Tal como le habían invitado a hacer sin demasiados miramientos, Gondi se retiró para alivio de François, que aguardó su marcha para exponer el motivo de su visita.

— He venido, Monsieur Vincent, a rogaros que tengáis a bien oírme en confesión.

Sin dejar su trabajo, el anciano sacerdote enarcó las cejas.

— ¿Confesarte, yo? Pero hijo mío, ¿no tienes en la mansión de Vendôme al señor obispo de Lisieux, Philippe de Cospéan, que vela por las almas de tu madre la duquesa y de tu buena hermana? Me consta que está ahí en este momento…

— Está, y es un santo, pero muy distraído y demasiado indulgente en lo que se refiere a nuestra familia. Yo necesito otra mirada…

— ¡Ah!

Monsieur Vincent paró de trabajar y se quedó un instante con las manos levantadas, mirando con una especie de desesperación el montón de hojas de col que quedaba todavía por triturar.

— Te escucharía con gusto, hijo, pero me da pena dejar todo esto. Nuestro hermano boticario está enfermo y necesitamos con urgencia una gran cantidad de este ungüento milagroso para nuestros reumáticos. ¡Dios sabe lo que están sufriendo con la humedad de este principio de primavera! Tendré que llevarte a la capilla…

— ¿Es necesario? Podéis escucharme y seguir trabajando… y yo también. Permitidme ayudaros.

Bajo la mirada risueña del anciano, Beaufort se quitó el jubón, se arremangó la camisa y se puso un delantal que encontró en un rincón. Cogió un grueso mortero y empezó a apilar las grandes hojas verdes según las indicaciones de Monsieur Vincent, al que su disposición a ayudar divertía y enternecía, sin impedirle, sin embargo, escucharlo con una seriedad un tanto solemne.

El joven no olvidó nada de lo que desde hacía unos meses pesaba sobre su conciencia de cristiano. Su oyente comprendió pronto que lo que le estaba siendo confiado era ni más ni menos que un secreto de Estado en el que se había venido a mezclar la terrible aventura de una niña de la corte aplastada por el cruel amor de un monstruo. Un monstruo cuya vida, sin embargo, se había visto obligado a jurar respetar el penitente debido a otra razón de Estado.

Su absolución fue plena y completa, bajo la única condición de que François prometiera no acercarse más a la intimidad de la reina.

— Los caminos del Señor son impenetrables -murmuró para terminar-. Si El ha permitido que te conviertas en el instrumento del destino, debes olvidar desde ahora…

— ¿Olvidar? ¡No imagináis hasta qué punto la amo!

— ¡No quiero saberlo! Esa mujer debe ser en adelante sagrada para ti por el fruto que lleva en ella y cuyo padre no puede ser otro que el rey. ¿Me has comprendido? Desde este instante no debes ser para la reina otra cosa que un súbdito muy fiel, un amigo si te sientes con valor para ello, ¡pero nada más! ¿Lo juras?

Tan poderoso era el magnetismo de aquel hombrecillo de apariencia rústica que François, fascinado, extendió la mano para prestar juramento sin pensar que lo que tenía delante era un mortero repleto de hojas de col y no los Evangelios; pero para los dos hombres, el gesto tuvo el mismo significado.

— En cuanto a las demás cosas que me has confiado -añadió Monsieur Vincent-, te absuelvo porque, en verdad, no podías haber obrado de otra manera. ¡Vete en paz!

Al marchar de Saint-Lazare, Beaufort se sintió a la vez aliviado y pesaroso. Había dado por supuesto que aquel santo varón no aceptaría que prosiguiese sus relaciones amorosas con Ana de Austria, y de todas maneras era imposible una solución distinta. Lo sabía, pero desde el instante en que la prohibición divina se alzaba entre ellos, la reina se le aparecía todavía más querida, todavía más deseable.

Mientras le acercaba el caballo, Ganseville se puso a olisquear.

— ¿Qué extraño olor es ése, monseñor? No será el de santidad, supongo.

A pesar de su tristeza, François no pudo evitar echarse a reír. Por lo demás era una necesidad permanente en él. Dotado de un gran sentido del humor, recurría gustosamente a la risa en los momentos de tensión. Eso le relajaba. De modo que, al encaramarse a la silla, ya había recuperado parte de su optimismo habitual.

— He trinchado coles en un pilón -gruñó-, pero como estaba en compañía de Monsieur Vincent, la santidad no estaba lejos. ¡Volvamos a casa!

