— ¡Nunca podré volver a sentarme! -gimió cuando Ganseville, compadecido al fin de ella, la ayudó a bajar de su montura-. ¡Y quizá ni siquiera a andar!
— Habría tenido que aconsejarte cataplasmas de cera-suspiró él-, pero eso nos habría hecho perder tiempo. Sé lo penoso que resulta esto para ti, y que habrías preferido un coche, pero en Bretaña los caminos son muy malos, y con un caballo se está seguro de salvar todos los obstáculos, ¡y más aprisa!
— Entonces ¿tenemos mucha prisa?
— La tenemos, y esta cabalgata nos ha hecho ganar tres días. Hemos de llegar a Belle-Isle antes que otra persona. Te prometo una sorpresa cuando arribemos…
Ganseville la dejó sentada en una roca y fue a buscar una embarcación y después, mientras esperaban la marea, los dos se dedicaron a reponer fuerzas con una deliciosa sopa de pescado y galleta de alforfón endulzada con miel, todo ello regado con una sidra ligeramente espumosa.
Al caer la tarde, los dos embarcaron en una barca de pesca puesta bajo la advocación de Sainte-Anne-d'Auray. Jeannette, envuelta en una manta que olía a pescado para protegerse de las salpicaduras del oleaje, instaló sus doloridas posaderas en otra manta que doblaron para ella en un rincón de la barca y, por más que aquello no fuera el sumo de la comodidad, se durmió de inmediato. Por suerte, la mar estaba relativamente en calma y su fatiga extrema le evitó los efectos del balanceo. Así pues, de las cuatro leguas que separaban tierra firme de Belle-Isle no vio nada, y tampoco de la pesca a la que se dedicó la tripulación durante el trayecto.
Cuando abrió los ojos, después de que la sacudieran sin demasiados miramientos, la barca franqueaba la bocana de un puerto que, a la luz rosácea de la aurora, le pareció el más hermoso del mundo. Asentado en la desembocadura de uno de esos arroyos marinos por los que asciende la marea, ocupaba el espacio entre una colina cubierta de árboles torcidos por las tormentas y un promontorio rocoso sobre el cual se alzaba una ciudadela de torres bajas y redondas de las que asomaban las bocas negras de los cañones. La villa parecía agruparse detrás de las murallas que la defendían, y al fondo del puerto un puente romano unía las dos orillas y daba acceso a una mansión señorial alargada cuyos jardines ascendían hasta una segunda colina, más alta que la primera. [3] Era una gran casa blanca, muy hermosa, cuyas altas ventanas reflejaban los colores inflamados del sol naciente.
— Estamos en Belle-Isle -comentó Ganseville-, y ese pueblo, el principal de la isla, se llama Le Palais. No es difícil comprender por qué…
— ¿Es allí adónde vamos?
— Exacto. Y encontrarás a personas queridas por las que estás sufriendo.
El escudero tuvo de súbito la impresión de que toda la luz del día que nacía se refugiaba en los ojos azules de la joven.
— ¿Sylvie? ¡Oh, quiero decir Mademoiselle de l'Isle…!
— ¡Chist! ¡Nada de nombres!
Ella quiso echar a correr por la carretera que llevaba a las hileras de altos tamarindos que protegían los jardines de la furia del viento, pero él la retuvo con mano firme.
— ¡Tranquila! No vayas a entrar en esa casa dando voces y llamándola como una loca. Recuerda que si la han traído aquí es por una razón muy grave. La han escondido desde que escapó de una suerte horrible, pero la amenaza no ha desaparecido. De modo que el señor duque ha decidido, de acuerdo con el señor de Gondi, que pasará por muerta hasta que el peligro haya cesado por completo.
— ¡Dios mío! ¿Qué le ha ocurrido? -gimió ella, dispuesta ya a echarse a llorar.
— Ya lo sabrás, pero de momento caminemos. No podemos quedarnos todo el día en medio del camino. Además, veo que vienen a recibirnos.
Dos lacayos con libreas rojas se acercaban a ellos. Ganseville extrajo una carta de su justillo.
— ¡De parte de monseñor el duque de Beaufort para el señor [4] duque de Retz, con sus parabienes!
Los lacayos saludaron; uno de ellos tomó la carta y el otro se hizo cargo del saco de viaje de Jeannette.
— Tened la bondad de seguirme -dijo el primero.
Los dos viajeros fueron llevados ante un mayordomo que les hizo esperar en un gran vestíbulo enlosado en blanco y negro, y les explicó que los duques oían a esa hora una misa matinal en la capilla del palacio y no se les podía molestar.
