— No te canses -dijo Corentin-. No te entiende, no habla más que bretón. Madame de Gondi piensa que es mejor para la seguridad de Sylvie que pase por una enferma grave. Por suerte, me tiene a mí para hablarle…
— ¿Que pase por una enferma? ¡Pero es que lo está! Compruébalo por ti mismo. ¿Y qué esperáis, tu Madame de Gondi y tú, que se muera?
— Voy a explicártelo, Jeannette, pero dime primero quién te ha traído aquí. ¿Es…?
Ella adivinó el nombre que él esperaba.
— No, no es monseñor François. Está en camino para la guerra. Es el señor de Ganseville quien me ha acompañado. En este momento está hablando con el señor de Gondi, pero tienes que decirme por qué dejáis a mi pequeña ama en este estado, con un viejo vestido raído, sin peinar…, ¡desastrada, y con un viejo andrajo como única compañía! Si el señor de Raguenel viese esto pasarías un mal rato.
— No me permiten hacer nada más, mi pobre Jeannette. Este es territorio de mujeres, y depende únicamente de Madame de Gondi. Desde que se marchó monseñor François, nos ha instalado aquí y viene de visita de vez en cuando, siempre sola por miedo a las lenguas de sus camareras. Nadie debe saber que está aquí escondida, y soy yo quien va a buscar la comida. A ella le está prohibido salir, para evitar la curiosidad de la gente.
Jeannette explotó:
— Y esa comida que vas a buscar, ¿es muy abundante? Tampoco tú has engordado que digamos. ¡Virgen santa! ¿Por qué la han traído a esta isla? ¡Como si no hubiese en Vendôme o en Anet buenas gentes para cuidarla como es debido! ¿Está loco monseñor François?
— No, pero ama Belle-Isle desde su infancia, y para él es una especie de paraíso. Además, no conoce realmente a los Gondi. Oh, el duque es un buen hombre y estoy seguro de que ignora lo que sucede…
— ¿Y no podías decírselo tú?
— No. Es la duquesa quien lo controla todo, y todavía más en este tema, porque él se ha desentendido. He hecho lo que he podido, Jeannette, te lo juro; incluso, hace tres días, he escrito a monseñor François para pedirle que encuentre otro refugio. No imagina hasta qué punto la duquesa es una mujer severa, religiosa y austera… A ella no le ha gustado demasiado que viniéramos a este lugar… Ven, salgamos -añadió, tirando de Jeannette hacia el exterior antes de proseguir-. Creo que está convencida de que Mademoiselle Sylvie es una amiguita de François, y me parece que, por su parte, ella está un poco enamorada de él. Así pues, juzga tú misma… Para ella es cómodo tenerla encerrada con el pretexto de que el duque recibe muchas visitas y de que alguien podría reconocerla. Y eso no es todo.
— ¿Todavía hay más?
— Sí. Lo peor es nuestra enferma. Creo…, creo que ha perdido las ganas de vivir. A pesar de mi insistencia, apenas se alimenta. Tengo miedo de que se deje morir…
Jeannette había palidecido, pero ya estaba de vuelta en la casa y había emprendido una inspección impaciente; abrió una puerta que daba a una habitación estrecha con los postigos cerrados que sólo contenía una cama de madera. Sus exclamaciones furiosas sacaron a Sylvie de su sopor.
— ¡Cálmate, te lo ruego! Me siento tan débil…
— ¿Cómo no vais a estarlo en una casa en la que el sol tiene prohibido entrar y vos salir? Lo que me asombra es que no hayáis muerto aún con este régimen bárbaro. ¡Pero os juro que esto va a cambiar! ¡No me da miedo vuestra duquesa!
— Tranquilicémonos -dijo con voz jovial Ganseville, que acababa de entrar y barría el suelo con sus plumas grises para saludar a Sylvie-. Monseñor os besa las manos, mademoiselle, y lamenta no haber podido venir en persona como era su deseo, pero es un soldado, y un soldado ha de obedecer. Por esa razón nos ha enviado a nosotros, como Jeannette os lo ha debido de decir. De hecho, venimos a cambiaros de residencia, porque aquí ya no estáis segura. Dentro de pocos días llegará el abate de Gondi, de quien ya conocéis su lengua suelta y sus ideas locas. De modo que tengo órdenes de comprar para vos una casita apartada en la que podréis vivir con vuestra gente. Creo, por otra parte -añadió, girando sobre los talones para examinar lo que le rodeaba-, que tendremos que hacerlo con urgencia… ¡Cuando monseñor François sepa esto! ¡Esta gente os trata de una manera indigna! No lo esperaba del duque…
— ¡Entonces llevadnos a cualquier otro lugar, y aprisa! -exclamó Jeannette-. No veo por qué tendríamos que comprar nada en esta isla inhóspita. Hay muchos rincones tranquilos en el Vendômois…
— No. Se supone que Mademoiselle Sylvie ha muerto, y si alguien tiene dudas, irá allá a buscarla. Ha de quedarse aquí, pero puedes estar tranquila, Belle-Isle es grande: nunca más verá a los Gondi si no lo desea.
