La policía como tal existía desde hacía siglos bajo la autoridad general del Châtelet, pero siempre había sido considerada un apéndice de la Justicia, que funcionaba sin reglas definidas y que dirigían conjuntamente el teniente civil en los aspectos relativos al municipio y el teniente penal en las muertes violentas -si bien Laffemas reunía en su persona las dos funciones-, sin contar al preboste de los mercaderes en lo relacionado con la vía fluvial y el comercio, y al preboste de la Isla en la «seguridad pública», a medias con el caballero que mandaba la ronda. Con el paso del tiempo, entre las diferentes autoridades se habían producido disputas crecientes, que en ocasiones habían derivado en auténticas batallas, y un considerable desorden del que se beneficiaban los delincuentes de toda laya y sus santuarios, las cortes de los milagros, diseminadas por los distintos barrios de la ciudad.
A todo lo cual se añadía el hecho de que los comisarios del Châtelet se desentendían sistemáticamente de aquellas de sus funciones que no les proporcionaban ningún beneficio. Por lo demás, la mayoría de ellos ni siquiera vivían en los barrios sobre los que tenían jurisdicción. [8]
Además, Laffemas sabía que casi todos sus colegas del orden público le detestaban cordialmente.
Sin embargo, aquella noche necesitaba salir, y de la manera más discreta posible. En efecto, a causa de la angustia que sentía se había decidido a pedir su horóscopo al astrólogo real, Jean-Baptiste Morin de Villefranche, que en el curso de la jornada le había hecho saber que realizaría el trabajo, con la condición de que acudiera en persona y de noche cerrada.
Era un personaje curioso aquel Morin, nacido en Villefranche de Beaujolais en el siglo anterior, y que no habría desentonado en la corte del emperador Rodolfo II, el maestro de los misterios. Era a la vez médico, filósofo, matemático, astrónomo y astrólogo, y titular de la cátedra de matemáticas en el Collège Royal [9] desde que predijo la curación del rey en un momento en que se le daba por moribundo en Lyon. Morin había afirmado rotundamente que el soberano sobreviviría, y Luis XIII, agradecido, le había concedido el puesto además del nombramiento más o menos honorífico de astrólogo real. Un cargo que iba a ser el último en ocupar.
Sin embargo, apenas aparecía por la corte ya que Richelieu desconfiaba de él y no lo quería. En cuanto a la reina, encerrada en su rígida piedad a la española, aquel hombre alto y flaco de aspecto severo le daba miedo; siempre parecía estar viendo alguna cosa encima de su cabeza. Así que, por más que se moría de envidia, nunca se atrevió a pedirle que le leyera el porvenir. Tal vez por miedo a lo que podría ser revelado a un esposo al que traicionaba de muchas maneras.
No era eso lo que temía el teniente civil, sino el ridículo: el efecto que produciría en todas las personas a las que atemorizaba, y también en quienes le despreciaban y odiaban, el ver su coche o bien su caballo, y en cualquiera de los dos casos su escolta, delante de la casa en la que habitaba Morin, en la Rue Saint-Jacques. Una cosa era enviar a un criado a llevar un pliego, y otra muy distinta ir él en persona. Sin embargo, si Laffemas quería saber lo que le reservaban los astros, era necesario desplazarse hasta allí: Morin, bien protegido por el rey, no tenía la menor intención de aceptar molestarse por un vulgar teniente civil que no le asustaba lo más mínimo.
Para tranquilizarse, Laffemas pensó que el camino no era muy largo, que la parte trasera de su casa se abría a la Rue du Petit-Pont por una puerta utilizada por el servicio, y que le bastaba con ponerse una librea, una capa y un sombrero de ala ancha para disfrazarse, sobre todo en plena noche.
El tiempo pasaba, y con él pasaron también sus dudas. Al oír sonar las nueve en el reloj del Petit-Châtelet, se decidió. Cambió de traje, se encasquetó un sombrero y salió por la puerta trasera. La noche era fría y le pareció tranquila cuando observó los alrededores antes de dejar el abrigo del umbral. Sus ojos amarillos poseían, como los de los gatos, la facultad de ver en la oscuridad, y acabaron de tranquilizarlo. Nada se movía. Entonces se puso en camino, llegó en unas cuantas zancadas a la Rue Saint-Jacques, y empezó a remontarla a un paso más vivo cuanto más se alejaba de su mansión.
Casi había llegado a su destino cuando oyó el estruendo de una carroza que se acercaba a buena velocidad. Muy pronto la vio: iba precedida por dos corredores con antorchas, de los que alquilan los viajeros nocturnos en las principales puertas de la ciudad. El pesado carruaje avanzaba tirado por cuatro caballos, y en el pescante iban, bien abrigados, el cochero y un lacayo.
