— ¡Pues lo sabes muy bien, Corentin! He venido aquí para intentar ver a mi esposo, y nadie me lo impedirá.

— Yo os lo impediré. Porque sería una locura y porque he prometido al señor caballero cuidar de vos. Vamos, sed razonable e intentemos descansar un poco. Todos los presentes lo necesitamos.

Sylvie estaba demasiado cansada para discutir. Después de beber un poco de leche, subió a su habitación, en la que Mathurine había encendido un fuego, y se acostó. Apenas puso la cabeza en la almohada, se durmió profundamente.

Cuando Sylvie despertó, ya era media mañana y la campiña estaba cubierta de blanco. Al amanecer había caído una nevada ligera. Su delicado manto no llegaba a ocultar los estragos sufridos por la propiedad tras la visita de los merodeadores. Sin embargo, la joven propietaria tenía preocupaciones más graves. El frío era menos intenso. Las nieblas matinales se habían disipado, y al otro lado del Sena podían verse los tejados del pueblo de Alfort, así como los campamentos de tropas dispersos por los alrededores. Los humos de las chimeneas y las fogatas se elevaban en el aire sereno de la mañana.

Al bajar a la cocina para el desayuno -había prohibido abrir ningún salón: dos habitaciones y la cocina debían bastar para una estancia que ella esperaba breve y discreta- no encontró a Corentin, que había salido al amanecer para intentar llegar a Saint-Maur y traerse con-sigo a Fontsomme, lo que le parecía una solución muy preferible a conducir a Sylvie por entre las asechanzas y los peligros de un ejército en campaña. Ella se sintió decepcionada: arriesgar su vida para reunirse con Jean le parecía una prueba de amor suficiente para hacer desaparecer unas sospechas expresadas con mucha prudencia pero que la ofendían. ¿Cómo un esposo tan enamorado había podido poner en duda su fidelidad sobre la base de simples chismorreos?

Al ver su rostro triste, Mathurine intentó animarla.

— Ya sé que la señora quería ir con él, pero no habría sido prudente y estoy segura de que el señor duque se habría enfadado mucho.

— Quizá tienes razón, Mathurine. ¿Crees que debo resignarme a esperarlo?

— Sí. Corentin es fino como el coral y bravo como un león. Seguramente encontrará el medio de pasar.

La jornada se hizo desmesuradamente larga. Sylvie se consumía de impaciencia, pero al caer la noche Corentin no había vuelto. Intentó animarse pensando que la oscuridad llega pronto en invierno y que su mensajero podía haberse topado con dificultades. Envuelta en su capa y calzada con zuecos, no se decidía a entrar y recorría nerviosa el jardín entre el portal de la entrada y la casa, mientras escuchaba al reloj de la iglesia desgranar los cuartos de hora.

De pronto se oyó un tumulto en el cercano puente de Charenton: disparos, gritos, rodar de carretas pesadamente cargadas, todo ello mezclado con gruñidos coléricos, como si se tratara de un ejército de cerdos enfurecidos. Por su parte, Charenton despertaba y reaccionaba. Jérôme acudió junto a su ama.

— Entrad, señora duquesa -dijo-, ¡será más prudente! Yo iré en busca de noticias.

Volvió poco después y anunció que había una escaramuza en el puente en torno a un cargamento de cerdos y nabos conducido por caballeros para los que aquélla no era, ciertamente, su ocupación habitual.

— Han conseguido cruzar los puestos de Alfort, y de momento llevan la mejor parte frente a las tropas de aquí, que intentan impedir que pasen.

— ¿Piensas que ese convoy está destinado a París?

— Tiene que ser así para que lo persigan los hombres del señor de Condé. Pero será difícil que lo consigan. De hecho, no tienen más que dos caminos posibles: o exponerse al fuego de las murallas de Charenton, donde les harán picadillo, o bien la ribera del río. Sin embargo, también hay tropas en Bercy, y corren el riesgo de verse cogidos entre dos fuegos.

Optaron por el río, y Sylvie se precipitó a uno de los salones para ver lo que iba a pasar. El estruendo se aproximaba, y de repente estalló delante de los jardines de Fontsomme, limitados del lado del río por un muro bajo en el que se abría una amplia entrada cerrada por una verja ornamental con sendos pabellones a los lados, todo ello muy fácil de abrir o de saltar. En un momento, un grupo de gente cruzó a la carrera avenidas y arriates, de los que la nieve desapareció instantáneamente. Una voz autoritaria gritó:

— ¡Tiradores en los dos pabellones! Formad barricadas con los barcos, las carretas y todo lo que encontréis, para que podamos atrincherarnos en la casa. ¡Ganseville y Brillet, ocupaos de la defensa! Yo voy a ver si es posible abrirnos camino para llegar a la carretera de Charenton, que corre paralela al río… ¡Hombres también para defender el portal de atrás!

