— Sin embargo, la propuesta ha debido de complaceros. Detestáis a Mazarino todavía más que yo…
— Cierto, pero al mariscal no le gustaría que yo diera semejante espectáculo. Está no sé dónde en este momento, y cuando él falta, siempre me siento un poco perdida. ¡Como él sin mí!
— Feliz mujer, que habéis sabido encontrar el gran amor en el matrimonio -sonrió Sylvie.
— Tampoco vos podéis quejaros, me parece. Pero… a propósito, ¿qué es esa idea de ir a dormir al convento? ¿Necesitáis un refugio?
— Más o menos.
— ¡Pues bien, venid conmigo! Ya habéis encontrado vuestro refugio, puesto que yo estoy aquí. ¡Y además, no pienso dejaros ir!
— Tampoco yo tengo ganas de separarme de vos. Ha sido una grata sorpresa encontraros cuando os creía en Nanteuil.
No añadió que se sentía liberada de un gran peso. Sería mucho más fácil explicar la razón de su búsqueda de refugio a Marie que a la superiora de la Visitation. Y las dos reanudaron su camino del brazo, charlando alegremente, saltando las barricadas -aquella noche se levantaron mil doscientas en París-, y aclamadas en general por los defensores, orgullosos de ver que dos damas tan bonitas les daban ánimos con sus sonrisas.
Cosa extraña, fue la barricada más próxima al hôtel de Schomberg la más difícil de pasar. Y eso por dos razones: la mansión, vecina del Oratorio, en la Rue Saint-Honoré, estaba próxima al Palais-Royal. Además, era conocida la absoluta lealtad del mariscal a su rey. Por más que, debido a su cargo de virrey de Cataluña, se encontraba entonces en la otra punta de Francia, nadie dudaba de que, de haber estado en París, habría aniquilado a los señores del Parlamento y a sus amigos sin parpadear siquiera. Pero en Marie de Hautefort tenía una esposa de su talla.
— ¡Algunos lacayos y dos damas, vaya un enemigo digno de vuestra bravura! -espetó al cocinero armado con un espetón que pretendía impedirle pasar-. ¿Queréis declararme la guerra?
— Según. ¿Estáis a favor o en contra de Mazarino?
— ¿Quién en su sano juicio estaría a favor de ese sinvergüenza? Basta de bromas, amigo mío: la señora duquesa de Fontsomme y yo misma estamos muy cansadas y deseamos un poco de reposo.
— Entonces gritad: ¡Abajo Mazarino!
— Si no pedís más que eso, para daros gusto vamos a gritarlo todos a coro. ¡Vamos, señores lacayos! ¡Bien fuerte!
Las dos mujeres y su pequeño grupo lanzaron al cielo un «¡Abajo Mazarino!» tan entusiasta que los presentes los aplaudieron y se empeñaron en acompañarlas hasta la puerta del hôtel con todas las muestras del respeto más afectuoso. Una vez allí, las saludaron:
— Señoras, si tenéis algún tropiezo en los próximos días, que van a ser difíciles, preguntad por mí: me llamo Dulaurier y tengo un comercio de ultramarinos en la Rue des Lombards… -dijo el ferviente admirador, y regresó a su barricada.
— ¡Uf! -suspiró Marie, dejándose caer sobre la colcha de brocatel azul y plata de su cama-, se diría que vamos a tener una pequeña batalla en París. ¡Confieso que esa posibilidad me divierte bastante! ¿A vos no?
— En una guerra hay muertos, y nuestro pequeño rey me tiene muy preocupada.
— ¡Estáis muy equivocada! Toda esa gente se tiraría al Sena antes que atreverse a poner la mano sobre él. ¿No habéis oído? Es a Mazarino a quien piden cuentas.
Con un movimiento seco de los tobillos, Marie se quitó sus pequeños zapatos de raso color ciruela, muy maltratados por el recorrido desacostumbrado que acababan de cubrir, y luego sonrió a su amiga, que había hecho lo mismo.
— Queréis mucho al pequeño Luis, ¿no es así?
— Confieso que sí. Me es casi tan querido como mi hija…
— El buen La Porte le llama en secreto «el hijo de mi silencio». Tenéis todas las razones para quererlo… Pero a propósito, ¿por qué creíais necesario ir a dormir a la Visitation?
— Para huir del más grave de los peligros. El mismo, sin embargo, que tanto soñaba con encontrar… -Su mirada se dirigió a las camareras que entraban para ayudar a acostarse a su ama.
— Vais a compartir mi cama -dijo Marie-. Así, hablaremos con toda la comodidad del mundo.
