El rey recibió a su visitante en el gran gabinete contiguo a su dormitorio. Estaba sentado junto al fuego, y las tapicerías que lo rodeaban, dedicadas al tema de la caza, eran tan vivas y evocadoras que parecía encontrarse en el corazón de un bosque encantado en el que algún genio se había divertido instalando una chimenea. Sobre el terciopelo gris sin bordados de su vestido, la blancura del gran cuello vuelto y las altas mangas de encaje almidonado resaltaban aún más el aspecto enfermizo del rostro de ojos enrojecidos y de las bellas manos, antes tan fuertes y ahora de una palidez diáfana. Una de esas manos indicó una silla, en tanto que una sonrisa devolvía de repente su edad a aquel hombre de cuarenta años con aspecto de uno de sesenta.

— Apenas me atrevía a esperar que vendríais -dijo-. Imponeros un viaje tan largo en este tiempo invernal y a vuestra edad, es un pecado.

— ¡De ninguna manera, Sire! Siempre me ha gustado viajar a pesar de los inconvenientes, y además la llamada de Vuestra Majestad me ha causado una gran alegría… Por eso me he apresurado a venir puntualmente…

Luis enarcó las cejas.

— ¿Una gran alegría? Es raro que mis órdenes produzcan ese efecto. Tanto más por cuanto no habéis tenido grandes motivos de agradecimiento hacia mí en el último año o algo más. Me he negado a confiaros el puesto de gobernanta del delfín, y después el de dama de honor de la reina…

— Si el rey no me ha juzgado digna, ¿quién soy yo para reprochárselo? -dijo Madame de La Flotte con un buen humor que provocó una nueva sonrisa.

— Sois una buena persona, Madame de La Flotte. Pero también he…, he exiliado a vuestra nieta.

— Lo que me ha extrañado muchas veces es que Vuestra Majestad no lo hiciera antes. ¡Marie puede llegar a ser insoportable!

El rostro triste de Luis se iluminó de golpe como si, al paso de una nube, hubiera sido alumbrado de súbito por el sol.

— Lo cierto es que no quería hacerlo. Le pedí que se alejara por algún tiempo…, ¡quince días todo lo más!

— Y ella contestó que si se iba por quince días, ya no volvería. Por lo demás, Sire, ya que hablamos del tema, ¿puedo deciros algo en confianza?

— Ciertamente.

— ¿Habríais vuelto a llamarla pasados esos quince días? ¡Aquel, o mejor dicho, aquellos que querían su marcha son… tan queridos al rey!

— ¿De quién estáis hablando?

— Pues del señor cardenal… y también del señor de Cinq-Mars.

Un dolor súbito demudó el rostro real y en sus ojos aparecieron unas lágrimas.

— ¡Monsieur le Grand es cien veces, mil veces más insoportable de lo que nunca lo fue Marie! -exclamó-. No para de atormentarme pidiéndome nuevos favores.

— ¿Nuevos favores? ¿Cuándo es Gran Escudero de Francia a los veinte años? -exclamó Madame de La Flotte, sofocada.

— Cierto, cierto…, pero lo ha merecido. Ahora bien, de ahí a entrar en el Consejo como pretende…

— ¿En el Consejo? ¿A título de qué?

— ¡No lo sé muy bien! Guardián de los Sellos, tal vez… Quiere que le haga duque, par del reino…

— ¿Y por qué no primer ministro?

— Por qué no, eso es. Claro que sería difícil que el señor cardenal estuviera de acuerdo, pero está muy enfermo. Algún día será necesario sustituirlo…

— ¿Por el señor de Cinq-Mars?

Luis XIII dirigió a su visitante una mirada inquieta.

— ¿Tal vez sea un poco pronto? Aún es muy joven…

La condesa miró a su rey con un estupor que no intentó disimular. Los rumores de la relación casi amorosa que unía a Luis XIII con aquel joven excesivamente guapo habían saltado de París y Saint-Germain al resto de Francia. Algunos se reían y otros fruncían el entrecejo, pero en el fondo nadie -sin duda a excepción de Richelieu- había medido la extensión y la profundidad del mal. Y no hacía más que crecer, ya que Luis XIII estaba considerando la posibilidad de sustituir a Richelieu, un estadista excepcional a pesar de la opinión que sobre él tenían muchas personas, por un lechuguino de la corte…

— Permitidme que me asombre, Majestad. ¿Por qué razón tiene tanta prisa Monsieur le Grand? Como Vuestra Majestad acaba de decir, es joven, tiene toda la vida por delante. Además, quitar al cardenal su puesto…

— Sucederle, querida, sucederle… Ciertamente es mucho, ¿verdad? Su Eminencia sirve bien los intereses del reino: hemos reconquistado el Artois, estamos a punto de anexionarnos la Lorena, y en el Rosellón la marcha de nuestras armas permite esperar un desenlace feliz. Hay que dar al cardenal tiempo para concluir su obra… Es lo que no paro de repetir a ese joven impaciente.