— Tendré que quedarme para siempre en este lugar -intervino Sylvie, desolada.
— No. Monseñor vendrá a buscaros en cuanto sea posible. Únicamente os será preciso un poco de paciencia…, y sobre todo recuperar la salud. Estáis en muy mal estado. Monseñor se desesperaría si os viera así…
Las pálidas mejillas se tiñeron levemente de rojo. Desde que François se había marchado, Sylvie se había dejado invadir por una sombría desesperación, con la idea de que nunca volvería a verle. Y sin embargo, aquel viaje al fin del mundo había sido tan dulce…
Había habido en primer lugar el instante divino que repetía el de su infancia, cuando él la había recogido del suelo, la había tomado entre sus brazos y la había abrazado y besado, porque temía que ella estuviera muerta.
El desvanecimiento de Sylvie, debido a un terrible agotamiento, había durado menos tiempo del que creía Francois, pero era tan maravilloso, después del horror que acababa de vivir, apretarse contra él y dejarse acunar y acariciar, que siguió con los ojos cerrados más tiempo del necesario. Sin embargo, por fuerza había tenido que volver a la realidad.
La realidad fueron los cuidados que recibió en Anet, después de que la mujer del intendente la acostase en una de las dos o tres habitaciones dispuestas siempre para recibir a algún miembro de la familia de Vendôme, mientras que el resto estaba cerrado. Fue una suerte para Sylvie que François de Beaufort hubiera aparecido por allí con la única compañía de Ganseville después de que la reina se negara a recibirlo pretextando estar cansada, y de que Mademoiselle de Hautefort lo acompañara hasta la puerta de Saint-Germain diciéndole que cuando su presencia fuera deseada ya se le haría saber. Lo que probablemente no ocurriría hasta transcurrido bastante tiempo.
Corentin Bellec, que, lanzado tras las huellas de los raptores de la joven, se había presentado en el castillo para pedir ayuda, había tenido la agradable sorpresa de encontrarse con el joven duque, y los dos habían marchado rápidamente a La Ferrière para encontrar allí a Sylvie, evadida de su infierno en el estado que conocemos. Un estado que se había revelado peor aún de lo que se suponía cuando la mujer del intendente le quitó el camisón manchado de sangre, desgarrado y sucio tras haberse descolgado por la hiedra del muro y caído en el camino: aquel cuerpo frágil y gracioso estaba cubierto de moretones y rasguños como si lo hubieran encerrado con unos gatos furiosos, pero sobre todo la salvaje violación lo había desgarrado en su tierna intimidad. Ante aquel desastre, la mujer del intendente se había declarado impotente.
— Una buena comadrona sabría qué hacer -había dicho a François al darle cuenta de la situación-, pero la que tenemos aquí está borracha la mayor parte del tiempo, y las mujeres prefieren arreglárselas entre ellas cuando llega el momento. En un caso así, sería necesario ir a buscar un médico a Dreux. Pero el tiempo urge; la pobre niña sigue perdiendo sangre…
Fue entonces cuando Ganseville tuvo una idea: ¿por qué no recurrir a la Charlot? Recibida primero con exclamaciones de indignación, la propuesta acabó por atraer el interés de Beaufort. La Charlot era la mujer que regentaba el burdel de Anet, más o menos instalado por Madame de Vendôme en persona a fin de proteger a las mujeres y las muchachas de la región cuando ella y el duque se instalaban en el castillo con toda su casa, que incluía cierto número de soldados. La duquesa, que se interesaba de cerca por la suerte de las prostitutas, había seleccionado con cuidado a la regente: para la Charlot, la limpieza no era una palabra vana, y las chicas recibían los cuidados oportunos siempre que era necesario. Por consiguiente, fue a ella a quien llamaron, y el veredicto que siguió a su examen fue terminante: era preciso recoser los tejidos desgarrados.
