Lo que no había cambiado en la residencia de los reyes de Francia era la atmósfera. La antigua tensión seguía presente. Desde la conjura de Cinq-Mars, la reina volvía a ser sospechosa para su marido, y ello a pesar de los dos hijos que le había dado. Antes, la amenaza que pesaba sobre ella era la repudiación; ahora, ver cómo le arrebataban a sus hijos dos hombres, el rey y su ministro, tan enfermos y tan atrabiliarios. Al reintegrarse a una corte cuya melancolía acrecentaba el actual luto, Sylvie acusó aquel ambiente con una sensibilidad exacerbada por las penas. Según ella, era peor incluso que antes. No sólo ya no se ofrecían bailes, comedias ni grandes festejos a excepción de los religiosos, sino que la reina vivía retirada en el centro de un círculo en el que reinaban los Brassac, marido y mujer, y en el que las expresiones de simpatía escaseaban porque habían apartado de ese círculo a todas las personas a las que quería: La Porte seguía exiliado, la buena Madame de Senecey había sido enviada junto a su familia, y otro tanto cabía decir de Marie de Hautefort, por supuesto. Entre las doncellas de honor también había muchos cambios, como entre las damas del círculo habitual: la princesa de Guéménée había entrado en un convento; Madame de Montbazon, entregada a Beaufort, se mantenía alejada, y la joven duquesa de Longueville hacía lo mismo porque encontraba la corte demasiado aburrida. En cambio, se veía a menudo a la ex Madame de Combalet, convertida en duquesa d'Aiguillon por voluntad de su tío el cardenal, y que, segura de su poder, lo ejercía sin miramientos. En resumen, tan sólo la recién llegada Françoise de Motteville suponía una fuente real de cariño, y Sylvie comprendió que la reina, en su turbación, se hubiese refugiado en aquella normanda tranquila, culta y con unas dotes de filósofa que iban más allá de los límites del círculo regio, porque en los salones de París la llamaban «Socratine». Además, escribía muy bien, y como llevaba regularmente un diario, servía de historiógrafa a la reina, que le relataba complacida los acontecimientos anteriores a su llegada a la corte.

Madame de Motteville acogió a Mademoiselle de Valaines con visible satisfacción. Primero porque de inmediato le resultó simpática, y después por la distracción que su guitarra y sus canciones aportaban a la soberana. Por otra parte, Sylvie, como ella misma, hablaba el español, y ocurría que las tres mujeres, reunidas ya de noche cerrada en la alcoba de la reina, se quedaban charlando durante horas en la lengua nativa de la mujer que aún no había llegado a hacerse a la idea de que ya no era, y nunca más iba a ser, una infanta de España.

Al rey se le veía poco. Mantenía intactas, a pesar de sus enfermedades, la pasión por la caza y la necesidad de vivir al aire libre; y sólo salía de su pequeño castillo de Versalles para galopar por los alrededores de París o detenerse en la Visitation junto a la hermana Louise-Angélique, para solicitar de su antiguo amor consuelo por la trágica muerte de su favorito. Un día estaba en Chantilly, al siguiente en Verberie, y luego en Nanteuil con los Schomberg, en Claye, en Meaux, en Livry, en Jossigny, en Saint-Maur…

Por su parte, el cardenal buscaba en las aguas de Bourbon-Lancy un hipotético alivio a sus sufrimientos, y el nuevo cardenal Mazarino apenas se separaba de él, lo que agudizó la curiosidad de Sylvie. No lo había visto aún, pero, cuando la reina hablaba de él, lo hacía con un calor que le recordó el día no muy lejano de la concepción del delfín, cuando Ana de Austria había dado tantas muestras de alegría al recibir los objetos que él le enviaba de Italia. También recordó la violenta reacción de Beaufort. Por desgracia, Marie ya no estaba allí para recibir las confidencias de la reina, y quien las escuchaba en la actualidad no tenía la menor intención de compartirlas con la nueva lectora. Era imposible saber si subsistía la pasión de otros tiempos.

Durante aquella estancia un poco sofocante en Saint-Germain, Sylvie tuvo a pesar de todo la impresión de haberse hecho un amigo. Un día en que se había retirado a su habitación mientras la reina estaba en el jardín, cambiaba una cuerda de su guitarra cuando vio de improviso delante de ella al delfín, que la observaba con la gravedad que en muy pocas ocasiones abandonaba. Sorprendida, ella quiso levantarse para saludarlo según el protocolo, pero él la detuvo.