De improviso, uno de los corredores resbaló en alguna inmundicia y cayó al suelo soltando la antorcha, cuya llama asustó a uno de los caballos del tren delantero.
Con un relincho aterrorizado, el animal frenó con las cuatro patas y se encabritó, desestabilizando el tiro. La carroza se ladeó y a punto estuvo de chocar contra la fachada de una casa, pero finalmente recuperó la vertical. En su interior se oyeron gritos femeninos. Mientras el cochero reorganizaba a los caballos, el otro corredor volvió sobre sus pasos y se aproximó a la portezuela.
— ¡No ha sido nada, señoras! Sólo un buen susto. Mi compañero ha tenido la culpa, porque se ha caído y ha soltado el hachón.
— ¡Vamos, sigamos cuanto antes! -dijo Madame de La Flotte, cuyo amable rostro acababa de aparecer a la luz amarillenta de la antorcha.
Laffemas, oculto en un entrante del edificio, no había perdido detalle de una escena que le parecía estúpida, pero de repente quedó petrificado: otro rostro, encuadrado por un pequeño bonete blanco bajo un capuchón negro, había aparecido junto al de la condesa, y ese rostro era el que poblaba sus noches y sus sueños, que para otra persona habrían sido pesadillas: ¡era Sylvie! Lo habría jurado. ¡Habría puesto la mano en el fuego y la cabeza en el tajo! ¡Nadie más tenía aquellos bonitos ojos avellana! Y en cuanto a la anciana dama…, sí, era Madame de La Flotte, la abuela de la bella Hautefort.
Presa de una alegría que le hizo olvidar su propio peligro e incluso el horóscopo del señor Morin, decidió seguir aquel coche allá donde fuera; de ser necesario, hasta el infierno, donde sin duda sería alegremente recibido como un hermano.
Después del accidente del que acababa de escapar, el coche avanzaba más despacio y Laffemas pudo seguirlo sin que advirtieran su presencia. Ya no era joven, pero de sus abuelos montañeses había heredado unas pantorrillas de acero y una resistencia excepcional. El camino fue largo, pero ni por un instante pensó que forzosamente volvería solo a casa una vez que el coche llegara a su destino.
Atravesaron los dos brazos del Sena y luego, siguiendo la Grève, llegaron a la Rue Saint-Antoine, pero, cuando el portal del convento de la Visitation Sainte-Marie se abrió delante de la carroza, su perseguidor hizo una mueca de desagrado: si la que deseaba se quedaba allí, le resultaría imposible apoderarse de nuevo de ella. Una vez entrada en aquel lugar -y las puertas abiertas para el coche en plena noche demostraban que era esperado-, una mujer estaba tan bien defendida como detrás de los muros de la Bastilla, cuyas gruesas torres redondas montaban, en sus proximidades, una guardia temible y significativa. Mejor defendida aún, porque en la vieja fortaleza el teniente civil conservaba todavía cierto poder, pero ninguno en el convento.
Fundada en Annecy en 1610 por Francisco de Sales y la baronesa de Chantal, que al enviudar quiso consagrarse a Dios, la orden de la Visitación, de la que ella fue la primera superiora, se extendió con mucha rapidez. En una treintena de años, bajo el impulso de la Contrarreforma, se abrieron casas en gran parte de Francia. La primera de ellas, la de la Rue Saint-Antoine, creció hasta convertirse en pocos años en el convento más noble y frecuentado de París. También en el mejor dirigido: Monsieur Vincent fue su limosnero durante dieciocho años. Por lo que respecta a Madame Maupeou, la superiora, no tenía que envidiar a aquél en cuanto a piedad, austeridad de costumbres y energía. Nacida en el seno de una ilustre familia parlamentaria, dirigía su mundo conventual con mano maestra, rodeada del respeto de todos. Y sobre todo, el propio rey tenía el convento bajo su protección desde quela hermana Louise-Angélique, que había sido en el mundo Louise de La Fayette había tomado los hábitos. [10] Ni siquiera el propio cardenal de Richelieu se habría atrevido a atacar aquella fortaleza celestial, a la que decidió -tal vez a falta de otra cosa- inscribir en lugar preferente en la lista de sus caridades.
Baste con lo dicho para comprender que un teniente civil cualquiera sólo podía romperse la crisma si intentaba escalar los altos muros de la Visitation Sainte-Marie. Sin embargo, se negó a darse por vencido ante la simple vista de un portal cerrado. Sentado en un poyo para caballos en el otro lado de la calle, Laffemas reflexionó largo rato. La carroza que había visto entrar acabaría por salir alguna vez, porque era poco probable que Madame de La Flotte hubiera decidido pronunciar sus votos. Faltaba saber si la visita de aquella noche era una simple parada para evitar abrir su mansión, o si la anciana había ido allí para acompañar a Sylvie. En cuyo caso…
Acostumbrado a examinar los problemas uno por uno, no llevó más lejos su meditación. Después de vigilar un momento más el convento silencioso, Laffemas abandonó un acecho que le había permitido un pequeño descanso, corrió hasta el Grand Châtelet donde encontró a uno de sus oficiales de guardia, y le envió al convento.
