— ¡Sylvie, Sylvie!… No es raro que en los sueños nos parezca que se realizan las cosas que deseamos con más ardor. ¡Pero yo quiero verte feliz!
— Sin él, es difícil.
— Pero no imposible. Piensa que algún día yo ya no estaré, y que mi sueño es dejarte en unas manos leales y cariñosas. Si no es así, ¡el paraíso más bello será un infierno!
Sylvie se puso de pie, se acercó por detrás a Perceval, pasó los brazos alrededor de su cuello y apoyó su mejilla en la de él. Su expresión era tan infeliz que ella se avergonzó de su intransigencia. Sobre todo porque le parecía que él tenía razón.
— Os prometo reflexionar, padrino. En todo caso, puedo al menos deciros esto: un día me impusieron un esposo abominable. En el momento en que me ponía por la fuerza un anillo en el dedo, fue en Jean en quien pensé. ¡No en François! De modo que os hago una promesa: si está escrito en las estrellas que debo casarme, nunca me casaré con un hombre que no sea él.
Perceval se alegró un poco, y los dos permanecieron largo rato abrazados, sintiendo el calor de un cariño reafirmado.
9. La sombra del patíbulo
Las semanas siguientes fueron tranquilas para los habitantes de la Rue des Tournelles. Laffemas se debatía entre la vida y la muerte, y el cardenal, en la otra punta del reino, tenía otros problemas que resolver. Mientras el rey, resucitado, afrontaba con energía el asedio de Perpiñán, del que informaba a los parisinos a través de un comunicado de propia mano que publicaba la Gazette, Richelieu se había instalado en Narbona y allí luchaba con un agravamiento de sus abscesos y úlceras, pero también contra la reina. Después de haber obtenido para su fiel Mazarino el capelo de cardenal, que el interesado recibió del rey con una alegría desbordante, sus espías le informaron de extraños rumores relativos a una conjura cuyas cabezas eran Ana de Austria, Cinq-Mars, el rey de España y Monsieur, hermano del rey. Su reacción fue inmediata: puesto que Ana de Austria no había entendido todavía que una reina de Francia no conspira contra el reino del que es heredero su hijo, le quitó la guarda de sus hijos. El resultado no se hizo esperar: frente a un peligro grave que podía desembocar en la repudiación y el exilio, con la eventual perspectiva de morir en la miseria en algún rincón de Alemania como acababa de ocurrirle a María de Médicis pese a ser madre de Luis XIII, Ana se vio forzada a intentar un acercamiento al cardenal, que se contentó con enviarle a Mazarino «para recibir sus felicitaciones por el cardenalato».
¿Qué se dijeron la reina en peligro y el nuevo prelado? No se sabe, pero el poder de persuasión de aquel hombre, cuya seducción ella no negaba, era muy grande. El resultado de la larga entrevista entre ambos apareció una buena mañana sobre la mesa de trabajo de Richelieu en la forma de uno de los tres ejemplares del tratado secreto acordado en marzo por Fontrailles con el Condé-duque de Olivares, tratado cuya puesta en práctica se preveía para después del asesinato del cardenal, y que contemplaba la devolución a España de todas las plazas conquistadas en el norte, el este y el sur de Francia, a cambio de lo cual la reina, convertida en regente -se suponía que Luis XIII no tardaría en seguir a su ministro a la tumba-, reinaría con el eficaz apoyo de Monsieur y recibiría importantes compensaciones por las plazas entregadas. El señor de Cinq-Mars sería nombrado primer ministro y contraería matrimonio con María de Gonzaga; todos los exiliados serían acogidos de nuevo en el reino, y una lluvia de oro caería sobre cada uno de ellos. Era la conspiración de mayor envergadura jamás tramada contra Richelieu, sin duda, pero sobre todo contra Francia. Mazarino, cuando la reina puso el tratado en sus manos, sintió que un sudor frío humedecía su frente.
— Nunca agradeceré bastante a Vuestra Majestad que haya comprendido cuál era su deber -murmuró-. Si la reina desea que monseñor el delfín reine algún día, es hora de que aprenda a comportarse como francesa… Su Eminencia sabrá reconocer lo que debe a Vuestra Majestad.
El cardenal, por su parte, no reaccionó de ninguna forma visible. El sitio de Perpiñán había concluido con una resonante victoria, y el rey, cubierto de gloria, marchaba a su encuentro. Al día siguiente estaría en Narbona, y allí se alojaría en el obispado. Richelieu se contentó con entregar el ejemplar del tratado a su fiel Chavigny.
— Daréis esto al rey en cuanto se levante -le dijo-. Después iréis a ver a Monsieur y le rogaréis que os dé su propio ejemplar. ¡Por si acaso el rey no llega a convencerse de la culpabilidad de Monsieur le Grand!
El rey se sintió tanto más herido ante la traición de su favorito, el efebo al que había colocado tan alto, por el hecho de que su entrevista secreta con Marie de Hautefort había terminado mal. Indignado por el hecho de que ella hubiera tenido la audacia de atacar a Cinq-Mars, y convencido de que lo hacía por venganza, le había dado la orden de regresar a La Flotte y no salir más de allí. Ahora, la evidencia le alcanzó como un mazazo. Sin embargo, no se permitió la menor vacilación: de inmediato dio orden de arrestar a Cinq-Mars, De Thou, Fontrailles y los demás conjurados, mientras Chavigny visitaba a Monsieur para hacerle oír algunas verdades serias.
— El delito cometido por Vuestra Alteza es tan grave que Su Eminencia no puede responder de nada. Incluso vuestra vida está en peligro…
Verde de miedo, Gastón d'Orléans no perdió tiempo en abogar por su propia causa.
