Exhaló un suspiro, cogió un traje chaqueta azul pastel de Chanel y lo colocó encima de la cama. Aunque no era su estilo preferido, esa opción conservadora resultaba mucho más adecuada para la hija mayor del senador Carlisle. Aunque Sloane solía considerarse el bicho raro de una familia de políticos que siempre estaba en el candelero, comprendía la necesidad de pensar antes de vestirse, hablar o actuar, por si la prensa iba a la caza de noticias. Y Sloane siempre se comportaba como su familia esperaba de ella.
Al cabo de veinte minutos y con media hora de antelación, llegó a la suite de su padre. Sus padres se habían establecido temporalmente en un hotel de Washington y habían dejado su casa del estado de Nueva York. Habían decidido organizar una última reunión familiar antes de que empezara el frenesí de los medios de comunicación.
Estaba a punto de llamar a la puerta cuando oyó una voz que susurraba enfadada.
– No pienso quedarme de brazos cruzados y tirar por la borda el trabajo de veinticinco años. -Reconoció la voz de Franklin Page, el jefe de campaña de su padre, su mano derecha y amigo desde hacía mucho tiempo.
Frank solía reaccionar de forma exagerada ante las crisis, y sus bramidos no la asustaron. Levantó la mano para llamar a la puerta, que estaba ligeramente entreabierta, cuando el ayudante de Frank, Robert Stone, habló y evitó que ella entrara.
– ¿Dices que ese Samson afirma ser el padre de Sloane? -resopló con evidente incredulidad.
– Hace algo más que afirmarlo.
Sloane tomó aire sorprendida y apretó los puños. Eso era imposible. Jacqueline y Michael Carlisle eran sus padres biológicos. No tenía motivos para creer otra cosa. Sin embargo, se le encogió el estómago y sintió náuseas.
– ¿Tiene pruebas? -preguntó Robert en voz tan baja que Sloane tuvo que aguzar el oído, y aun así se perdió parte de la respuesta de Frank.
– No las necesita. Michael lo ha corroborado -declaró Frank, esta vez lo suficientemente alto como para que ella lo oyera. -Pero se niega a actuar en su propio beneficio y hacer algo con ese tal Samson. -Se produjo un breve silencio. -Maldita sea, ¿no se te ocurre nada mejor que dejar la puerta abierta? Michael y Madeline están al caer. Ya habrán acabado sus compras. No puede enterarse de lo que hemos planeado.
– ¿De qué se trata?
– Busquemos un poco de intimidad y te lo contaré todo. Ese tal Samson es una amenaza para la campaña. Y hay que eliminar todas las amenazas.
Frank era un gritón, pero nunca profería amenazas porque sí. Sloane tragó saliva justo cuando los otros le cerraban la puerta en las narices, dejándola fuera de la suite de su padre y, si las palabras de Frank eran ciertas, fuera de su propia vida.
Cuando acabaron de cenar, Chase había sido testigo de más felicidad conyugal por parte de su hermano y cuñada de la que era capaz de soportar de una sentada, de modo que, mientras Román se marchaba a casa con Charlotte, que estaba cansada, Chase decidió investigar la vida nocturna de Washington y el ambiente de los solteros. Tras preguntar por ahí, encontró el local perfecto donde relajarse y desconectar.
Pidió una cerveza Miller y examinó el local, que tenía un billar, una pista de baile pequeña y desgastada, varios anuncios de cerveza colgados de las paredes revestidas con paneles de madera, y poca cosa más. Hasta que la puerta se abrió y entró ella, digna de verse, con un vestido tan rosa, tan corto y tan escotado, que tendría que estar prohibido.
Independientemente de lo que pensara su hermano, Chase no era un monje. Había llevado su vida social con discreción por deferencia a su función de padre y, con los años, esa actitud se había convertido en una costumbre. Últimamente se estaba viendo con Cindy Dixon, que vivía en Hampshire, el pueblo contiguo. Eran amigos que habían empezado a acostarse juntos cuando les apetecía, porque ninguno de los dos quería asumir riesgos a su edad y en los tiempos que corrían. El arreglo satisfacía a Chase físicamente pero ya no le inspiraba, así que no le sorprendió que aquella sensual sirena le llamara la atención.
La melena pelirroja le caía en cascada hasta más abajo de los hombros en mechones gruesos que hacían que deseara pasar el dedo por aquel pelo rebelde. Chase agarró la botella con más fuerza y emitió un gemido. Con una sola mirada, ya tenía ganas de conocerla. A toda ella.
– Está como un tren. -El camarero limpió la barra con un trapo. -Debe de ser la primera vez que viene porque, de lo contrario, seguro que me acordaría de ella.
Chase tampoco la olvidaría en un futuro próximo. La combinación de descarada sensualidad de su indumentaria y la vulnerabilidad que denotaba su expresión cuando se aposentó a su lado, le causaron una profunda impresión.
– ¿Qué le pongo? -preguntó el camarero, inclinándose por encima de la barra y acercándose demasiado a ella, en opinión de Chase.
– Hum. -Frunció los labios mientras lo pensaba. -Un whisky escocés solo.