— Te quedas allí hasta que veas salir una carroza -siguió una descripción de la misma- que ha entrado esta noche. Cuando salga, espabílate para ver cuántas personas la ocupan y qué aspecto tienen. Si sale de París, haz que los centinelas de las puertas te presten un caballo, y síguela.
— ¿Hasta dónde? -preguntó el oficial, que no era otro que Désormeaux, el buen amigo de Nicole Hardouin, una circunstancia que el teniente civil ignoraba, para bien de los moradores de la casa de Raguenel.
— Hasta el primer relevo de la posta, donde te las arreglarás para saber adónde va. Si te dicen que regresa a su casa, en el valle del Loira, la dejas ir y vuelves a informarme.
Esa clase de misión no era muy del gusto de Désormeaux, cuya naturaleza era más bien contemplativa. Las cabalgatas le fatigaban y sacudían su panza abultada debido a los excelentes guisos de Nicole. Sin embargo, sentía como todos sus colegas un santo terror por el teniente civil, y nunca se hubiera permitido sugerir a Laffemas que recurriese a alguien más esbelto, puesto que el caso era urgente.
Fue sin duda la misión más agotadora de su vida. Cuando al día siguiente por la tarde se dejó caer prácticamente desde lo alto de su caballo, estaba medio muerto, y las noticias que traía sumieron a su jefe en la perplejidad y la inquietud.
— La carroza fue a Versalles -declaró-. En su interior iba una señora de edad, ¡una auténtica dama! Se quedó allí más de dos horas, y luego regresó a la Rue Saint-Antoine.
— ¿A Versalles? Pero ¿a qué lugar de Versalles? No sería…
— Sí. Al castillo. Y el rey estaba allí, porque montaba la guardia una compañía de mosqueteros… ¿Puedo ir a acostarme ahora, o vuelvo al convento?
Sumido en un abismo de reflexiones, Laffemas se contentó con despedir a Désormeaux con un gesto impaciente, y a gruñir:
— ¡Ve a acostarte!
¿Qué podía querer el rey de la abuela de la Hautefort, puesto que nadie entraba en Versalles sin haber sido invitado por Luis XIII?
La misma pregunta se hacía la anciana desde que partió de su castillo a orillas del Loira, pero pensando, con razón, que la respuesta le sería dada, se sentía relativamente tranquila al cruzar el umbral del pequeño castillo de ladrillo rosa y piedra blanca coronado por techos de pizarra que Luis XIII había hecho construir en 1624 en el lugar en que se había alzado una antigua casona señorial perteneciente a los Gondi. Cuando perseguía a los ciervos hasta la noche cerrada en los bosques de los alrededores, pernoctaba allí con sus compañeros, sobre un montón de paja, con las botas puestas y abrigado con su capa.
A pesar de su larga experiencia en la corte, la excelente señora no pudo ofrecer más que una reverencia vacilante, tan cambiado le pareció el rey. Su aspecto era casi tan deplorable como el que tenía cuando estuvo enfermo en Lyon.
De hecho, desde la infancia Luis XIII sufría una enteritis crónica que se resistía tenazmente a los tratamientos -sangrías y enemas- que le aplicaban. Era además un hombre muy nervioso que sufría accesos de angustia y pasaba por períodos de depresión. De hecho, la ignorancia de los médicos tenía la culpa de buena parte de la ruina progresiva de una naturaleza que, al margen del aporte de sangre de los Médicis, se parecía a la del seco y vigoroso Enrique IV. En un solo año, el rey había recibido doscientas quince lavativas y doscientas doce purgas, además de cuarenta y siete sangrías, liberalmente suministradas por su médico Bouvard. A la larga, todos habían acabado por acostumbrarse a su flacura y a su tez, que las intemperies sufridas por aquel cazador compulsivo habían bronceado ligeramente sin llegar a disimular del todo la palidez. En esta ocasión, sin embargo, Madame de La Flotte quedó espantada: la delgadez había llegado a tal extremo que los músculos parecían haberse fundido, la piel presentaba un color plomizo y los ojos aparecían hundidos. Luis XIII se parecía hasta tal punto a un personaje pintado por El Greco que la condesa estuvo a punto de persignarse: ciertamente, la muerte no tardaría mucho en presentarse…
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