a su amiga y no volvió la cabeza cuando ésta se sentó a su lado en el banco de piedra.
— No es más que un hombre, Sylvie… -murmuró Marie-. Y un hombre joven, ardiente. Eso supone que tiene necesidades. Vuestro error ha sido convertirlo en un dios.
— Sabéis bien que es imposible impedir que el corazón lata por aquel a quien se ama. Sé, desde hace mucho tiempo, que he sido creada para amarlo. Vos misma…
— ¡Es verdad! Me gustaba, pero creo que ese sentimiento-nunca fue demasiado lejos. ¡Se lo dije, además! Su reacción estuvo llena de enseñanzas, ¡y qué masculina, por cierto! No se imaginaba que yo pudiera sentir alguna inclinación hacia él, pero al saber al mismo tiempo que esa inclinación había desaparecido, de inmediato me encontró más interesante. ¡Deberíais probarlo!
— ¿Queréis que ame a otro? ¡Pero eso es imposible!
— Valdría más que algún día fuera posible. No querréis estar toda vuestra vida parada al borde de su camino, sufriendo tanto por su felicidad como por sus desgracias. Pensad lo que os plazca, pero la aventura con Montbazon no me parece tan grave. Por lo que sé de él, más me parece un desafío a la reina por el hecho de que se encuentre de nuevo encinta, y no de él.
— ¿Eso creéis? -exclamó Sylvie.
— Es sólo una hipótesis, y no pretendo daros esperanzas con ella. ¿Qué diréis, qué haréis si un día se casa? Hace poco parecía pretender a Mademoiselle de Borbón-Condé, que es muy bella. El cardenal se opuso a ese matrimonio para evitar ver reunidas dos facciones que considera peligrosas, pero hay otros partidos dignos del duque de Beaufort. Y es un príncipe de sangre.
Sylvie apartó la mirada.
— Es inútil recordarme que siempre estará situado demasiado alto para mí, como lo estaba cuando yo era pequeña la torre de Poitiers en el castillo de Vendôme. Él me dejaba al pie de la escalera y yo juraba que crecería y crecería hasta conseguir reunirme con él arriba, en la luz. Y ya veis dónde estoy: más abajo que nunca porque, además de mis pocos méritos de nacimiento, ahora estoy manchada y…
Marie se levantó bruscamente, aferró a Sylvie por los hombros, la obligó a levantarse también y la sacudió con fuerza.
— ¡No quiero volver a oír eso! Es ridículo porque, sabedlo, sólo mancha el mal que se lleva a cabo por propia voluntad. Habéis sido víctima de un monstruo y de una trama innoble. El hombre con el que os forzaron a desposaros está muerto, el teatro del crimen destruido por el fuego…
— ¡Queda el verdugo! Él sigue vivo. Y el cardenal lo protege, de modo que puede destruirme cuando le plazca.
— No. ¡Su vida está demasiado unida a la de su amo! El día en que muera Richelieu, morirá también su servidor. ¡Esforzaos por no pensar en ello y por mirar hacia delante! Ese hombre pertenece a un pasado que, con la ayuda de Dios, borraremos. -Con un gesto brusco, atrajo a la joven hacia sí y la estrechó entre sus brazos-. ¡Y vos reviviréis, volveréis a ver el sol… tan cierto como que yo soy la Aurora!
Soltó a Sylvie, le dio un beso en cada mejilla y salió de la habitación dando un portazo tras de sí, lo que era siempre señal de una firme determinación.
Alejada de la corte y de sus movimientos, Mademoiselle de Hautefort ignoraba que el joven duque de Fontsomme acababa de ser enviado por el rey a socorrer a su hermana la duquesa de Saboya, forzada a replegarse en Chambéry, en tanto que el Condé d'Harcourt expulsaba a los imperiales de Turín. Fontsomme estaba por tanto ausente de París cuando llegó la llamada de socorro que le había dirigido Marie, segura de que se apresuraría a acudir. Pero pasó el tiempo sin que diera señales de vida.