— Una vez más, si el rey lo permite, ¿por qué esa impaciencia? ¿No ha conseguido ese joven hasta ahora todo lo que deseaba?

— No le niego nada. ¡Es un espectáculo tan bello verle feliz! En cuanto a su prisa… el motivo se resume en el nombre de una dama.

— ¿Marión de Lorme, la cortesana que es su amante y a la que se empieza a llamar Madame la Grande?

— No. Ese es un asunto que siempre me ha molestado, pero en el fondo carece de importancia. Si Cinq-Mars lo quiere todo y ahora mismo, es con el fin de llegar a la altura suficiente para casarse con una princesa. Se ha enamorado de María de Gonzaga…

Una vez más, Madame de La Flotte se quedó atónita. ¡Vaya novedad! María de Gonzaga, princesa de Mantua y duquesa de Nevers, por lo que era conocida como Mademoiselle de Nevers, era una de las mujeres más ambiciosas de la corte. Había intrigado mucho tiempo para casarse con Monsieur y convertirse así en cuñada del rey. Naturalmente fue el cardenal quien se opuso a la maniobra, y desde entonces ella le profesaba un odio feroz. Era hermosa, en el estilo de Juno, majestuosa y marmórea, pero hermosa sin discusión posible.

— Pero ¿no es mayor que él?

— ¡Diez años! Al parecer no da importancia a ese hecho. Desde que la conoció en el baile ofrecido en Saint-Germain para la purificación de la reina después del nacimiento de mi hijo Philippe, Cinq-Mars sueña sin cesar con ella.

— ¿Y ella? ¿Lo ha convertido en su amante?

— No lo decís en serio. Cuando una mujer de su clase quiere a un hombre, no se entrega hasta después de haber conseguido la victoria. Se conforman con el amor cortés -dijo el rey con una risa seca como un chirrido-. Ella es la dama, y él el caballero dispuesto a combatir con gigantes para obtenerla. Quiere el título de par, un ducado y un alto cargo…

— Sire, un matrimonio así es imposible sin el consentimiento del rey.

— ¡Y yo no lo daré nunca, nunca! ¿Lo oís? Por lo menos mientras el cardenal… ¡Oh, deseo tanto que él acepte ser feliz a un precio menor!

Luis XIII ocultó el rostro entre las manos para que su visitante no viera brotar nuevas lágrimas. Ella juzgó que era momento de cambiar de conversación. Los reyes están hechos de tal manera que a veces ocurre que hagan pagar caro un movimiento de debilidad a quienes han sido testigos de él.

— Sire -dijo con suavidad-, ¿consentirá el rey en confiarme la razón por la que he sido llamada?

De inmediato las manos bajaron, secando de paso algunas lágrimas, aunque los ojos enrojecidos aún revelaban su existencia.

— ¡Es muy justo! Quiero saber cómo se encuentra Marie.

— Bien, Sire.

— Me alegra saberlo. Yo… ¡Oh, para qué andar con cortesías! La añoro, señora. Por dura que haya sido conmigo, me transmitía un poco de su valor, de su capacidad de resistencia…

— Y por esa razón han querido su marcha. Era un baluarte frente a algunas grandes ambiciones.

— Sin duda, pero ella ni siquiera intentó torcer mi voluntad… Oh, no me habléis de su orgullo, demasiado lo conozco, pero esperaba que me amara un poco. Por desgracia, únicamente ama a la reina…, ¡una ingrata que no ha hecho nada para conservarla a su lado!

El rey se levantó, se paseó por la habitación y luego volvió a detenerse delante de la chimenea, tendiendo las manos hacia el fuego.

— ¿Es que le resultaba imposible amar a la vez a la reina y al rey? -suspiró, más para sí mismo que para su visitante-. Ella sabía muy bien que yo jamás le habría pedido nada contrario al honor. En ciertos momentos llegué a creer que me amaba un poco. Tenía impulsos, que enseguida reprimía, claro está, miradas que a veces se suavizaban… -Se volvió con brusquedad-. ¡Quiero volver a verla! ¡Hablar con ella como lo hacíamos en otro tiempo! Es una guerrera. Yo también lo soy, pero ella es más fuerte que yo. ¿No puede volver?

— No, si el rey no revoca su orden de exilio. Y el rey no lo hará…

— No, sin duda. ¡Habría demasiado alboroto! Pero le aconsejé que se casara. ¿Puedo buscarle un partido digno de ella?