— Chavigny, tengo que salir de este apuro. Vos me habéis ayudado ya dos veces ante Su Eminencia, pero os prometo que ésta será la última.
— El único medio es confesarlo todo.
Con su sempiterna cobardía, el hermano del rey no deseaba otra cosa, e inculpó a todos los que le habían seguido, incluido el duque de Beaufort, pese a que se había negado a participar. Así pues, el segundo ejemplar del tratado fue a acompañar al primero sobre la mesa del rey y acabó de hacer desaparecer las últimas dudas, muy débiles, a las que intentaba aferrarse el desdichado. Sintió que se le desgarraba el corazón hasta el punto de que cayó enfermo, pero no impidió que la justicia siguiera su curso.
La noticia del arresto de Cinq-Mars y François-Auguste de Thou cayó como una bomba en el castillo de Vendôme, en el que Beaufort, después de una buena jornada de caza, se divertía alegremente con sus gentiles-hombres y sus amigos. La llegada del mensajero -uno de los correos de la duquesa de Vendôme, llegado de París al galope- hizo caer una ducha helada sobre aquella juventud exuberante. En efecto, la duquesa apremiaba a su hijo a huir:
Se sabe que en vuestra casa tuvo lugar una reunión en la que no estaban presentes los jefes, pero sí sus representantes. Por más que no disteis vuestra conformidad a esa conjura, a esa locura -y lo sé muy bien-, no por ello estáis menos comprometido. Se dice también que van a rodar cabezas, y la vuestra me es infinitamente preciosa, hijo mío. Avisad, por lo que pudiera ocurrir, a vuestro hermano Mercoeur que está en Chenonceau; pero sobre todo, os lo suplico, ¡huid de Vendôme antes de que sea demasiado tarde!
François, cuya alegría desapareció, rompió la carta enfurecido.
— ¡Huir, cuando mi honor no me reprocha nada! -exclamó-. ¡Cuando me he negado a conchabarme con España ni siquiera para hacerme con el pellejo del cardenal! ¡Nunca!
— Monseñor -suplicó Ganseville-, me parece que deberíais pensarlo dos veces. La señora duquesa vuestra madre no es persona predispuesta a perder la cabeza sin razón, y sabéis bien hasta qué punto odia el cardenal a los de vuestra casa. Una falsa denuncia puede enviaros al patíbulo, sin que sirvan de nada vuestras protestas. Si el rey entrega a su favorito a la venganza de su ministro, es preciso temer lo peor… El hecho de que seáis su sobrino no cambiará nada, porque no os ama ni la mitad de lo que ama a Cinq-Mars. ¡Dejadme preparar vuestro equipaje y disponer los caballos!
Todos los presentes se unieron a esa petición, pero Beaufort no cedió.
— Huir sería confesar -repetía-; y no tengo nada que confesar.
— Vuestro padre el duque ha sido más prudente -intervino Henri de Campion, antes gentilhombre del Condé de Soissons y ahora agregado a la casa de Vendôme-. Y sin embargo era tan inocente como vos. Y no podéis negar que habéis recibido aquí a los emisarios de los conjurados…
François, sin embargo, se obstinó en no partir. A la mañana siguiente, se disponía a perseguir un ciervo al sur de su ciudad, cuando llegó hasta él un jinete cubierto de polvo, bajo cuyo sombrero emplumado reconoció con estupor a Madame de Montbazon. Ella no le dejó tiempo para abrir la boca.
— ¿Qué hacéis aquí, infeliz? ¿Habéis perdido la razón? Vengo precediendo en apenas dos horas al señor de Neuilly, gentilhombre del rey, que os trae una carta. ¡Tenéis que huir de inmediato!
Beaufort sacó de su bolsillo un pañuelo de encaje que pasó con delicadeza por el rostro polvoriento de su amiga.
— ¡Qué encantador jinete! -dijo con una sonrisa-. ¿Cómo conseguís estar tan bella, incluso en estas circunstancias?
Quiso tomar su mano para besarla, pero ella la retiró con brusquedad.
— ¿Estáis realmente en vuestros cabales? -espetó-. Lo que digo es grave, François, y si he venido no sólo es para preveniros, sino porque estoy resuelta a huir con vos…
— ¿Cómo? ¿Os comprometeréis hasta ese punto?
— Ya estoy comprometida. Ni vos ni yo nos escondemos, y además olvidáis que también estuve en esa famosa reunión, aunque no abrí la boca. Venid, volvamos para preparar nuestra marcha a toda prisa. Necesitaremos caballos frescos y…
— No necesitamos nada en absoluto. Vuelvo a casa, sí, pero para acostarme.
— ¿Acostaros? ¿Qué os proponéis?
— Simularé estar enfermo. Creedme, el señor de Neuilly va a encontrarme en un estado lamentable.
— ¿Vos enfermo? ¿Os habéis mirado? ¡Estáis rebosante de salud! Ni siquiera un ciego os creería…
— Ya lo veréis. Volvamos. Os vendrá bien un buen baño y vestidos limpios.
De camino, le explicó su intención de utilizar cierto elixir que le había proporcionado un viejo médico provenzal cuando, con su hermano, había visitado su principado de Martigues. El anciano, que pretendía ser descendiente de Nostradamus, le había dado unos ungüentos para curar las heridas, que habían probado su eficacia; un licor de hierbas apto para «sustentar los humores y confortarlos cuando se debilitan», y finalmente un elixir que provocaba la rápida aparición en el cuerpo de manchas y placas rojas «muy propias para dar la apariencia de una enfermedad grave sin que se vea afectada la salud».
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