Mientras Beaufort permaneció en la isla todo fue bien, pero apenas se alejó su barca, instalaron a Sylvie en el pabellón que había al fondo del jardín.
Tal vez ella lo hubiese preferido a la atmósfera fría del palacio si no se hubiera decretado que los postigos no debían estar nunca abiertos «por prudencia, a fin de que vuestra presencia pase inadvertida a visitantes eventuales». La duquesa decidió, además, que su estado exigía aislamiento. La antigua Sylvie habría protestado con vehemencia, pero se vio obligada a aceptar las imposiciones de quienes le daban hospitalidad. Y allí permaneció, custodiada por la vieja Maryvonne, taciturna y silenciosa, que no la entendía y a la que tampoco ella entendía. Y también por Corentin que, por su parte, hablaba a la perfección la lengua bretona. Impotente y desolado, intentó plantear algunas objeciones pero se le dio a entender que si las nuevas disposiciones no le gustaban, siempre le quedaba la opción de marcharse.
El criado había llegado a pensar en ir al galope hasta París para poner a Beaufort al corriente de lo que ocurría, pero ¿cómo abandonar a su suerte a un ser tan frágil y dolorido? ¿Encontraría a Beaufort al final del camino? Y sobre todo, ¿creería él lo que iba a contarle? Una vez había dado su amistad, a François le costaba mucho retirarla. Para él los Gondi eran personas maravillosas ligadas a las bellas imágenes de la infancia, y sin duda estaba convencido de haber tomado la mejor decisión para el bien de Sylvie. De modo que, mientras la pobrecilla languidecía convencida de que François la había abandonado, el infeliz Corentin se esforzaba en impedir que ella se hundiese más y más, cosa que fue haciéndose cada vez más difícil. ¡Qué alivio, entonces, ver llegar a Jeannette y al escudero de Beaufort! ¡Verdaderamente, ya era hora!
Más tarde, mientras Ganseville regresaba al castillo para acabar de arreglarlo todo con Gondi, Jeannette hacía milagros. Había abierto los postigos, se había procurado todo lo necesario para lavar a fondo a su joven ama, que lo necesitaba mucho, la había obligado a tomar un poco de sopa y algunos bizcochos que Corentin había ido a buscar a las cocinas, y luego, apartando de un empujón a la vieja Maryvonne cuando quiso impedirlo, llevó a Sylvie, ataviada con un vestido púrpura y bien peinada, a dar un breve paseo bajo los árboles para «enseñarla de nuevo a respirar» aprovechando la aparición de unos rayos de sol. En cuanto a Pierre de Ganseville, se multiplicó.
A la mañana siguiente, un carricoche utilizado para el aprovisionamiento del castillo fue a buscar a Sylvie y Jeannette, con los pocos enseres que poseían. Ganseville conducía.
— ¿Adónde vamos? -preguntó Jeannette-. Y ¿dónde está Corentin?
— Está en el sitio al que vamos, ocupado en terminar los preparativos para recibiros.
— ¿Abandonamos esta casa? -preguntó Sylvie con un acento de esperanza muy parecido a la alegría.
— Si monseñor François hubiera podido suponer que os encerrarían ahí dentro, nunca os habría traído a este lugar, puedo asegurároslo. Es lo mismo que le he dicho al señor de Gondi, el cual no sabía nada del estado al que os habían reducido. En adelante, viviréis en una casa propia, al otro lado del pueblo y la ciudadela, lejos de este castillo. Os encontraréis mejor y tendréis libertad.
La marcha tuvo lugar en presencia únicamente de la vieja criada. La duquesa, a un tiempo aliviada y molesta, no apareció. En cuanto al duque, se había trasladado a Locmaria, en el extremo oriental de la isla, para inspeccionar unas fortificaciones que estaba construyendo allí. Sylvie estaba contenta de apartarse de aquella mujer que había prometido a François velar por ella. Cualquier lugar adonde fuera, incluso una choza, sería preferible al hogar de la duquesa.
Pero no se trataba de una choza, sino de una pequeña casa construida antaño por los monjes de la abadía de Quimperlé cuando, antes que los Gondi, poseían Belle-Isle. A Sylvie le gustó desde el primer momento.
Situada junto a un bosquecillo de pinos que dominaba una cala, constaba de una gran sala y tres pequeñas habitaciones que habían sido en tiempos celdas monásticas. Sin duda los monjes habían sido personas desconfiadas, porque su residencia estaba protegida por una sólida puerta, rejas de hierro forjado en las ventanas y un alto murete alrededor de lo que había sido un jardín. Además, un molino desplegaba sus aspas a la misma altura, en el otro lado de la playa.
