Pero era periodista, se recordó Sloane. Quería empezar una nueva vida y buscaba la noticia que lo lanzara a la fama. De eso se había dado cuenta ella sólita. Y si ese hecho no bastaba para inclinar la balanza en contra de confiar en él o de enamorarse más de lo que ya lo estaba, su futuro sí. En cuanto solucionara el lío en que estaba metida, Sloane quería casarse y tener hijos, así como continuar su carrera profesional de diseñadora, que había dejado relegada. Pero Chase Chandler había dicho claramente que en las relaciones siempre usaba protección y que no quería hijos.
Palabras que ni siquiera ella era capaz de olvidar.
Samson la esperaba en algún lugar. Con la lista de inconvenientes sobre Chase en mente, y aprovechando que él se estaba duchando, salió por la puerta.
Mientras aparcaba delante del Crazy Eights, un salón de billar y bar poco recomendable de los barrios bajos de Harrington, el pueblo contiguo a Yorkshire Falls, Chase se planteó las opciones que tenía, y una de ellas era estrangular a Sloane. Con las brillantes luces de neón y las motocicletas aparcadas delante, el local no atraía a clientes distinguidos y no era lugar para una señorita, y mucho menos para la hija del senador Carlisle.
Al salir de la ducha y no encontrar más que silencio, se dio cuenta de que había huido y se maldijo por haber tenido semejante descuido. Había insistido demasiado en «ellos» y ella se había rebelado. Tenía un objetivo claro con respecto a Samson, y Chase tenía el presentimiento de que se había ido a buscarlo. Como no sabía por dónde empezar, había llamado a Izzy y a Norman, las únicas personas que sabía que habían estado en contacto con Sloane aparte de él, su hermano Rick, su madre y Eric.
Norman le había hablado del local preferido de Samson, algo de lo que Chase no estaba enterado. En cuanto entró en aquel antro e inhaló el olor a cerveza rancia, vio la enorme cantidad de humo acumulada v pasó junto a hombres tatuados y sus chicas moteras, deseó haber seguido ignorándolo.
Entrecerró los ojos para ver a través de la cortina de humo y la acumulación de gente, incluso más densa, buscando la camiseta blanca de Sloane entre aquel mar de cazadoras de cuero negras, o un atisbo de su pelo rojizo. Al final la encontró al fondo, junto con los habituales del lugar. Sloane estaba jugando al billar con un par de viejos que parecían estar enseñándole el juego. Al lado de la pinta que tenían los moteros del bar, aquellos hombres parecían bastante inofensivos, y Chase decidió observar antes de interrumpir.
Permitir que se relacionara con aquellos tipos sin inmiscuirse iba en contra de todos sus instintos; se agarró a la fría barandilla cromada para asegurarse de que no se movía. Se dijo que estaba allí porque le había prometido a Madeline que cuidaría de Sloane, pero sabía que era mentira. Se sentía posesivo y protector, y no sólo por la promesa que le había hecho a la madrastra, o por esos eróticos gemidos que Sloane emitía cuando la tocaba.
Aquella mujer tenía algo que activaba sus instintos masculinos más primarios. La deseaba, quería protegerla y necesitaba conocer sus secretos. No necesariamente en ese orden ni porque estuviera metiéndose en líos.
Sloane se dispuso a jugar y se inclinó sobre la mesa. Se le subió la camiseta dejando a la vista un trozo de espalda, aparte de un tentador atisbo de encaje que asomó por la cinturilla de talle bajo de sus vaqueros. Menos mal que los hombres mayores que le enseñaban eran demasiado viejos como para fijarse o para que les importara. Se los veía contentos de tener una nueva colega para jugar al billar y su feminidad no parecía importarles demasiado. Chase deseó poder decir lo mismo. Cielos, deseó que los moteros que rodeaban la mesa de billar para contemplarla pudieran decir lo mismo. Incluso vestida con ropa informal, destacaba entre todas las mujeres. Chase meneó la cabeza y apretó los dientes para sentir dolor y centrarse en algo que no fuera sacarla de allí para impedir que ningún otro hombre mirara lo que consideraba suyo. Idea cavernícola totalmente ajena a él.
Dios, pensó, pasándose la mano por delante de los ojos. No quería lidiar con esos sentimientos nuevos e inquietantes. Ni entonces ni nunca. Y teniendo en cuenta que tenía una misión que cumplir, es decir, vigilar a Sloane, no tenía por qué. Además, no averiguaría nada sobre el motivo de su presencia en Yorkshire Falls si montaba una escena y se la llevaba a rastras a casa. Como periodista, tenía que estar al acecho de la noticia que intentaba ocultar. Chase relegó todas las ideas posesivas sobre Sloane a los lugares más recónditos de su mente y se dispuso a seguir observando.