El hôtel de Vendôme estaba situado, como Saint-Lazare, fuera de las murallas de París, y los dos jinetes siguieron el camino que bordeaba los fosos hasta llegar al faubourg Saint-Honoré. Allí, paredaña con el convento de las Capuchinas que parecía integrarse en ella, se alzaba una amplia mansión cuyos jardines, que se extendían hasta los molinos de la colina de Saint-Roch, habían ocupado parte de un antiguo mercado de caballos. La duquesa de Vendôme, madre de François, habitaba aquel lugar durante el invierno con su hija Elisabeth y su primogénito Louis, duque de Mercoeur; la temporada estival quedaba reservada al castillo de Anet o al de Chenonceau, residencia habitual y forzosa de su esposo, el duque César de Vendôme, hijo bastardo pero reconocido de Enrique IV y de Gabrielle d'Estrées, a quien una orden de exilio del rey Luis XIII, su hermanastro, obligaba a residir allí desde hacía varios años. [2] Era un lugar tranquilo y recogido, en el que se oía con más frecuencia el murmullo de los rezos que la música de los violines; no obstante, al hijo menor le gustaban aquel decorado principesco y la belleza de los jardines, aparte del afecto de su madre y su hermana.

Aquel día, sin embargo, alguien le había precedido, y al entrar en el gabinete de la duquesa Françoise encontró, sin la menor alegría, al abate de Gondi instalado junto a ella como si estuviera en su propia casa.

— ¡Ah! -exclamó éste al verle aparecer-. ¡Ya os decía que no tardaría en aparecer! ¡Uno no corre a ver a su querida cuando sale de hablar con Monsieur Vincent!

— ¡Hijo mío! -exclamó Madame de Vendôme iluminada por la alegría-. Nos preguntábamos dónde podíais estar estos últimos tiempos, y os confieso que vuestra hermana y yo estábamos bastante preocupadas.

— No había motivo, madre -dijo François, que pasó de los brazos de su madre a los de Elisabeth-. Estaba en Anet. Recordad que os había hablado de mi deseo de alejarme de París.

— ¡No sin motivos! -exclamó Gondi en un tono compungido que el brillo burlón de su mirada desmentía-. ¡Y esa temporada en el campo os ha conducido directamente a parar entre las santas manos del señor de Paul! ¿Teníais tal vez algo que haceros perdonar?

— ¿Y vos? -replicó Beaufort, y sus ojos azules adquirieron un brillo amenazador.

— Oh, yo iba sencillamente a despedirme antes de un largo viaje que me dispongo a hacer a Venecia y Roma.

— No os sabía tan aficionado a los largos viajes. ¿Cómo os las arreglaréis lejos de la Place Royale y del Arsenal?

— A nuestro pobre amigo no le queda otro remedio -suspiró Elisabeth, que sentía cierta debilidad por aquella especie de duende con alzacuello-. El cardenal quiere alejarlo porque ha solicitado predicar en la corte, un honor que Su Eminencia reserva al señor de La Motte-Houdancourt, que es amigo suyo.

— ¡Cosa que yo no soy, Dios me aguarde! Siempre he dicho que, pese a sus aires de gran señor, es un mozo de cuerda. De modo que he elegido mi propio lugar de exilio antes de que él se tome la molestia de indicarme uno.

En Venecia tengo amigos, y en Roma veré al Papa. Pero antes -añadió con tono más serio- me dispongo a ir a Belle-Isle, a saludar a mi hermano.

Para sorpresa de su hermana, que lo observaba, Fran-cois enrojeció y dirigió al joven abate una mirada casi de espanto.

— Si vuestra ausencia será sólo momentánea, ¿tiene alguna utilidad ir a asustar a vuestro hermano y a vuestra cuñada con esos chismes de exilio?

— ¡No tienen un corazón tan sensible! Y es una norma de familia el mantenernos siempre informados de nuestros viajes… Al parecer no seguís el mismo principio, ya que vuestra madre y vuestra hermana ignoraban dónde estabais.

El duque se encogió de hombros, con mal humor.

— ¿De verdad es necesario enviar cartas de notificación para trasladarse a una posesión de la familia situada a unas veinticinco leguas de distancia? ¡Id a Belle-Isle, si os apetece! ¿Cuándo marcháis?

— Al cabo de tres o cuatro días: el tiempo de saludar a mi tío el arzobispo de París y… a algunas amigas. ¿Os contraría quizá que vaya a visitar a mi hermano?