Esperaron, pues, en un silencio casi monacal que ni el uno ni la otra se atrevían a romper, pero a Jeannette la impaciencia la devoraba: ¿dónde tendrían escondida a la pequeña Sylvie en aquel enorme caserón? En cuanto a Ganseville, acostumbrado a ver abrirse todas las puertas ante su amo, no se sentía especialmente contento de que su mensajero hubiera de esperar como un vulgar pedigüeño.
Finalmente se abrió una puerta y apareció el duque en persona, seguido por su mayordomo. Fue a éste a quien se dirigió en primer lugar:
— Llevad a esta joven ante la señora duquesa, que la espera en sus aposentos. -Y a Ganseville-: ¡Me hace feliz veros de nuevo, joven! Espero que hayáis tenido un buen viaje, y que me traigáis noticias. Venid por aquí. Hablaremos con más tranquilidad en mi gabinete.
A sus treinta y seis años, Pierre de Gondi, segundo duque de Retz, parecía tener diez más: su rostro, alargado y curtido por la intemperie, mostraba un aire de tedio debido a que tres años antes se había visto forzado a retirarse y lo soportaba mal. En efecto, nombrado general de las galeras del rey para suceder a su padre, que había tomado los hábitos a la muerte de su madre -todo ello en el año 1627-, había sido destituido por Richelieu de un mando al que se había dedicado en cuerpo y alma, en beneficio del sobrino de éste, el marqués de Pontcourlay. Desde entonces se había encerrado en su castillo de Belle-Isle para rumiar allí su rencor; huelga añadir que no sentía precisamente afecto por el cardenal-ministro.
Mientras Ganseville le informaba de las últimas noticias de la capital, una joven camarera bretona, vestida con el traje regional, llevaba a Jeannette a la habitación de la duquesa, que desayunaba después de la comunión. Diez años más joven que su marido, del que también era prima hermana, hija del anterior duque de Retz -el título había pasado de la rama mayor a la menor- y hermana de la duquesa de Brissac, Catherine de Gondi habría sido considerada bella si la austeridad de sus costumbres y cierta dosis de avaricia no hubiesen impregnado de una rigidez peculiar sus rasgos finos y delicados. Recibió a Jeannette como se recibe a una criada, es decir que la dejó de pie mientras ella seguía mojando trozos de pan en un tazón de leche, sin dejar por ello de examinar a la recién llegada. Como no esperaba otra cosa, la muchacha no se incomodó, pero no pudo dejar de pensar que también a ella le habría gustado un tazón de leche. La duquesa se limpió la boca con una servilleta bordada y dijo por fin:
— ¿Sois la camarera de la pequeña que nos ha confiado el señor de Beaufort? ¿De dónde procedéis, hija mía?
— De Anet, señora duquesa; allí nací, y allí, muy joven, entré al servicio de Mademoiselle de l'Isle. Después la acompañé a la corte, cuando ella se convirtió en doncella de honor de Su Majestad la reina…
— ¡Se nota! No tenéis un aire rústico. Pues bien, hija mía, sabréis que vuestra ama se encuentra en un estado calamitoso. Según me han contado, fue raptada por un secuaz de Richelieu que había perseguido en otro tiempo a su madre con un amor abominable, y entregada por él a otro compinche, que cedió después sus derechos maritales al primer personaje, el cual usó de ellos de una manera absolutamente deplorable…
El sucinto relato, narrado con un tono indiferente, horrorizó a Jeannette, que exclamó:
— ¡Oh, Dios mío! ¡Y yo que no sabía nada! ¡Pobre…, pobre niña! Pero ¿por qué entonces el señor François…, quiero decir, monseñor el duque de Beaufort, la ha traído aquí?
— Porque si bien el duque ha eliminado al marido, tiene aún que deshacerse del principal verdugo, cosa que no es fácil. Esta desventurada necesitaba un refugio alejado, secreto y sobre todo situado fuera del radio de acción de los hombres del cardenal. Belle-Isle nos pertenece en propiedad. Es una tierra soberana y ni siquiera los hombres del rey pueden tener acceso aquí sin nuestro consentimiento.
Jeannette comprendió, pero no por ello deploró menos en su fuero interno que la pobre Sylvie hubiese sido confiada a aquella mujer que era tal vez una cristiana ejemplar, ya que había recibido las enseñanzas de Monsieur Vincent, como su esposo, pero que no parecía haber extraído de ellas mucho provecho en lo relativo al capítulo de la caridad.