Desde las primeras palabras, Sylvie había reconocido aquella voz. La habría reconocido en medio del estruendo de una batalla: era la de François. Pronto surgió de la noche con sus cabellos claros, tan reconocibles, no cubiertos por ningún sombrero. La aparición la habría encantado en otra época, pero ahora la aterrorizó. Abrió una puerta-ventana, tomó la linterna que Jérôme había colocado junto a ella, y salió a la escalinata que rodeaba la casa formando tres escalones:

— ¿Adonde pretendéis ir, señor duque de Beaufort? Os prohíbo invadir mi casa.

— ¡Sylvie! -exclamó él como si no diese crédito a sus ojos-. ¿Tú aquí?

— ¿Vais a preguntarme una vez más qué estoy haciendo? Pues bien, querido, estoy esperando a mi esposo.

— ¡Es cosa tuya! Yo necesito atravesar tu finca. Las otras están defendidas por tapias que sería preciso derribar para hacer pasar nuestras carretas, y al parecer el parque de Madame de Senecey está ocupado por un destacamento. Eres nuestro único recurso. Esto nos permitirá respirar un poco y abrirnos camino, o bien por las viejas canteras o por el bosque, hasta la carretera donde nos esperan los nuestros.

— ¡Buscad vuestro camino por otra parte! Esta casa no es la de un amigo, y yo no tengo derecho a recibiros aquí.

— ¡Oh, vaya! -Beaufort sonrió-. Tu esposo está con Mazarino, igual que Condé y tú misma.

— ¡Estamos con el rey! Con el rey al que vos combatís, cosa que yo no habría creído nunca. ¿Tan tonto sois que no veis la diferencia?

— Cuando el rey reine, yo doblaré la rodilla ante él, pero ahora es el italiano quien ocupa el trono. En cuanto a la regente, come de su mano. ¡Dicen incluso que es su amante!

Para indicar con claridad la estima en que tenía a aquella pareja, Beaufort escupió aparatosamente en el suelo.

— ¡Una vez más, marchaos de aquí! -suplicó Sylvie-. Podéis hacerme mucho daño.

— No. Estamos en guerra, querida, y en virtud de sus leyes requiso tu propiedad. Por lo demás no tengo opción, me es imposible retroceder.

En efecto, los pesados vehículos que transportaban un centenar de cochinos tumbados sobre la paja para que no sufrieran demasiado el vaivén del viaje ni el frío, avanzaban con lentitud por lo que hasta entonces habían sido bellas avenidas enarenadas.

— ¡Ponedlos en los cobertizos! -gritó el duque-. En cuanto a ti, querida, harías bien en entrar. Creo que me necesitan allá abajo. Si eso puede tranquilizarte -añadió-, me comportaré cortésmente con tu precioso marido si asoma las narices por aquí, pero si intenta echarme, ¡lo hará por su cuenta y riesgo!

Las últimas palabras se perdieron en el viento inclemente que empezaba a soplar helando manos y orejas. Sylvie vio alejarse la alta silueta vestida de ante negro, sin sombrero ni capa, como si el invierno no pudiera hacer mella en aquel hombre en que parecían reencarnarse los antiguos guerreros venidos del norte. Todavía le oyó gritar al viento:

— ¡Entrad! Podría alcanzaros una bala perdida…

Obedeció y fue a la cocina, donde encontró a Mathurine rezando mientras Jérôme observaba los acontecimientos; optó entonces por subir a su habitación, desde donde por lo menos podría ver lo que ocurría. En su corazón, lleno de pena y angustia, no había lugar para la cólera; tenía la impresión de que su vida iba a terminar allí. Se hallaba, en efecto, en una situación terrible: si llegaba Jean y encontraba a Beaufort instalado en su casa, nunca la perdonaría; y si no la encontraba porque había resultado muerto en el combate, Sylvie sabía que aquella muerte la dejaría hundida.

Fue a sentarse junto a la chimenea, que al menos le ofrecía un poco de calor. Acurrucada en un sillón, contemplaba las llamas y procuraba no escuchar el estampido de los mosquetes que, por otra parte, empezaba a decrecer; y poco a poco, como un gato enroscado sobre su almohadón que se relaja al sentir bienestar en su cuerpo, cerró los ojos y se adormeció.