Con el concurso de las camareras, muy pronto Marie y Sylvie se encontraron tendidas lado a lado entre grandes almohadas de hilo fino adornadas con encajes, y la segunda contó punto por punto a su amiga lo que había ocurrido en el jardín, y cómo la inesperada llegada de Gondi la había salvado de lo irreparable.
— No me quedaba más recurso que huir -murmuró-. Dios es testigo, sin embargo, de que he tenido que contenerme y no tenía las más mínimas ganas…
— Pero habéis tenido razón -dijo Marie en tono grave-. A cualquiera que no fuerais vos, le diría que es estúpido dejar pasar el amor resplandeciente cuando se presenta, y que no es muy grave tener un amante. Buena parte de las mujeres que conocemos lo tienen y los maridos no se quejan, pero Fontsomme y vos no tenéis nada que ver con una Longueville, una Montbazon o una La Meilleraye. Formáis una verdadera pareja, y me parece que amáis realmente a vuestro esposo.
— De todo corazón, Marie.
— Será preciso creer que tenéis dos, porque uno pertenece desde hace mucho tiempo a Beaufort. ¡Mi pobre gatita! Tenéis razón al pensar que una traición causaría un dolor cruel a vuestro esposo, pero ¿tendréis siempre la fuerza para rechazar el amor de François? Habéis sido testigo, a mi lado, de su pasión por la reina, y sabéis hasta qué excesos es capaz de dejarse arrastrar. Y mucho me temo que os ame de la misma manera. Podéis estar segura de que sabrá encontraros allá donde estéis… y vos aún le amáis, porque sin el entrometido de Gondi os habríais entregado.
— Acabáis de responder vos misma a la pregunta. ¡Oh, Marie! ¿Qué puedo hacer?
— ¿Qué consejo podría daros, yo que tengo la suerte de amar a Charles como vos amáis a la vez a Jean y François? Sé lo que son los impulsos de la pasión, y no sería propio de mí hacerme la beata con vos.
— ¿Entonces?
— ¡Entonces, nada! Todo lo que podemos hacer es rezar. Contad con mis oraciones y dejad actuar al Destino, contra el cual bien poco podemos hacer. El único consejo que puedo daros es, creo, el siguiente: si llega a darse el caso de que sucumbáis, procurad que Fontsomme no lo sepa, mi Sylvie…
Agotadas por una velada tan pródiga en acontecimientos, las dos jóvenes no resistieron más al sueño y durmieron hasta una hora avanzada de la mañana. Descubrieron entonces un extraño paisaje: en todas partes, las barricadas cerraban las calles que podían dar acceso al Palais-Royal. Sobre aquellos amontonamientos heteróclitos de carretas, toneles, adoquines, escaleras y muebles, vigilaban los hombres, mosquete al hombro y ojo avizor. Tan sólo iban y venían los piquetes, que detenían a todos los que querían pasar. Si se trataba de gentileshombres, eran conminados a gritar «¡Abajo Mazarino!» como las paseantes de la noche anterior, y también «¡Viva Broussel!». El primer grito apenas planteaba problemas, porque la nobleza de Francia detestaba al ministro de la reina. El otro solía proferirse con menos convicción, sobre todo porque muchos no sabían de quién se trataba. Pero como era inútil dejarse rebanar el gaznate por un desconocido, todos se dejaban convencer fácilmente. En cualquier caso, quienes pretendían ir al Palais-Royal se veían obligados a dar media vuelta: la residencia real estaba doblemente guardada, por las barricadas y también por las puertas cerradas y por la guardia dispuesta alrededor del edificio por el señor de Guitaut, cuyas plumas rojas podían verse con frecuencia, cuando recorría los puestos de centinela. Con todo, a medida que pasaba el tiempo la situación empeoraba. En todas partes el pueblo, dejando las barricadas a cargo de hombres de confianza, se reunía en torno al palacio y reclamaba a Broussel con una cólera creciente. Ya habían zarandeado al canciller Séguier, y dos o tres bandas incontroladas habían empezado a forzar las puertas de algunas mansiones -felizmente vacías- para saquearlas. En medio del pesado calor de aquel día de agosto, la angustia crecía. Con ansiedad, Marie y Sylvie veían agravarse la revuelta. Sylvie temía por el rey niño, su madre y su entorno. Incluso quiso ir a su lado, declarando que su lugar estaba junto a ellos.
— ¿Estáis loca? -la riñó Marie-. Si no me dais palabra de estaros quieta, os hago atar y os encierro. Vuestro esposo nunca me perdonaría que os dejara salir en medio de esta violencia; os harían daño.