— Marie no aceptará el matrimonio si no es por amor, y no ama a nadie…

— ¿Ni siquiera al marqués de Gesvres, a quien prohibí que se casara con ella?

— Ni siquiera a él, Sire, porque si lo hubiese amado, sería ya su mujer, le placiera o no a Vuestra Majestad.

Con la facilidad de los niños para pasar de la pena a la alegría, Luis XIII rompió a reír. ¿Quizá debido al alivio de saber que Marie no amaba a otro? Luego, tras carraspear dos o tres veces, aventuró:

— ¿Y si le escribiera una carta? Una simple carta, ¿me entendéis? Yo os la entregaría, y le permitiría, sin regresar a la corte, vivir más cerca de París. En Créteil, por ejemplo.

— ¿En Créteil?

— ¡Vamos, no simuléis que no entendéis la idea! En la época en que eran obispos de París, los Du Bellay tenían allí una posesión. El castillo de Mesches, si mi memoria no flaquea.

— ¡Vuestra memoria es excelente, Sire! Pero la propiedad correspondía al obispado de París, como también el señorío de Créteil.

— Cierto, cierto, pero vuestra familia ha conservado allí una mansión, próxima a la antigua granja de los Templarios, una casa muy bonita que antaño perteneció a Odette de Champdivers, la favorita de Carlos VI, el pobre rey loco. ¿No la conserváis aún?

Viendo el punto al que pretendía llegar el rey, a Madame de La Flotte no le pareció útil -ni prudente- mentir: estaba muy bien informado.

— ¡Oh, sí! Pero vamos allí muy poco, y serán precisas reformas…

— ¡Hacedlas! Os daré un bono de mi caja personal, pero encargaros con discreción. Nada que pueda llamar demasiado la atención. Después de todo, bien podéis haber recuperado la afición por esa mansión familiar y desear residir allí…

— ¿Y también Marie? Entendámonos bien, Sire. Dejando aparte el hecho de que ignoro cómo acogerá vuestra carta, nunca aceptará el puesto de Odette de Champdivers.

El puño del rey golpeó con fuerza una mesa en la que aparecía el escudo con sus armas.

— ¡Quiero hablar con ella, señora, no acostarme con ella! ¡Deberíais conocerme mejor!

— Ruego al rey que me perdone, pero, admitiendo que Marie acepte, el cardenal no tardará en saberlo. ¡Es imposible ocultarle nada!

— ¡Salvo cuando yo lo quiero! Por lo demás, tiene otros motivos de preocupación en estos días. ¿Sabéis que pasado mañana casa a su sobrina con el hijo del príncipe de Condé, que babea de gratitud? ¡Bonita boda, en verdad! Claire-Clémence de Brézé no tiene más que doce años y está lejos de ser bonita. Tampoco Enghien es guapo, pero posee ese tipo de fealdad que atrae a las mujeres. Además está enamorado de otra, que es encantadora. Pero a su señor padre le atraen tanto la dote como las ventajas de entrar en la familia de mi ministro. De modo que yo iré al Palais-Cardinal con la reina para firmar el contrato…

Era evidente que ese matrimonio le disgustaba, pero su visitante aprovechó la ocasión para tantear el terreno en otra dirección.

— ¿Puedo pedir al rey noticias de Su Majestad la reina?

El rey, que mientras hablaba se había sentado a una mesa de la que había tomado papel y pluma, levantó la cabeza.

— ¿Por qué no se las pedís vos misma? No estáis exiliada, que yo sepa. Cuando volváis a París, pasad por Saint-Germain para saludarla. ¡Tomad! Aquí tenéis una autorización para Marie, si consiente en venir a Créteil, y aquí la carta de que os he hablado -añadió sacando del bolsillo una carta ya sellada-. Decidle que si viene, no me costará nada visitarla. Sabéis que me sigue gustando ir a cazar al valle del Marne cuando me instalo en Saint-Maur.

Hizo una pausa, y añadió con la extraña sonrisa que, a pesar de los estragos de la enfermedad, le devolvía a su infancia:

— ¡Otro castillo construido por los Du Bellay, antes de que lo comprara Catalina de Médicis! Vuestra familia era muy poderosa en esta región. ¿Por qué no habría de volver a serlo?

Madame de La Flotte entendió muy bien lo que quería decir el rey, y la reverencia que hizo lo reflejó de alguna manera, porque se sentía llena de alegría y esperanza al pensar en sus queridos nietos. De modo que se marchó decidida a combatir con todas sus fuerzas las razones que podría argumentar Marie para seguir encerrada en La Flotte. Aunque a decir verdad, ¡podía apostarse a que cogería la pelota al vuelo! El campo en invierno no resulta muy divertido. Y además, la reina, que debía de echar mucho de menos a su fiel dama de compañía, tal vez también le enviaría unas palabritas…