Sloane dio un golpe, uno difícil para cualquier novato, y entonces se dio cuenta de que no le hacían falta las lecciones que aquellos vejestorios, tan contentos, estaban dándole. En la sala se oyeron silbidos de aprobación. Chase se preguntó si se debían a su destreza en el juego del billar o a la forma en que la camiseta se le ceñía a los pechos, mientras los labios dorados del estampado adoptaban un tono púrpura bajo las luces de neón.
– Oye, Earl. Me parece que la chica aprende muy rápido. -El comentario y la carcajada subsiguiente procedían de los laterales.
El llamado Earl negó con la cabeza y echó los hombros hacia atrás, convencido de su habilidad.
– Lo que pasa es que soy el mejor maestro del lugar. -Se rió y Chase se dio cuenta de que le faltaba uno de los dientes delanteros.
– Eres un imbécil. Te ha dejado sin bolas que golpear. Ningún hombre debería jugar por dinero con una mujer ni permitir que te supere -intervino un hombre vestido de cuero negro con un pañuelo atado alrededor de la cabeza. -Samson es todo un experto en sacarles dinero a éstos. Y tú eres como él -le dijo a Sloane. -¿Cómo dices que lo conociste?
Chase se acercó, porque a él también le interesaba la respuesta.
– No he dicho nada. Pero ya que te interesa, es un viejo amigo de la familia. -Pero Sloane no miró a ese hombre ni le hizo el menor caso mientras se colocaba para golpear con el taco de nuevo. Esta vez falló una bola excesivamente fácil y, con un gesto, le indicó a Earl que era su turno.
El hombre metió la bola y las dos siguientes, por lo que acabó la partida. Sloane alzó las manos en señal de derrota.
– Tú ganas.
Earl profirió un grito y aceptó una palmada en la espalda de otro viejo con menos dientes que él. Mientras tanto, Sloane se introdujo la mano en el bolsillo y extrajo un puñado de billetes arrugados que lanzó sobre el tapete verde.
– Buena partida, Earl. Gracias por enseñarme. No le he tomado el pelo a nadie -dijo por encima del hombro.
– La señorita te está llamando idiota, Dice -intervino otro motero, riéndose de su amigo.
Chase hizo una mueca. Meterse con esos tíos no había sido una decisión acertada.
Pero el desdentado Earl se rió, satisfecho por el cumplido. Probablemente no le ocurriera muy a menudo. Chase debía reconocerle el mérito a Sloane, porque se comportaba como si estuviera en su salsa, tan cómoda ahí como con su padre senador. Le había impresionado su desparpajo, pero, aunque ella aún no fuera consciente, él sabía que el motero no iba a dejarla marchar así como así. Por una parte, le gustaba lo que veía, y por otra, lo había dejado en evidencia delante de sus amigos.
Sloane dejó el taco en el suelo y se apoyó en él, antes de dirigirse a Earl.
– ¿Dices que Samson probablemente venga por aquí el viernes por la noche? El asintió.
– Suele venir a eso de las ocho.
– Eso suponiendo que tenga pasta en el bolsillo -añadió alguien.
Todo lo cual sonaba típico de Samson, pensó Chase.
– Me aseguraré de que el viernes estés aquí para saludarle -dijo Dice, saliendo por fin de la penumbra, aunque no es que tuviera precisamente un aspecto digno de admirar. Llevaba la típica cazadora de cuero, tenía demasiado vello facial y lucía una enorme barriga cervecera. Era mucho más corpulento que Sloane y podía partirla en dos con una sola mano.
Chase gimió. Se había acabado su papel de observador. Se irguió y se acercó a la mesa con paso decidido.
– La señorita ya tiene plan para el viernes por la noche.
– ¿Ah, sí? -preguntó Sloane claramente sorprendida. Pero a juzgar por el destello de su mirada, no le desagradaba verlo.
Dice le quitó el taco de la mano y lo lanzó al otro lado de la sala.
– No parece que quiera estar contigo, guaperas. -Se acercó a Chase y ocupó un espacio enorme con su cuerpo. Sus amigos se apiñaron a su alrededor para demostrar que pensaban apoyar a su colega.
