— Tendremos que decidirnos -dijo una mañana Corentin, que, con un cesto al brazo, se disponía a bajar al mercado de Le Palais-. No podemos continuar así. Esta noche le hablaré.
— Me toca a mí hacerlo, pero tengo miedo. ¿Y si esa mujer lo hace mal? También es posible morir de eso…
Jeannette dirigió una mirada desolada a la puerta cerrada detrás de la cual se suponía que Sylvie estaba durmiendo. Corentin la atrajo hacia sí y la abrazó.
— ¿Prefieres que se mate ella misma? Créeme, no nos queda mucho tiempo…
No les quedaba ya ninguno. En su pequeña habitación, desde la que lo había oído todo, Sylvie acababa de decidirse a terminar de una vez. No quedaba la menor duda sobre su estado: en unos meses, si no hacía nada para evitarlo, daría a luz lo que no podía ser sino un monstruo. No sabía todavía lo que planeaban Jeannette y Corentin, pero no confiaba en otra liberación que la muerte. Se preparó, escribió una breve nota que dejó bien visible sobre la cama, se vistió y esperó a que el chirrido de la puerta de entrada le indicara que Jeannette, creyéndola aún dormida, había salido para ir, como cada lunes, a poner la colada en remojo en el trastero donde Corentin le había instalado una especie de lavadero.
En cuanto oyó aquel leve ruido, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera de la casa, en lugar de bajar hacia las rocas se internó en el pinar después de saltar el murete, y se dirigió hacia el norte, donde la costa formaba un promontorio rocoso a cuyo pie rompían las olas. Al salir del bosque, echó a correr a través de la landa. Hacía un día gris, más bien templado, aunque los vientos recorrían la isla formando torbellinos. A su izquierda el mar estaba revuelto, con innumerables crestas blancas, y las gaviotas, sintiendo tal vez que se acercaba una tormenta, huían como flechas en busca de un refugio. Sylvie sonrió: ella iba a encontrar enseguida ese abrigo, y le gustaba que fuera en aquel decorado que las retamas empezaban a dorar. En pocos días todo estaría amarillo, aquel tono que a ella siempre le había gustado y que tan bien le sentaba. Ya no tenía miedo ni vergüenza. Se sentía liberada, hasta tal punto la toma de una decisión difícil remueve las cargas más pesadas. Pensaba también que, si Dios le perdonaba haber elegido la hora de su fin sin pedirle permiso, tal vez permitiese a su alma velar sobre su querido François. El Señor, en su bondad, no podía permanecer insensible al gran amor que albergaba su corazón y al que iba a sacrificar la envoltura carnal que otro hombre había manchado.
Un sendero se abría a su derecha, entre rocas orladas por líquenes blancos. Ella sabía perfectamente adonde conducía, y se adentró en él, más aprisa ahora por el temor de que Jeannette se hubiese dado cuenta de su fuga. Sus rápidas piernas corrían con ligereza, y pronto vio la abertura que, como bien sabía, se abría al vacío.
Sin embargo, cuando estuvo en el borde, se detuvo para contemplar por última vez al magnífico paisaje marino y aspirar una gran bocanada de aire con sabor de algas y sal. Abrió los brazos y el viento hinchó su capa como si fuera la vela de un navío. Iba a lanzarse cuando algo le cayó encima y tiró de ella hacia atrás. Creyó que era Jeannette y lanzó un grito de desesperación mientras se debatía:
— ¡Déjame! ¡Te lo ruego, déjame! No tienes derecho a impedirme…
La tela que habían arrojado sobre su cabeza para apartarla del vacío ahogó su voz. Cuando se la quitaron, estaba tendida de través en el sendero y un curioso personaje estaba arrodillado encima de ella. Era un hombrecillo ridículo de cabellos hirsutos y nariz en forma de silla de montar. Al reconocerlo no pudo disimular su estupefacción.
— ¿El señor abate de Gondi…? ¡Oh, Dios mío…!
— Ya era hora de que os acordarais de Él, pequeña desgraciada que tan gravemente ibais a ofenderle. ¡Pero…, pero yo también os conozco! Sois… la protegida de Madame de Vendôme, Mademoiselle de… de l'Isle -concluyó en tono triunfal-. ¿Qué diablos estáis haciendo aquí? No iríais a…
— ¡Sabéis muy bien que sí, puesto que me lo habéis impedido! -exclamó ella, en un repentino acceso de cólera-. Pero ¿por qué os entrometéis?
— Porque es una cuestión que afecta a todo hombre honrado, sobre todo si además es un hombre de Iglesia. ¿Queríais realmente morir, tan joven, tan encantadora?
— No hay edad ni encanto que valgan cuando se está desesperada… ¡Marchaos, señor abate, y olvidad que me habéis visto!
— ¡De ninguna manera! Volveréis conmigo y…
Ella se levantó con la agilidad de una gata y lo rechazó con un gesto brusco. Él estuvo a punto de caer, pero consiguió agarrar la capa negra, cuyo cierre empezó a estrangular a Sylvie. Ésta se debatió con más energía cuando advirtió que, aprovechando esa ventaja, él le echaba los brazos encima.
Aunque pequeño, Gondi era más fuerte que una muchacha de dieciséis años. Además, sus músculos estaban bien ejercitados, ya que practicaba con asiduidad la esgrima y la equitación. Sin embargo, la lucha no se decidió durante unos instantes, debido a la rabia con que defendía Sylvie su mortal proyecto. Los dos rodaron por el suelo sin que ninguno llegara a tomar ventaja sobre el otro, y sin darse cuenta de que llegaban al borde del sendero. Y entonces, de repente, no hubo nada por debajo de ellos. Enlazados, cayeron…
3. Un amor tan grande…
A partir del 28 de agosto, toda Francia empezó a rezar para obtener del Cielo el parto feliz de la reina, próxima ya a salir de cuentas, pero también y sobre todo para que diera a luz un delfín. El Santo Sacramento estuvo expuesto día y noche en las iglesias de París, y grandes rogativas públicas marcaron el inicio de una espera que los médicos estimaban que se prolongaría de ocho a diez días.