— Debe pasar por muerta… por lo menos mientras viva el cardenal -concluyó Madame de Gondi-, y esta isla del fin del mundo ha debido de parecerle ideal al señor de Beaufort.
— ¿Puedo pedir a la señora duquesa que me permita ir a su lado? Estoy impaciente por empezar a cuidar de ella y juzgar por mí misma el estado en que se encuentra.
— No es excelente. Naik os llevará. Pese a lo que piense el señor de Beaufort, recibimos con frecuencia visitas. Demasiadas para mi gusto porque, como ella vivía en la corte, alguien podría reconocerla. De modo que la hemos aposentado en el pequeño pabellón del extremo del jardín. Vive allí, atendida por la vieja Maryvonne, que estuvo al servicio de la difunta Madame de Gondi, mi suegra, y de ese muchacho, ese Corentin que estaba al servicio de su… ¿tío, tal vez?
A Jeannette le dio un vuelco el corazón. ¡Corentin! ¡También Corentin estaba allí! «Su» Corentin, puesto que era su prometido desde siempre. Y aquella bocanada de alegría mitigó un poco el disgusto que le había causado la exposición de los hechos por parte de la duquesa, tan seca y desprovista de compasión.
Unos instantes después, caminaba a buen paso detrás de una joven bretona a través del espeso bosquecillo de higueras, palmas datileras y laureles que se extendía en los confines del jardín. Una casita y un pozo aparecieron de repente en una especie de claro, pero todo lo que vio Jeannette fue a su Corentin ocupado en sacar agua. Incapaz de contenerse, dejó caer su equipaje y corrió hacia él con un grito de alegría.
— ¡Mi Corentin! Creía que no iba a verte nunca más -gritó, llorando de felicidad.
El la miró como si cayera del cielo.
— ¿Jeannette?… Pero ¿cómo estás aquí?
— El señor de Ganseville me ha traído por orden de monseñor François.
Corentin apartó a la joven y se pasó las manos por el rostro, del que Jeannette pudo entonces apreciar la fatiga. Suspiró:
— ¡Dios mío! ¡Me habéis escuchado y nunca os lo agradeceré bastante! Quizás estemos aún a tiempo…
— ¿Qué pasa? -preguntó Jeannette, angustiada-. ¿Y Mademoiselle Sylvie?
— ¡Ven a verla!
La vio, en efecto, y su corazón se encogió. Pálida y demacrada, con aspecto de conservar tan sólo un soplo de vida, Sylvie, ataviada con un triste vestido negro del que asomaba un poco la enagua, estaba tendida en un sillón junto a un fuego raquítico. Sus cabellos castaños de tan bellos reflejos plateados caían en desorden sobre sus hombros. Sostenía un tazón de leche que no bebía, cosa que no parecía preocupar a la vieja campesina sentada a la entrada, tricotando sin pausa. El mobiliario -un aparador, una mesa, cuatro sillas y un pequeño armario- se reducía al mínimo necesario. No había alfombras ni tapices para calentar las paredes y el suelo; sólo un crucifijo en la pared y un banquillo colocado frente a él recordaban que aquélla era una de las posesiones más piadosas de Francia. Se percibía un abandono, una miseria casi, que hizo brotar lágrimas a la recién llegada. Un impulso la hizo caer de rodillas a los pies de su joven ama, que no parecía haber advertido su presencia y seguía con los ojos cerrados. Le quitó el tazón para cubrir aquellas manos frágiles con las suyas.
— ¡Mademoiselle Sylvie…! ¡Miradme! Soy Jeannette, vuestra Jeannette.
Los bonitos ojos color avellana, enrojecidos por el llanto continuo, se entreabrieron y Sylvie murmuró:
— Eres tú, mi Jeannette. Creía seguir soñando al oír tu voz…
La suya era débil, dubitativa, como si aquella muchacha de dieciséis años no pudiera levantarla mucho. Jeannette se puso en pie y, con los brazos en jarras, examinó aquella habitación miserable con cólera creciente.
— Me parece que ya era hora de que me trajeran aquí. ¿Qué mosca ha picado a monseñor François para confiaros a esta gente…? ¡Eh, tú, la de la calceta! -llamó a la campesina, que seguía imperturbable con sus agujas-. ¿Así es como la cuidas? ¿No ves que está enferma? ¿No te ha pasado por la cabeza que es una gran dama y que no está ni mucho menos acostumbrada a esto?
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