– ¿Cómo me has encontrado? -le preguntó Sloane en voz baja.
– Me parece que es mejor no perder el tiempo hablando o tu amiguito querrá reivindicar sus derechos.
– ¿Igual que tú reivindicas los tuyos? -Sloane bajó la mirada y vio el brazo con que le había rodeado los hombros en actitud posesiva. Había empezado a tiritar.
«Bien», pensó Chase. Por fin se había dado cuenta de que no podía ir así por la vida, y esa constatación, acompañada de temor, quizá la ayudara a evitar cometer otra estupidez.
– Estoy con él -dijo Sloane señalando a Chase pero hablando con Dice.
El cruzó sus fuertes brazos sobre el pecho y asintió.
– Muy bien. -Hizo caso omiso de Sloane y repasó a Chase de arriba abajo. -Si la chica es tuya, me retiraré, pero teniendo en cuenta que la posesión del balón es lo que cuenta y yo la he encontrado aquí sola, necesitaré alguna prueba.
A Chase le parecía imposible que el tío ocupara más espacio, pero sin embargo lo logró, acercándose. Apestaba a cerveza y humo y a saber qué más.
– ¿Es de tu propiedad o no? -preguntó Dice.
Chase notó cómo Sloane tensaba los músculos.
– Que te lo diga ella, que sabe hablar.
Mierda.
Dice frunció el cejo.
– Cinco minutos tumbada debajo de mí y no tendrá fuerzas para hacerlo. -Seguía sin dirigirse directamente a Sloane y sólo hablaba con Chase, como si éste ostentara los derechos sobre la mente y el cuerpo de Sloane.
Los amigos de Dice se reían desde detrás de él, un sonido amenazador que garantizaba apoyo al motero si lo necesitaba.
Chase le clavó los dedos en los hombros y dijo:
– Normalmente la controlo y no es tan bocazas. Pero la tía se me ha escabullido mientras yo echaba un meo. Pero ahora que la he encontrado, no dudes que le daré una lección.
Dice asintió en señal de aprobación, pero Sloane se estremeció, ansiosa por meter baza. Chase se le acercó más y notó la fragancia del champú. Se excitó sin remedio a pesar de las circunstancias.
«¡Qué oportuno!», pensó, y contuvo una carcajada. De todos modos, tenía que reconocer que Sloane había aportado aventura a su vida en un momento en el que buscaba un cambio.
– Sé amable -le susurró de forma que sólo lo oyera ella- o no saldremos de aquí sin pelea. -Y él quería seguir manteniendo los huesos enteros.
– Vale -musitó ella, aunque Chase sabía que luego se lo haría pagar. Mientras tanto, estaba lo suficientemente agradecida por su intervención como para quedarse callada.
– Oigo un montón de cháchara y de excusas pero no he visto pruebas de la posesión. -Dice apoyó una mano en la mesa de billar. -Y, como he dicho, ésta es la norma que tenemos aquí. -Asintió hacia Chase. -Demuestra que es tuya, y yo y mis chicos os dejaremos el camino libre.
Chase echó un vistazo a Sloane, que lo miraba con los ojos bien abiertos porque no sabía qué venía a continuación. Si bien Chase no solía frecuentar ese tipo de antros, sabía perfectamente qué esperaba Dice. Separó la mano del hombro de Sloane para cogerla de la mano y luego le dio la vuelta para colocarla encima de la mesa de billar.
Chase apoyó las manos en el borde de madera lleno de marcas y la cubrió con su cuerpo. Olió su aroma y notó su calidez. Teman público, lo cual lo excitaba aún más. Por primera vez, ella parecía pequeña y asustada, e intentaba escabullirse en vez de acurrucarse contra él. Sin embargo no pensaba hacerle daño, nada más lejos de su intención. Iba a marcar su territorio y luego hacer que se sintiera segura, si es que ella consideraba que estar a solas con él era seguro. En esos momentos, estaba tan enfadado por el hecho de que ella se hubiera metido en aquel lío, que ni siquiera confiaba en sí mismo. Pero antes de preocuparse por si le entraban ganas de matarla, tenía que hacerla suya.
La miró de hito en hito y, cuando ella le devolvió la mirada, en seguida se dio cuenta de sus intenciones, porque el temor desapareció y cedió el paso a la confianza. Y, maldita sea, a un atisbo de excitación. Deseo. Lujuria.
– Un hombre tiene que portarse como un hombre -musitó Chase; entonces tomó aire y hundió la boca en la de ella.
CAPÍTULO 07
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