— No -dijo-. Sólo he venido a preguntaros si querríais enseñarme a tocar la guitarra.

No era la primera vez que lo veía, y de inmediato volvió a sentir la emoción que le producía su presencia. Era un guapo niño de cuatro años que, para un observador superficial, se parecía mucho a su madre, cuya boca redonda tenía; pero en aquel rostro infantil Sylvie podía rastrear otras huellas: la forma de la nariz, por ejemplo, y el azul resplandeciente de la mirada. Como el propio Beaufort, cuando por primera vez se encontró ante el pequeño príncipe, sintió que a su corazón no le representaría ningún esfuerzo amarlo, y le dedicó la más cálida de sus sonrisas.

— Monseñor, seguramente encontraréis maestros mejores que yo.

— No -replicó él con firmeza-. Os quiero a vos, porque me enseñaréis canciones, sois bonita y oléis bien.

La última precisión la hizo reír. En efecto, al contrario que muchos de sus contemporáneos, Sylvie, a ejemplo de François, era una partidaria de los beneficios del agua, de preferencia fría. Todo empezó el día en que, en Vendôme y cuando volvía de bañarse en el Loira, él le había contado que su abuela casi legendaria, Diana de Poitiers, conservó su belleza hasta una edad avanzada debido a que lavaba diariamente su cuerpo con agua fría, tanto en verano como en invierno. En Belle-Isle, desde que se había recuperado de su postración inicial, Sylvie se bañaba a diario en el mar, y después se había esforzado en no perder la costumbre del baño, lo que no siempre era fácil, sobre todo en la Visitation.

— En ese caso -dijo ella, después de acabar de afinar la cuerda y de rasguear algunas notas-, ¿queréis que empecemos?

— ¡Oh, sí! -exclamó él.

Su expresión de arrobo enterneció el corazón de Sylvie, que instaló al niño a su lado y empezó la lección pensando que el tamaño del instrumento tal vez plantearía algún problema. Pero su inquietud se desvaneció al ver la determinación que ponía el pequeño Luis en dominar la guitarra. Los días siguientes, después de que la reina diera el consiguiente permiso, Sylvie se divirtió con aquellas lecciones que el pequeño príncipe nunca encontraba demasiado largas y que hicieron crecer entre ambos una amistad silenciosa, que en Sylvie se transformó en auténtico cariño. Luis era un alumno ideal: tenía un oído muy fino y un don innato para la música, y cuando cantaba su voz fresca subyugaba.

Naturalmente su hermano Philippe, dos años menor que él, quiso participar, pero Luis se opuso con tanta violencia, llegando incluso a jurar que dejaría las lecciones si su hermano las compartía, que nadie se atrevió a contradecirle.

— Más tarde, monseñor, cuando Vuestra Alteza sea mayor -explicó Sylvie a aquel pequeño demasiado guapo para no resultar seductor y un tanto enigmático.

La joven no alcanzaba a comprender cómo Philippe, tan parecido al rey, conseguía sin embargo resultar encantador. Es cierto que con sus bucles espesos, negros y brillantes, sus grandes ojos oscuros siempre chispeantes y su carita sonrosada, era un niño irresistible. La reina, que sentía por su hijo menor una especie de idolatría, le llamaba su «niñita» y se divertía vistiéndolo como si nunca hubiera de llevar otra cosa que faldas y adornos femeninos.

A Sylvie le gustaban tanto sus nuevas ocupaciones que casi había olvidado sus dramáticos proyectos. Tanto más fácil le resultaba por el hecho de que no había noticias de los emigrados de Londres y el cardenal seguía ausente. Sin embargo, un día corrió la voz de que Richelieu, siempre por vía fluvial, acababa de regresar a su castillo de Rueil, adonde fue a visitarle la reina el 30 de octubre.

A su vuelta, hizo llamar a Sylvie.

— Me ha parecido que podía prometer a Su Eminencia que iríais a cantar para él esta tarde. No, no digáis nada -añadió, ante el rechazo instintivo de la joven-. Ahora es un hombre muy enfermo, y haréis con él un acto de caridad.

— Hace tanto tiempo que dicen que está enfermo, señora, e incluso de la mayor gravedad, que no alcanzo a ver dónde estaría la caridad. Además, mi última visita al castillo de Rueil me ha dejado un recuerdo…

— Horrible, lo sé, pero esta vez iréis en uno de mis coches y os acompañará el señor de Guitaut en persona. Nada puede sucederos. ¡Vamos, gatita, un poco de ánimo! Pensad que soy yo, y sabéis muy bien todo lo que he sufrido por su culpa, quien os pide ese esfuerzo. ¿Lo haréis?