Sylvie dio un gritito de alegría al descubrir el inmenso panorama de rocas y agua que se extendía a sus pies. La marea baja dejaba al descubierto las piedras planas de la punta de Taillefer que avanzaba profundamente hacia el norte, como para enlazar con las defensas naturales, las rocas y los bajíos de la península de Quiberon. Entre una y otra, un brazo de mar con fama de peligroso, la Teignouse, permitía el paso de los buques. Eran todos nombres que Sylvie desconocía aún, pero que muy pronto iban a serle familiares. Empezando por el lugar mismo en que se encontraba.
— Se llama puerto del Socorro -le explicó uno de los dos aldeanos que Corentin había reclutado para ayudarle a instalar la nueva casa-. El nombre se debe a que aquí era posible encontrar la ayuda de los monjes contra las miserias del naufragio y las enfermedades de la tierra.
— ¿Por qué se marcharon los monjes?
— No se entendían bien con los soldados de la ciudadela. Y además el priorato está ahora en Haute-Boulogne, de dónde venimos. No tenían nada que hacer aquí.
Después de informarse, Sylvie fue a sentarse sobre una roca para contemplar el paisaje. En adelante iba a vivir frente al mar, compartiendo su respiración, al ritmo de sus humores violentos o perezosos, y se encontraría así más próxima a François, que tanto amaba el gran océano que había acunado sus sueños de niño: «Es en Bretaña donde está más bello. No puede comparársele el Mediterráneo, tan azul, sedoso y pérfido -decía quien llevaba entonces el título de príncipe de Martigues-. El mar del sur es mujer, el océano pertenece a los héroes, ¡es varón, es el rey! Cuando estoy frente a él, puedo pasar horas contemplando sus azules, sus verdes, sus grises, sus estallidos nevados y su poderoso oleaje…» Sí, Sylvie se encontraría bien en ese lugar mientras esperaba a que su vida rota recuperase un curso más normal…
La brisa que soplaba de tierra le llevó un grato aroma de pescado a la brasa y despertó un apetito que creía desaparecido para siempre. Se levantaba ya para seguir la dirección que le indicaba su olfato, cuando encontró a Ganseville, que bajaba por el camino.
— Venía a buscaros -dijo de buen humor-. Es hora de sentarse a la mesa. ¿Tenéis apetito?
Obtuvo así la primera auténtica sonrisa, algo maliciosa, de la pequeña Sylvie de otras épocas.
— Sí. Diría más bien que me estoy muriendo de hambre. Pero decidme, señor de Ganseville, esta casa…
— Es vuestra. Tenía órdenes de comprar un pequeño inmueble en el que os sintierais verdaderamente en vuestra casa. Monseñor se ocupó únicamente de lo más urgente al traeros aquí, y pensaba volver en persona. Por mi parte, he cumplido ya mi tarea y partiré con la marea de la tarde.
— ¿Vais a reuniros con él?
— Sí, en algún lugar de Flandes. Sé que me espera con impaciencia, pero esta vez os dejo en buenas manos.
— ¡Una cosa más, señor de Ganseville! ¿Sabéis algo del caballero de Raguenel, mi padrino, que estaba en la Bastilla?
— Claro que sí. Salió de allí, y ahora que le hemos tranquilizado respecto a vos, todo va mejor para él…
— ¿Vendrá aquí?
— No. Sería una grave imprudencia. Tiene que llevar luto y desempeñar su papel. Ni siquiera nos hemos atrevido a permitir que os escriba: habríamos podido ser detenidos de camino…
— Esperaré, entonces. -Sylvie suspiró, y añadió-: Si por casualidad lo veis, decidle que le quiero…
— Y a monseñor ¿qué debo decirle?
Ella se ruborizó, como si toda la sangre le hubiera ascendido al rostro.
— Nada… No, no le digáis nada. El lo sabe todo… o al menos eso espero…
Al día siguiente, sentada en aquella misma roca que había adoptado de forma definitiva, Sylvie no vio la embarcación de Ganseville salir del puerto en dirección a Piriac: el promontorio que coronaba la ciudadela impedía la vista en esa dirección, pero no sintió pena por ello. Un poco de envidia sí, porque él iba a reunirse con François, y sobre todo una inmensa gratitud, pues sin su intervención ella habría seguido pudriéndose en aquel horrible pabellón de los postigos cerrados. Ahora intentaría revivir, si conseguía derrotar definitivamente la angustia que todavía la asaltaba por las noches.