Fue preciso obedecerla, pero el corazón de Sylvie se encogía a cada grito de «muera» que le llegaba, porque, en medio de tantas amenazas contra Mazarino, algunas iban dirigidas a la reina, a la que llamaban «la Española». ¿Se produciría el asalto al Palais-Royal? Apenas era defendible, y Sylvie pensó que Ana de Austria debía de añorar las gruesas murallas del viejo Louvre vecino, tan menospreciado que lo había dejado como asilo de los refugiados, la reina Enriqueta de Inglaterra y sus hijos.
A lo largo del día, sin embargo, se produjo un momento de calma provisional. La multitud se apartó para dejar paso a una procesión: la de los miembros del Parlamento, con sus amplios ropajes rojos, encabezados por el presidente Mesme y el presidente Mole, que intentaban mediar para hacer comprender al cardenal que al encerrar a Broussel había cometido un error de cálculo: nunca las Cortes soberanas se avendrían a perder a uno de los suyos. Era el ministro, si quería evitar una revolución, quien debería ceder a la voluntad del pueblo.
— No es precisamente valiente -dijo Marie sonriendo-. ¡Debe de estar muerto de miedo!
— Me temo que no consiga obligar a la reina a ceder. ¡Ella sí es valiente, y orgullosa! Sean cuales sean los sentimientos que él le inspira, no cederá.
En efecto, unos momentos más tarde los dos presidentes del Parlamento salieron con las manos vacías. Con mucho ánimo, intentaron calmar al pueblo que vociferaba a su alrededor, les acusaba de traición y les amenazaba de muerte. ¡Vano esfuerzo! Una furiosa oleada les empujó contra las verjas del palacio, que hubo que entreabrir para evitar que muriesen aplastados.
— ¡Volved a intentarlo! -gritó alguien-. ¡Y no salgáis si no es con la orden de libertad para Broussel y Blancmesnil, o no veréis el próximo amanecer!
— Es la voz de Gondi -murmuró Marie-. Ese loco ha perdido el seso. ¡Ya se cree el dueño del reino!
— Me temo que de momento es el dueño de París. Pero, por Dios, ¿dónde puede estar François en todo este jaleo?
— Es verdad. Se fue con él la noche pasada…
Las dos mujeres se miraron en silencio, sobrecogidas por un mismo temor. Pasear por las barricadas, dar a Mazarino el susto de su vida, adular un poco al Parlamento para obtener su liberación oficial, todo eso era una cosa, pero nadie conseguiría nunca que Beaufort se sublevara contra la reina, por más que no se tratara ya más que de un antiguo amor, ni sobre todo contra el rey, el rey de su sangre…
A lo largo de todo el día Sylvie temió y esperó a la vez ver aparecer a Beaufort, con una ligera preferencia por la ausencia, pero no tenía nada que temer: el zorro Gondi era demasiado astuto para arriesgar en la primera escaramuza a quien pretendía convertir en símbolo absoluto del antimazarinismo. Sabía bien que, si dejaba a François mezclarse con la multitud vociferante que asediaba el Palais-Royal, éste no soportaría los gritos de «muera» dirigidos contra la reina y sería capaz de enfrentarse solo a una multitud enfurecida, aunque eso le costara la vida. De modo que el hombrecillo de las piernas torcidas había tomado desde aquella mañana la precaución de encerrarlo en el arzobispado junto a toda una corte de canónigos y jesuitas, con el pretexto de que atraía demasiado la atención y su aparición entre los manifestantes podía comprometer el futuro al cristalizar en él todos los resentimientos hacia la corte.
— Arrancar a dos leguleyos de las garras de Mazarino no es asunto vuestro -le dijo-. Cuanto menos os vea Mazarino, más miedo os tendrá.
Consigo mismo no tuvo la misma prudencia, y hacia el mediodía pudo vérsele llegar con gran aparato de eclesiásticos a dispensar palabras de ánimo y compasión perfectamente hipócritas,y bendiciones a diestro y siniestro. La reina, que lo observaba desde las ventanas de su palacio, rechinó los dientes. Ya antes no le gustaba el abate de Gondi; a partir de ese instante, lo odió. Tanto más por cuanto se vio obligada a ceder a las nuevas instancias de los dos parlamentarios…
Ya casi era de noche cuando una enorme aclamación hizo vibrar las ventanas del palacio y los edificios vecinos: la reina había prometido la liberación de los dos presos. Pero la multitud no se movió de su sitio: estaba dispuesta a quedarse allí hasta que Broussel, encarcelado en Saint-Germain, le fuera entregado. Y fue lo que ocurrió la mañana siguiente, en medio de un entusiasmo indescriptible.
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