— ¡Es posible, pero no le darán ni frío ni calor! No es culpa vuestra, querido François, pero sois incapaz de tener un sentimiento noble. ¡Me parece que eso se debe a unos apetitos un tanto vulgares que también se reflejan en vuestro lenguaje! Por mi parte, sólo tengo una cosa más que deciros: haré todo lo que pueda para extirpar del cerebro de Sylvie vuestra imagen de héroe de pacotilla.
Y con un aire de magnífico desdén, Mademoiselle de Hautefort fue al encuentro de Madame de La Flotte…
Una vez los Vendôme hubieron marchado con el estruendo que acompañaba siempre sus movimientos, incluso los más secretos, el castillo de La Flotte volvió a quedar en silencio, aunque no por mucho tiempo: al día siguiente un correo del rey puso pie a tierra bajo la mirada inquieta de Marie, que se preguntó si aquel hombre sería portador de la orden de conducirla a prisión; aunque se tranquilizó al comprobar que llegaba solo. Además, su carta iba dirigida a Madame de La Flotte. De hecho, contenía una orden bastante inesperada: la amable dama debía ir, tan discretamente como le fuera posible, a reunirse con el rey en su pequeño castillo de Versalles.
La mirada de Marie se avivó: ¿empezaba a añorarla su antigua víctima y, mediante el rodeo de una entrevista con la abuela, deseaba entablar conversaciones para devolverla a su favor? Sin pecar de presunción, no veía otra razón para una entrevista tan poco conforme a las costumbres de la corte.
— ¿Y si el motivo es alguno de vuestros hermanos? -aventuró la anciana para refrenar un poco un entusiasmo que le parecía un tanto petulante, pero Marie se echó a reír.
— ¡No haría tantas historias! Creedme, abuela, tengo razón. ¡Si no es eso, me voy a España con la duquesa de Chevreuse!
— ¡Sois demasiado buena francesa! Nunca haríais eso. Pues bien, creo que tendré que acelerar los preparativos si quiero llegar a tiempo a la audiencia del rey.
Iba a salir, pero Sylvie la retuvo:
— ¡Por favor, señora, llevadme con vos!
— ¿A ver al rey?
— ¿Cómo, Sylvie, queréis dejarme? -exclamó Marie.
Sylvie miró a aquellas dos mujeres queridas, y sonrió.
— Ni lo uno ni lo otro; pero me parece la mejor solución. Madame podría dejarme en un convento como desea el señor de Beaufort, y vos, Marie, pensad que no podré acompañaros si el rey os llama a su lado. Me convertiría en una molestia y una preocupación añadida, porque creo que me queréis bien. Únicamente pediría que ese convento sea parisino, para poder volver a ver por fin a mi querido padrino.
Aquel pequeño discurso produjo cierto efecto.
— ¡Tiene razón, Marie! -dijo la condesa-. Si os piden que volváis, ella se quedará sola aquí, y por tanto estará insegura. En la Visitation Sainte-Marie estaría segura. Madame de Maupeou, la superiora, es amiga mía…
— Y contamos con otra: Louise de La Fayette. Es probable que las dos tengáis razón…, ¡pero sólo por un tiempo! ¡No vayáis a pensar en tomar los hábitos, Sylvie! Seréis únicamente dama pensionista, y yo os veré tantas veces como desee, ¡delante mismo de los espías de Richelieu! -concluyó con una carcajada-. La Visitation es inviolable.
— ¿No lo era también el Val-de-Grâce?
— No, porque pertenecía a la reina. Este convento está protegido por la hermana Louise-Angélique, y en consecuencia por el rey en persona. Nunca toleraría una intrusión. ¡Dicho y hecho! ¡Id a preparar vuestro equipaje, mi pequeña Sylvie! ¡Y que Dios nos ayude!
Al amanecer del día siguiente, Madame de La Flotte abandonaba su mansión ancestral, flanqueada por dos acompañantes: una era su auténtica camarera y la otra Sylvie, modestamente vestida. La pena que sentía ésta por separarse de su amiga estaba compensada por la idea de volver a ver muy pronto al querido Perceval de Raguenel, que ocupaba un lugar tan importante en su corazón.
6. Las lágrimas de un rey
En su bella casa de la Rue Saint-Julien-le-Pauvre, Isaac de Laffemas vivía momentos difíciles: sólo podía salir acompañado por una fuerte escolta. Se acabaron las escapadas nocturnas en las que sin correr el menor riesgo podía saciar sus pulsiones secretas con mujeres para él sin rostro, porque a todas les aplicaba mentalmente una máscara, siempre la misma, que reproducía la imagen de Chiara de Valaines, la pasión de su vida, una pasión jamás saciada, ¡ni siquiera cuando un genio malo había puesto en sus manos a su hija! Sin embargo, al poseer aquel cuerpo joven, tan fresco y suave, había experimentado un bienestar, una alegría tal que sólo se había marchado de La Ferrière a disgusto, maldiciéndose por haberla entregado a aquella bestia de carga de Justin, al que había convertido en su esclavo. Habría tenido que guardarla, esconderla en una habitación cerrada para tenerla siempre a su disposición. Pero podía darse por satisfecho de que la protección de Richelieu hubiera impedido, después del anuncio de la muerte de Sylvie, que aquel energúmeno que le había hecho rodar por las escaleras de Rueil no llegara a tomar represalias más graves.