La despertó un grito furioso:

— ¿Puedo esperar por lo menos que me ayudes un poco? Tu vieja criada ha escapado como si viera al diablo cuando he entrado en la cocina.

François estaba en pie, apoyado en el quicio de la puerta que acababa de abrir, y presionaba con una mano su brazo, del que manaba sangre. Sylvie recobró de golpe la conciencia y corrió hacia él.

— ¡Dios mío! ¡Estáis herido!

— Es evidente -repuso él con una sonrisa-. Y ha sido por mi culpa. Había cesado el tiroteo por las dos partes, sobre todo porque no se veía ni gota. Ahora el viento trae lluvia y apaga las antorchas. Para observar las posiciones de nuestros adversarios, trepé a una barricada y uno de esos perros rabiosos me asestó un bayonetazo. Acabaré por tener que cortarme el pelo: ¡es tan visible como el penacho blanco de mi abuelo Enrique IV!

— Voy a curaros. Tengo aquí todo lo necesario. Sentaos junto al fuego -indicó ella, y se dirigió a su gabinete de baño, del que tomó hilas, vendas y un frasco de aguardiente para limpiar la herida.

Cuando volvió, él se había sentado a los pies de la cama.

— ¡Venid más cerca de la chimenea! Tendré más luz.

— Puedes ver lo suficiente con tu vela… La cabeza me da vueltas; hace horas que no como nada.

Ella le ayudó a quitarse el grueso justillo y la camisa, y se dedicó a limpiar la herida con unas manos que temblaban tanto que él empezó a maldecir al sentir la mordedura del alcohol.

— ¿Es que te has vuelto torpe? Dame un poco de ese frasco. Huele bien, a ciruelas, y me hará mejor dentro que fuera.

Ella le tendió la botella y él bebió un buen trago.

— ¡Dios, qué bien sienta! -suspiró-. Si pudieses proporcionarme además algo de comida, esto sería para mí el paraíso…

— Primero acabaré de colocaros la venda -dijo ella sin mirarle. Sus manos temblaban un poco menos, pero procuraba defenderse de la emoción que la había embargado al darse cuenta de que estaban los dos solos en la habitación. Consciente de que él no apartaba los ojos de ella, dijo para romper un silencio que sabía peligroso- ¿Cómo está la situación ahí fuera?

— Parece que nuestros adversarios se han cansado de disparar a ciegas. Hace rato que no se oye ningún tiro, ¿verdad?

— Así es. ¿Se han retirado?

— No. Esperan a que amanezca, y sin duda se están reagrupando, pero nosotros habremos escapado antes. Algunos de mis hombres están derribando una tapia del fondo de tu finca para que las carretas puedan salir al bosque y a la carretera de Charenton. ¡Créeme que estoy desolado! -añadió con una de aquellas sonrisas burlonas que, desde siempre, daban a Sylvie ganas de abofetearlo… o de besarlo.

— El jardín ha quedado arrasado, Una tapia más o menos, poco importa. Voy a buscaros algo de comida. ¡Vestíos!

Pero cuando volvió, no sólo no se había vestido -su camisa manchada de sangre se secaba al fuego-, sino que se había tendido en la cama.

— Me lo permites, ¿verdad? ¡Estoy tan cansado!

— ¿Vos, el indestructible, estáis cansado? Es la primera vez que os oigo decir una cosa así.

— Pienses lo que pienses, no soy de hierro, y para decirlo todo, es sobre todo mi corazón el que está cansado. Es duro descubrir que somos enemigos. Mientras estabas en París no me preocupaba, pero se diría que ahora has elegido tu bando…

— No he tenido que elegir: es el bando de la legalidad y del rey. Y además, es el que ha elegido mi esposo.

— Ven a sentarte a mi lado y dame esa rebanada de pan con jamón que traes como si fuera el Santo Sacramento.

Sylvie colocó la bandeja a su lado con precaución, para no derramar el vaso de vino que había también en ella. Sentada en la otra punta de la cama, le observó morder el pan y la carne con sus fuertes dientes. ¡Qué fuerza de la naturaleza encarnaba! Estaba allí, herido, desangrado, pero comía y bebía con tanto gusto y despreocupación como si se tratara de un almuerzo campestre en el huerto de Vendôme o en los jardines de Chenonceau, cuando dentro de dos horas tal vez estaría muerto.