Llegó el otoño, y ni siquiera el nacimiento en septiembre de un segundo hijo de Francia pudo convencer a Madame de La Flotte de acudir a Saint-Germain.
— Cuando exilian a mi nieta, me exilian a mí también -dijo-. Eso le evitará al rey ponerme una cara de palmo en cuanto me vea…
— ¡Es ridículo! La reina os quiere, y dicen que el rey está feliz con este nuevo nacimiento… -exclamó Marie.
— A propósito, ¿no lo encontráis curioso? Él, que es-taba de tan mal humor cuando nació el delfín, ahora delira, o casi, delante de éste. Quizás es porque es tan moreno como él mismo, mientras que el delfín es rubio como su madre y…
— ¡No desviéis la conversación! Creo que vuestro deber es ir allá…
— ¿Para defender vuestra causa? Esa clase de maniobra no es propia de vos, Marie, siempre tan orgullosa.
Una brusca cólera hizo que la Aurora enrojeciera.
— No se os tenía que haber ocurrido siquiera esa idea. Yo no soy de las que mendigan. Volveré con honores de guerra, o no volveré… Pero nuestra familia no debe estar ausente de los grandes acontecimientos del reino.
— Vuestra hermana D'Escars y vuestro hermano Gilíes la representarán muy dignamente. ¡Yo estoy enfadada!
Como sabía que su abuela era tan testaruda como ella misma, Marie no insistió, contenta en el fondo por el afecto que le mostraba con su actitud. Su marcha a París habría dejado el castillo casi vacío, de modo que Sylvie y ella misma se habrían visto un poco abandonadas. Tuvo una nueva ocasión de felicitarse de la resolución de su abuela ya entrado el invierno, cuando las intrigas de la corte -que desde luego añoraba- volvieron a rondarla en extrañas circunstancias.
Aquella noche, las tres mujeres se disponían a cenar con la intención de no prolongar la velada y acostarse temprano después de una jornada fatigosa: Marie había pasado varias horas ocupada en la caza de un jabalí que causaba destrozos, en tanto que Madame de La Flotte y Sylvie habían acudido a La Possonnière, donde Madame de Ronsard y sus hijas habían sufrido una especie de intoxicación por haber comido caza demasiado manida. De súbito, el galope de un caballo surgió del fondo de la noche, creció y fue a detenerse en la escalinata de la entrada; luego se oyó el rápido taconeo de botas en el gran vestíbulo, y finalmente la doble puerta se abrió bajo la mano autoritaria del jinete, antes incluso de que el mayordomo pudiera anunciarlo.
— Mi buena amiga -dijo el duque de Vendôme-, vengo a pediros asilo durante dos o tres noches. Me he visto obligado a huir de Chenonceau antes de que me prendiesen los esbirros de Richelieu.
La sorpresa hizo que las tres mujeres se levantaran, pero la señora del castillo no tuvo tiempo de adelantarse: él estaba ya junto a ella y le había tomado las manos para besárselas.
— ¿Vos, huido? Pero ¿qué ha ocurrido?
— Una historia absurda que os contaré mientras cenamos si tenéis a bien invitarme. Me muero de hambre… ¡Ah, Mademoiselle de Hautefort! Perdonadme, no os había visto.
Detuvo el movimiento que había ya esbozado de sentarse en una silla, sin dudar de la respuesta de Madame de La Flotte, y se dirigió a saludar a Marie, cuando sus ojos crecieron hasta casi salirse de las órbitas: acababa de reconocer a Sylvie.
— ¿Acaso tengo el don de ver fantasmas? ¿O bien formáis parte de la pesadilla en que vivo?
El primer movimiento de Sylvie había sido buscar las sombras para disolverse en ellas, pero el estupor la dejó paralizada demasiado tiempo. Ahora iba a ser necesario afrontar la situación. Retuvo con un gesto a Marie, que se disponía a responder, y se adelantó; la anciana dama no habría tenido nada que reprochar a su reverencia.