Sylvie se inclinó en una reverencia; ya había hecho constar su desagrado lo suficiente.

— A las órdenes de Vuestra Majestad.

— Muy bien. ¡Id a prepararos!

De vuelta en su habitación, lo primero que hizo Sylvie fue extraer de su corpiño el frasquito de veneno, del que ahora nunca se separaba. ¡Había llegado el momento que esperaba y temía a la vez! Tal vez iba a tener la ocasión de acabar con el hombre que desde siempre se esforzaba por destruir a los Vendôme, y en particular a François debido a su amor correspondido por la reina. Pero ¿conseguiría hacerle beber el veneno? Era poco probable que Richelieu, si estaba tan enfermo como decía la reina, le pidiera una copa de vino de España.

De todas maneras, no estaba preparada para el espectáculo que le esperaba en la alcoba del cardenal.

Había pensado encontrar a una especie de inválido inmóvil en su lecho, casi confundido con la blancura de las sábanas, y en cambio vio, revestido de su púrpura cardenalicia sobre la que destacaba la cinta azul del Espíritu Santo, a un hombre recostado en media docena de grandes almohadones adornados con encajes. Tenía las manos cruzadas sobre un rosario, y el rostro más parecido que nunca a la hoja de un cuchillo. La fiebre teñía de rojo sus pómulos descarnados hasta el punto de que parecía maquillado.

Observó cómo Sylvie, con la guitarra apoyada en el suelo, le hacía una gran reverencia. Luego dijo:

— Volvemos a vernos, Mademoiselle de Valaines, y doy gracias a Dios por permitirme ofreceros alguna excusa. Malos servidores parecen haber adoptado la costumbre de tenderos una trampa en cada ocasión en que venís a mi casa. La reina me ha informado de la última, y me parece importante deciros que yo nada tuve que ver.

— Nunca he creído que Vuestra Eminencia estuviera implicada en unas maquinaciones tan viles. De todas maneras, nada tengo que temer esta tarde. El mismo señor de Guitaut me espera…

— Por consejo mío -precisó él-. Y me hace feliz el tener de nuevo el placer de escucharos. ¿Qué vais a cantarme?

— Con el permiso de Vuestra Eminencia, quisiera preguntar primero por vuestra salud.

— Muy amable de vuestra parte. Oh, estoy enfermo, tal vez más que de costumbre, pero con la ayuda de Dios espero salir muy pronto de esta cama. Por lo menos para trasladarme a un sillón.

— ¿Qué desea escuchar Vuestra Eminencia?

— La Endecha de la Chèvrefeuille, y también Mi amor, y luego todo lo que más os complazca cantar. Sea lo que sea, sé que me hará un gran bien.

Sylvie cantó las dos piezas solicitadas. Luego, como si estuviera reflexionando sobre lo que entonaría a continuación, guardó silencio por unos instantes. Con los ojos cerrados, Richelieu aguardaba, pero lo que oyó fue muy distinto de lo que esperaba.

— Monseñor -murmuró Sylvie-, ¿nunca permitiréis volver a Francia al señor de Beaufort?

Los párpados se alzaron de súbito y dejaron ver la fría cólera de su mirada.

— ¡Si habéis venido a abogar por esa mala causa, será mejor que os retiréis!

— No es una mala causa, y suplico a Vuestra Eminencia que me escuche un instante, uno tan sólo. El sentido de la justicia y del honor de Vuestra Eminencia es demasiado acusado para que haga recaer sobre el hijo las culpas del padre. Únicamente podéis reprochar al señor de Beaufort el comportarse como un buen hijo -concluyó, rechazando con decisión el uso de la tercera persona, que le resultaba demasiado difícil para su alegato.

— Le reprocho haber conspirado con España contra la seguridad del Estado.

— Sabéis muy bien que eso no es cierto. En diez ocasiones, a pesar de su juventud, las armas españolas han derramado la sangre del duque. Es fiel a su rey, leal…

— A pesar de lo cual, celebró en Vendôme una importante reunión en la que se encontraban los emisarios de los conjurados…

— Reunió a algunos amigos para ir de caza, eso es todo. No fue culpa suya que algunos de ellos alimentaran malas intenciones. Al pie mismo del cadalso, y después de recibir la Santa Comunión, el señor de Thou siguió proclamando que el señor de Beaufort no había participado en la conspiración y que, por el contrario, se había negado a colaborar.