¿Se repetiría la horrible noche vivida en La Ferrière? Si así fuera, Sylvie sabía que, a pesar de todos los principios cristianos recibidos en la casa de Madame de Vendôme, no tendría valor para seguir con vida, y las olas transparentes de aquel bien llamado puerto del Socorro se la llevarían un atardecer, a la hora en que el sol se pone…
Alguien más pensaba lo mismo en ese mismo momento. Sentada en el umbral de la casa, con una ensaladera sobre las rodillas, Jeannette desvainaba unas habichuelas con gesto maquinal. Su mirada no se apartaba de la delgada silueta vestida de gris sentada en la roca. Sylvie mejoraba, eso era indiscutible. Su llegada y la de Ganseville habían conseguido que recuperara algo de energía. Comía bien, pero las noches seguían siendo malas. ¿Qué sucedería si se encontraba encinta?
Corentin, que volvía del cuarto trastero con una brazada de troncos, se detuvo en la esquina de la casa para observar a su vez a Jeannette: ésta había dejado de desvainar y, con el cuello estirado y el rostro crispado, miraba a Sylvie. Entonces se acercó.
— Sé en lo que piensas -dijo-. Ya es una mujer como las demás, y es posible que una violación tenga consecuencias.
— Sí -contestó Jeannette sin moverse-. Y estoy segura de que esa idea la obsesiona. Por las noches tiene pesadillas y no sabe dónde está; la violencia que ha sufrido y su herida sin duda han trastornado sus reglas… pero ¿hasta qué punto? Ya han pasado seis semanas desde aquello. ¿Qué haremos, en caso de que…? Y sobre todo, ¿qué hará ella?
— Oh, eso puedo decírtelo: se matará. Ya quería hacerlo cuando la recogimos… en el estanque de Anet. Y aquí… -añadió señalando con el mentón la extensión azul coronada de espuma-. Nuestro deber está claro: hemos de vigilarla en todo momento.
— ¿Y si nuestros temores estuvieran fundados?
— Puedes figurarte que, desde que estoy aquí, me he informado. Hay una guarnición, y por consiguiente tentaciones para las muchachas. Parece que no muy lejos de aquí una mujer se ocupa de esas cosas. Vive en una cueva. Al parecer en la isla hay aún muchas brujas. Todavía se adora a los viejos dioses celtas.
— ¿Crees que ella nos permitirá que la llevemos allí?
— Lo haremos por la fuerza si es preciso. Si le ocurriera una desgracia, el señor caballero y monseñor Fran-§ois no nos lo perdonarían.
Jeannette se encogió de hombros.
— El señor de Raguenel desde luego, pero no estoy tan segura de monseñor François. Está demasiado ocupado con la reina para dar a nuestra Sylvie otra cosa que afecto y compasión…
Corentin sacudió la cabeza y torció los labios con aire de duda.
— Ella le importa más de lo que él mismo cree. Si lo hubieras visto cuando la encontró en el camino y supo… Creí que se volvía loco. ¡Y en La Ferrière no dio cuartel!
— Habría hecho lo mismo por una hermana pequeña o una prima.
— ¡No con esa furia! Si quieres saber lo que pienso, todavía está deslumbrado por la reina, pero ella tiene quince años más que él, y un día dejará de verla de la misma manera.
— Quizá. Pero ¿y Madame de Montbazon? Ella no tiene quince años más que él, sino sólo cuatro, y es bella, muy bella…
— No creo que sea su amante. La corteja para dar celos a la reina. Por lo demás, entre el amor y la cama hay diferencias… ¡Ocúpate de tus asuntos! Ahí vuelve…
Sylvie dejaba la playa y subía los peldaños rústicos que conducían a la casa. Parecía estar contando algo con los dedos…
Seis días después, seguía contando. Hiciera el tiempo que hiciera, permanecía durante horas sentada en la roca, envuelta en la amplia capa negra de las isleñas, mirando el mar con ojos de sonámbula. Comía poco, dormía aún menos y enflaquecía de nuevo. Intranquilos, Jeannette y Corentin se las arreglaban para que al menos uno de los dos la tuviera siempre a la vista, y sin que ella lo supiese velaban por turnos durante la noche ante la puerta de su dormitorio, la única salida posible porque la ventana, con su reja de hierro, ofrecía un hueco demasiado estrecho para pasar por él. Sin embargo, ninguno de los dos se atrevía a tratar con ella el angustioso tema, el único que podía trastornarla hasta ese punto.
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