No sucedía lo mismo en el Château-Neuf de Saint-Germain, que Ana no había abandonado desde el inicio de su embarazo. Ante la inminencia del parto, se preparaba alojamiento para los príncipes y las princesas que habían de asistir al acontecimiento. El rey, atrincherado en el Château-Vieux, [5] se consideró demasiado cercano todavía a aquel barullo y se retiró por dos días a su mansión de Versalles. Por su parte, el cardenal había marchado a Chaulnes.
En el centro de toda aquella agitación, Marie de Hautefort velaba a la reina como una loba a sus pequeños. Si el rey se había alejado, era en buena medida para escapar de su humor agresivo. En efecto, había vuelto a caer bajo el influjo de sus encantos: después del ingreso en el convento de su único amor verdadero, Louise de La Fayette, Luis XIII había buscado un hombro amigo sobre el que llorar y había vuelto a su anterior amorío. Pero el hombro que encontró estuvo lejos de mostrarse compasivo: dedicada enteramente a la reina, la orgullosa joven abusó cruelmente de su poder para hacer pagar a aquel hombre triste y enfermo todos los desprecios que Ana de Austria había sufrido de él, y en particular el drama del año anterior. [6] Y aquella agotadora sucesión de riñas y reconciliaciones resultaba tanto más penosa por el hecho de que en ella no intervenían para nada los sentidos. La joven dama de compañía no estaba en absoluto dispuesta a entregarle su virginidad, y por su parte él no se atrevía a pedírsela siquiera, por crueles que fueran en ocasiones los tormentos del deseo.
Aquel día, Mademoiselle de Hautefort -a la que llamaban Madame debido a su cargo-, en pie junto a una ventana, veía llegar una tras otra las grandes carrozas que traían a las altas damas emparentadas con la familia real: la princesa de Condé y su hija la encantadora Anne-Geneviève, la condesa de Soissons, la duquesa de Bouillon, la pequeña Mademoiselle, hija del hermano del rey Gastón d'Orléans, y finalmente la duquesa de Vendôme y su hija Elisabeth. El patio de honor se llenaba de ruido y colores realzados por el oro o la plata. El panorama era fastuoso: parecía como si los jardineros hubieran decidido de repente volcar delante del Grand Degré todo el contenido de sus parterres, incluida la música que les era propia: la de los pájaros… Las princesas llegaban todas juntas como si se hubieran dado cita previamente, pero los únicos hombres que las acompañaban eran sus servidores: lacayos, cocheros u otros…
— Asombroso, ¿no crees? -dijo detrás de la joven una voz divertida-. El rey sólo ha autorizado a las damas: Monsieur, su hermano, no será llamado hasta el último momento. El duque de Bouillon y el Condé de Soissons, los dos en rebelión abierta, están fuera del reino, y el duque de Vendôme sigue exiliado en su castillo de Chenonceau, donde su hijo Mercoeur le hace compañía. En cuanto a su otro hijo, Beaufort, acaba precisamente de regresar de Flandes con una pierna entablillada, y el rey no quiere verlo.
Marie abandonó su puesto de observación para tomar del brazo a Madame de Senecey, la fiel dama de honor de la reina, y suspiró:
— Sí, me temo que la corte no sea un lugar muy alegre en estos tiempos. El rey no para de escribir al cardenal que ya tiene ganas de que la reina dé a luz para poder irse de aquí… ¡y ni siquiera contamos ya con las canciones de nuestra pequeña Sylvie para alegrar el ambiente!
— ¿La echáis de menos?
— Sí. La quería mucho y me enfurece que no se haya intentado averiguar a fondo las circunstancias de una muerte tan extraña. Me niego a creer que se diera muerte a sí misma; no es propio de ella. Me inclino más a pensar… -Calló y se mordió el labio.
— Y bien, ¿qué es lo que pensáis?
— No… nada. Una idea sin sentido…
Tenía confianza en su compañera, pero no hasta el punto de hacerla partícipe del secreto de la alcoba de la reina, un secreto que compartían únicamente tres personas: Pierre de La Porte, en el exilio desde su salida de la Bastilla, ella misma y Sylvie. Era extraño, sin embargo, que la niña hubiera desaparecido después de una larga entrevista con Su Eminencia, y Marie se sentía inclinada a pensar que las mazmorras subterráneas de Rueil tal vez no eran únicamente una leyenda. Si Richelieu sospechaba alguna cosa respecto de las relaciones de la reina con Beaufort, no pararía hasta haber eliminado a todas las personas que compartieran el secreto. Sobre todo si el niño que estaba a punto de nacer era un varón. Ahora bien, Sylvie había muerto y La Porte parecía haber desaparecido. Tal vez ella misma se estuviera beneficiando simplemente del aplazamiento de una condena ya dictada. ¿Bastaría el amor del rey, al que maltrataba con tanta dureza, para defenderla de los esbirros del cardenal, si nacía el tan deseado delfín? Nunca la había asustado el peligro, ¡pero los palacios reales estaban tan llenos de ratoneras y de servidores venales! Quedaba todavía Beaufort, el peón principal; pero debido a su temerario arrojo, sería fácil matarlo en algún campo de batalla. El también se había desvanecido al mismo tiempo que Sylvie. Se decía que había aterrizado en París unas semanas más tarde, pero una orden real le había enviado de inmediato a Flandes. ¿Seguía aún allí?
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