— ¡Sólo mientras os necesite! -había dicho el cardenal-. ¡Pero si, por un milagro, esa desgraciada niña estuviera aún viva, responderíais con vuestra cabeza de cualquier nuevo ataque contra ella!
De momento, la amenaza no le había importado. ¿Por qué había de hacerlo si estaba muerta? Y con toda naturalidad había vuelto a los placeres nocturnos que se permitía desde la muerte de su mujer, una bonita muchacha de pocos alcances a la que había matado a fuerza de someterla a sus caprichos más malvados, desde el momento en que comprendió que era estéril. Madeleine no había sido más que una copia borrosa de Chiara, un remedio socorrido…
Pero, por la vía que ya sabemos, tuvo conocimiento de la imprudente carta de Gondi a Mademoiselle de Hautefort, y la esperanza había vuelto. De modo que ella estaba viva, bien escondida sin duda pero viva, y para él eso significaba que un día u otro caería en sus manos. Manos que temblaban ante la simple idea. ¡Encontrarla, hacerla suya una y otra vez! ¡Y al diablo con las amenazas del cardenal! ¡Bastaría con casarse con ella!
De ese modo, Sylvie había ocupado el lugar dé su madre. Se había convertido en la única pasión de aquel hombre, próximo ya a la vejez, que sólo encontraba placer en las torturas que infligía. Había despachado en su busca a Nicolas Hardy, su mejor sabueso, carne de horca por otra parte, al que había librado de una condena a galeras cuando comprendió que en su pesado corpachón habitaba una inteligencia tan retorcida como la suya propia. Y Nicolas Hardy había marchado a Belle-Isle porque era una posesión de los Gondi, y desde siempre éstos mantenían lazos de amistad con los Vendôme. Pero Hardy volvió con las manos vacías.
Su astucia y sus trucos no le sirvieron de nada: había chocado contra paredes ciegas y sordas. Los bretones, rudos, orgullosos e independientes, percibieron muy pronto al espía en aquel personaje demasiado amable y de dinero fácil. Casi toda la isla había sabido que una joven, una víctima del cardenal protegida por Monsieur Vincent, se había escondido o estaba aún escondida allí, pero Sylvie había entrado en la leyenda, tan cara al corazón de todo celta bien nacido. Y ni siquiera entre los más pobres habló nadie. En cuanto a interrogar al duque de Retz y los suyos, no era factible. Todo lo que consiguió descubrir -sólo por casualidad, al sorprender en la taberna la conversación de dos soldados de la guarnición- fue que una gran dama de la corte, de extraordinaria belleza, había venido a hacer una breve visita. No habían pronunciado su nombre, pero uno de ellos, al decir entre suspiros que «era bella como la aurora», le había dado una pista. Su olfato y algunas gestiones aparentemente anodinas hicieron el resto: Mademoiselle de Hautefort había venido a la isla, y tal vez en el viaje de regreso iba acompañada.
Fue al empezar a trabajar sobre esta nueva pista cuando Nicolas Hardy tuvo un accidente: como los huesos de los espías no tienen mayor solidez que los de las personas decentes, la rótula de Hardy se hizo añicos como consecuencia del brutal encontronazo con el casco de una mula atrabiliaria. Al verse inmovilizado largo tiempo en su albergue de La Roche-Bernard, y cojo para el resto de su vida, el enviado de Laffemas no vio otra solución que avisar a su amo por carta, pero cuando ésta llegó, el «chico para todo» de Richelieu había marchado a una nueva expedición punitiva contra otra revuelta de los Un-Pieds en los confines de Normandía.
De regreso finalmente en París, Laffemas leyó la carta y se enfureció con el imbécil patoso que había dejado escapar una pista aún caliente. ¿Cómo averiguar adonde había encaminado sus pasos la antigua dama de compañía? Había sido exiliada, y por consiguiente se le había asignado una residencia, por lo que nunca habría podido trasladarse a Belle-Isle, pero al parecer había acatado las órdenes con cierta laxitud, como muchas otras personas por lo demás, que apenas salidas de París parecían sufrir una irreprimible necesidad de moverse continuamente de un lado a otro. Lo único que podía hacerse era enviar a alguien a vigilar el castillo de La Flotte, pero, en ausencia de Nicolas Hardy, Laffemas no confiaba en casi nadie. Y además necesitaba en París al puñado de personas leales con que contaba, para velar por su propia vida, amenazada sin cesar por aquella especie de fantasma inasible que se hacía llamar capitán Courage.
Por dos veces, gracias sobre todo a Nicolas Hardy, el teniente civil había escapado a una emboscada, pero después su enemigo había cambiado de táctica, como si deseara que muriese de miedo. Apenas Laffemas abría una ventana, una flecha procedente de ninguna parte iba a clavarse en la pared de su dormitorio, con un mensaje que le amenazaba con una muerte espantosa como preludio del fuego eterno.
¡Se diría que esos mensajes llegaban hasta él por arte de magia! Y le habían hecho nacer un terror creciente, porque daban la impresión de que un ojo invisible le observaba y, contra aquel enemigo, su poder tenía pies de arcilla.
En efecto, tal era el caso: su poder dependía enteramente del cardenal, y era cada vez más evidente que éste no viviría mucho tiempo. La situación habría sido distinta si Laffemas hubiese dispuesto del conjunto de las fuerzas policiales de la capital, pero nunca había tenido el tiempo, los medios ni la posibilidad de reunir bajo una misma bandera a todos sus miembros.
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