— No soy un fantasma, señor duque, y tampoco soy tan importante como para aparecer en vuestros malos sueños. Sencillamente soy otra…
— ¿Qué queréis decir? ¿Habéis muerto y resucitado?
— En cierta forma. Gracias a quienes me salvaron. Yo también me escondo, monseñor…
— ¿Y quién os ha salvado?
Marie se encargó de responder. No estaba dispuesta a dejar a Sylvie enfrentarse sola con el temible hijo de Enrique IV y Gabrielle d'Estrées, y optó por no entrar en detalles:
— En primer lugar, vuestro hijo François, y después mi señora abuela y yo. Está aquí bajo la salvaguarda de nuestro afecto.
César, sin embargo, sólo había oído el principio de la explicación.
— ¿François, eh? ¿Otra vez François? -exclamó con una risita aviesa-. ¿Es realmente necesario que sigáis pegada a él como la hiedra a la roca? Si hubieseis sabido…
— ¡Basta, César! -le interrumpió con severidad Madame de La Flotte-. No es de recibo, puesto que venís pidiendo ayuda, que hostiguéis a esta niña a la que queremos y que está aquí en su casa.
— ¿En su casa? ¿No le basta, entonces, el señorío de l’Isle que mi mujer me obligó a darle?
— ¡No olvidéis que estoy muerta! -exclamó Sylvie, sublevada por el tono despectivo del duque-. El señorío de l'Isle ha revertido naturalmente en vos. Mi supervivencia tiene lugar con el nombre de Valaines…
— No por eso dejáis de ser mi vasalla…
Era más de lo que Marie podía escuchar.
— Si seguís por ese camino, señor duque -replicó-, me voy de esta casa a riesgo de ser encarcelada, porque bestoy exiliada, y me llevo conmigo a Mademoiselle de Valaines…
— ¿Y si dejáramos todos de decir tonterías? -dijo de improviso Madame de La Flotte con un buen humor inesperado-. Nuestras discusiones no son adecuadas para los oídos del servicio. ¡Cenemos, pues, y luego nos diréis hasta qué punto tenéis necesidad de nosotras!
A pesar de su sonrisa, acentuó las últimas palabras de modo que el duque se diese cuenta de que no estaba en situación de dar órdenes. El acabó por comprenderlo así y se sentó a la mesa, en la que reinó el silencio mientras duró la cena. Desde su sitio Sylvie, que apenas probó bocado, lo observaba. No le había vuelto a ver desde su dramática entrevista en la pequeña casa desierta del Marais a la que él le había hecho acudir para darle un frasco de veneno destinado al cardenal. [7] Habían pasado cuatro años desde entonces. Si sus cuentas eran exactas, César tenía ahora cuarenta y siete, y su belleza se había ajado mucho más, como constató ella con desagrado al pensar en el parecido que tenía con su hijo menor. El exilio rural en su castillo de Chenonceau, donde el rey y Richelieu le habían confinado desde hacía más de veinte años, tenía por lo menos la ventaja de permitirle conservar músculos de cazador bajo una piel curtida por el sol y la intemperie, pero los excesos sexuales que le llevaban a perseguir a todos los muchachos capaces de atraer sus sentidos, iban dejando marcas cada vez más profundas en su rostro, en otro tiempo uno de los más hermosos de Francia. A ellas se añadían los estigmas de una intemperancia en la bebida que no contribuía a arreglar las cosas. César ofrecía en aquel momento una demostración convincente: el escanciador llenaba continuamente una copa que el duque vaciaba casi enseguida de un solo trago. También comió mucho, con un apetito estimulado por la larga cabalgata desde Chenonceau.
— ¿Cómo es que habéis venido solo? -preguntó su anfitriona en cuanto él se reclinó en su asiento con un suspiro de satisfacción.
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