Y eso es lo que llevó a cabo con una delicadeza inesperada, después de hacer beber a su paciente una taza de vino al que había añadido unos granos de opio que Ganseville se encargó de ir a buscar a la botica. No por ello resultó la operación menos dolorosa. Después, Sylvie se sumió en un sueño poblado de pesadillas mientras Beaufort, su escudero y Corentin partían de nuevo para llevar a cabo su expedición punitiva contra La Ferrière. Sylvie no supo nada del consejo de guerra que celebraron y que concluyó con la decisión de hacerla pasar por muerta y, a fin de ocultarla mejor, llevarla a Belle-Isle, un lugar donde no se les ocurriría buscarla a los esbirros de Richelieu.
Sylvie guardaba aquel viaje en su corazón como su recuerdo más precioso, a pesar de que se encontraba todavía débil y dolorida, aunque ya no febril. Iba sola con François en uno de los carruajes de los Vendôme y, durante todo el trayecto, él tuvo la mano de ella en la suya cuando no tomaba a Sylvie entre sus brazos para aliviar sus angustias y el terrible sentimiento de vergüenza que la torturaba. La jovencita alegre, risueña, fácilmente irritable, tierna y maliciosa, se había convertido por culpa de Laffemas en una mujer lastimada, angustiada, enferma de pena por su conciencia de haber sido envilecida y por juzgarse en adelante indigna de aquel cuyo amor, pese a la diferencia de rango, había esperado llegar a conquistar desde su primera infancia…
Con una intuición de la que muchos le habrían creído incapaz, Beaufort adivinó lo que pasaba en el interior de la que consideraba una hermana pequeña, y se esforzó a lo largo de todo el camino en luchar contra los negros demonios que la asaltaban, explicándole que seguía siendo la misma, que lo que había padecido no era una tacha para ella, como sucedería si hubiese sido violada en una ciudad tomada por asalto por los bárbaros, que debía considerar nulo su matrimonio con La Ferrière puesto que había sido obligada a consentir, no había sido consumado y, de todas maneras, el hombre en cuestión había desaparecido de entre los vivos. Debía pensar sobre todo en curarse, física y moralmente. Y él estaba allí, siempre estaría allí, para ayudarla. Y además, ella iba a conocer Belle-Isle…
Divinas palabras que ella escuchaba con delicia pero sin creer demasiado en ellas, ya que conocía el entusiasmo que ponía François en todo, en particular cuando se encontraba bajo el influjo de una emoción intensa, y porque sabía que la reina era dueña de su amor y de sus sentidos. E incluso la perspectiva de vivir en aquella isla tan amada por él no llegaba a consolarla porque, una vez tranquilizado acerca de su suerte, él la dejaría. Volvería a marcharse, aunque sólo fuera para vengarla del abominable Laffemas…
Sin embargo, Belle-Isle la encantó. El inicio de la primavera, tan frío y húmedo en el continente, florecía ya en aquella tierra de clima suave. Se encontraban allí árboles desconocidos y grandes extensiones de retama que la iluminaban incluso cuando el cielo estaba gris. Ella supo también enseguida que iba a compartir la pasión de François por el mar. Tal vez, en efecto, el exilio que le imponía el destino sería menos cruel frente al océano cuyas extensas olas cambiantes venían a romper al pie de los roquedos de granito.
La acogida de que fue objeto la entusiasmó menos. No porque fuera desagradable, al menos por parte del duque Pierre, afable y generoso; pero desde el primer momento tuvo la impresión de no gustar a Catherine de Gondi. Por mucho que la joven duquesa declarara que la fugitiva podía permanecer en su casa todo el tiempo que deseara, lo hizo como expresión de un deber cristiano, no siguiendo el impulso de la simpatía. Y eso a pesar de que no supo toda la verdad respecto de Sylvie.
Tal vez François puso un calor excesivo en su alegato en favor de Sylvie, y su actitud fue interpretada como el eco de una pasión; el caso fue que Sylvie sorprendió un relámpago de malestar bajo las cejas súbitamente fruncidas de la joven duquesa que, en el instante inmediatamente anterior, la acogía con benignidad. ¿Estaba también ella enamorada de su antiguo compañero de infancia, de la lejana época en que los Vendôme pasaban en Belle-Isle algunas semanas de veraneo?
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