— ¡En absoluto! Por mí podéis dar la vuelta a Bretaña para ir a Venecia, si os apetece.

— ¿Y si hablamos de otra cosa? -propuso Elisabeth con una vocecita angelical-. Hablemos de temas serios. ¿Sabéis, hermano, que estamos muy preocupadas por nuestra Sylvie? Hace tres semanas que ha desaparecido y todos, incluida la reina, ignoran qué ha sido de ella.

— ¿No habéis tenido ninguna noticia de ella desde entonces?

— Lo que sabemos resulta bastante inquietante. Jeannette, su camarera que la esperaba en el castillo de Ruellen el coche del caballero de Raguenel, vio cómo la subían (¡la raptaban, diría incluso!) a la carroza del teniente civil. Corentin, el criado del señor de Raguenel, robó el caballo de uno de los guardias y salió al galope detrás de la carroza. ¡Y tampoco nadie lo ha vuelto a ver!

— ¡Qué imprudencia, ir a meterse así en la boca del lobo! -exclamó Gondi-. Nunca es aconsejable mezclarse en sus asuntos, y mucho me temo que jamás volváis a ver a la muchacha… ni al criado.

— No pensaréis que la han encerrado en la Bastilla o en otra prisión -gimió la duquesa-. Mademoiselle de l'Isle no tiene aún dieciséis años, y Su Eminencia la invitaba a veces a cantar para él. Además, iba a verle para interceder por su tutor, acusado de crímenes tan horribles que era imposible creer que fuera culpable de ellos. El recuperó la libertad pocos días después de la desaparición de Sylvie. La inquietud está a punto de hacer perder la razón al pobre desdichado…

De improviso, una pesada atmósfera de angustia reemplazó a la calma del salón. Sensible como todas las naturalezas nerviosas, el abate se sintió afectado por ella y, como se consideraba suficientemente ocupado con sus propios problemas, se despidió con gracia, pero también con cierto apresuramiento. François agradeció su marcha. Sin embargo, la duquesa había perdido su aire afable y se mostraba nerviosa y preocupada.

— Estamos verdaderamente inquietas por Sylvie -dijo, tomando la mano que le tendía su hija-. Estos días pasados, monseñor de Cospéan ha obtenido audiencia del padre Joseph du Tremblay, que está muy enfermo pero se ha prestado de todos modos a intentar averiguar algo a través de su hermano, el gobernador de la Bastilla. Nuestro amigo ha recibido toda clase de seguridades por ese lado: la pobre chiquilla no está ni en la Bastilla ni en Vincennes.

— Lo cual tampoco es muy tranquilizador -dijo Elisabeth con un suspiro-, porque en ese caso, ¿dónde puede estar? Hemos pensado, por supuesto, en los subterráneos de Rueil, y en que el rapto en el patio no era más que una comedia. Pero nuestro hermano mayor piensa que en ese caso Corentin Bellec habría regresado.

— Y también nos ha apenado mucho que la reina, a quien hemos acudido, no haya querido preocuparse de una de sus doncellas de honor. Sólo piensa en su embarazo y no quiere oír hablar de ningún suceso triste.

François sonrió. De todo lo que acababa de oír, tan sólo le importaba una información: que la eminencia gris, el consejero más secreto y más fiel de Richelieu, caminaba hacia su fin, y eso no era una mala noticia. Todo lo que debilitase a su enemigo le alegraba. Pero como su sonrisa pareció extrañar a «sus mujeres», se apresuró a borrarla y a preguntar:

— ¿Dónde está Jeannette? Me gustaría hablar con ella…

— No está aquí -respondió su madre-. Marchó cuando Perceval de Raguenel volvió a su casa. Ha querido ir a su lado y compartir con él esta terrible prueba. Da pena ver al pobre…

François no tuvo tiempo de comentar las últimas palabras: entró el mayordomo y anunció un correo del rey, lo que enfrió ligeramente el ambiente, como si la severa silueta de Luis XIII acabara de inmiscuirse en el círculo familiar. El correo, un oficial de caballería ligera, traía un pliego cerrado con un sello de lacre rojo.

— De parte del rey para el señor duque de Beaufort -dijo con una inclinación, después de haber barrido la alfombra con las plumas rojas de su sombrero. Después de entregar su mensaje se retiró, dejando a las dos mujeres llenas de curiosidad.

Nervioso, François hizo saltar con un dedo el delgado sello con las armas de Francia y abrió el mensaje; a medida que leía, su rostro se fue ensombreciendo.