Chase arqueó una ceja, sorprendido. Había imaginado que pediría un cóctel, o una copa de vino blanco con soda.
– ¿Está segura? -preguntó el camarero. -El alcohol puro y duro no sienta bien a un cuerpo menudo como el suyo.
Ella se puso tiesa, claramente ofendida.
– Que yo sepa, el cliente siempre tiene razón -dijo en un tono altanero más propio de los aristócratas o los políticos que de la ninfa que parecía ser.
Chase sonrió de oreja a oreja. Obviamente, podía añadir agallas a su lista de atributos.
– Como quiera -repuso el camarero. -Cuando tenga que confiscarle las llaves del coche, no diga que no se lo he advertido.
– Pues menos mal que he venido en metro -le espetó ella.
– Un tanto para la señora -dijo Chase entre risas.
– Gracias -contestó ella sin ni siquiera molestarse en mirarlo.
El camarero le colocó delante el vaso lleno de líquido ámbar.
– Recuerde que la he advertido. -Se dirigió a otros clientes que estaban al final de la barra.
La muchacha observó el contenido unos momentos antes de olisquearlo y arrugar la nariz.
– Sigue oliendo tan mal como la última vez que lo probé -dijo para sí.
Chase se echó a reír. Otra vez. Dos veces en cuestión de minutos. Todo un récord para él. Un testimonio de la vida austera que llevaba y un homenaje al efecto que esa mujer causaba en él. Estaba más que intrigado.
– Entonces, ¿por qué lo has pedido? -le preguntó.
– Bebida potente para una noche de emociones fuertes. -Se encogió de hombros sin alzar la vista del vaso.
Chase no se ofendió. Era obvio que estaba ensimismada y, a juzgar por sus palabras, dolida.
– Camarero. Póngame lo mismo, por favor -pidió Chase cuando el hombre miró en su dirección.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella sorprendida.
– Acompañarte. Beber solo no es saludable. -Ella por fin lo miró y una ráfaga de energía sexual pura y dura explotó en el interior de Chase, descolocándolo.
Al parecer, no fue el único que se sintió así, porque en la brillante mirada de ella entrevió un atisbo de agradecimiento y de algo más. Chase creía estar preparado para esas situaciones, pero había pasado demasiado tiempo desde la última vez que sintió algo especial por una mujer o por cualquier otra cosa. Desde que había bajado del avión en Washington, hacía unas pocas horas, era como si el mundo se le hubiera abierto y le ofreciera una miríada de posibilidades. Quería que aquella belleza fuese una de ellas.
– Toma, compañero. -El camarero deslizó la bebida en su dirección. -La dejo en tus manos -añadió, refiriéndose a la mujer, antes de atender a la cada vez más numerosa clientela.
Ella se apartó un mechón largo de pelo cobrizo.
– Sé cuidarme sólita.
– No lo dudo. -Chase alzó el vaso y esperó mientras ella hacía lo mismo. -Salud. La mujer ladeó la cabeza.
– Salud. Un momento. Lo correcto es hacer un brindis antes de beber, y yo siempre hago lo correcto. Por… -Se calló mientras se mordisqueaba el carnoso labio inferior.
A Chase se le hizo la boca agua, porque lo que más deseaba en esos momentos era lamer aquellos labios voluptuosos.
– ¿Por? -insistió él.
– Por los secretos sucios de la vida. -Y chocaron sus vasos.
El tintineo resonó en el interior de Chase lo mismo que la angustia que presentía en ella.
– Sé escuchar -dijo él, e inmediatamente se arrepintió. No pretendía ser su amigo, sino su amante.
Atracción instantánea, lujuria instantánea. Nunca antes había experimentado un sentimiento tan fuerte. Y no pensaba reprimirlo. No la noche que representaba el comienzo de su nueva vida. Al carajo su cautela habitual. Había llegado el momento de dejar atrás al noble Chase Chandler y hacer caso de sus deseos.
– Gracias, pero… preferiría no hablar. -El resplandor de su mirada le transmitió que deseaba algo más. Algo de él.
Algo que Chase estaba más que dispuesto a entregar.
Sloane contempló los ojos azules de aquel desconocido. Una mujer podía llegar a perderse en aquella mirada intensa y seria. El hombre tenía un fuego oculto en su interior, algo similar a lo que ardía en su propio fuero interno. Daría cualquier cosa por huir. Y el estómago se le revolvía ante la avalancha de posibilidades.
Se llevó el líquido ambarino a los labios y dio un sorbo sin apartar la mirada de él. Como había tomado whisky en su época universitaria, estaba preparada para el sabor característico y el ardor que se sentía al ingerirlo. Sintió el calor recorrerle las venas, pero más por la mirada de él que por la fuerza del alcohol.
Alzó el vaso y lo unió al de ella con una sonrisa sensual en los labios. Le había dicho que no quería hablar y, por supuesto, él respetó su deseo. A ella le gustó que así fuera. '
El hombre la miró fijamente, con expresión apasionada durante unos instantes. Ella buscó en la profundidad azul de su mirada como si guardara en ella el secreto de la vida. Por supuesto, ese secreto no se encontraba allí, sino en los adultos que ocultaban información a sus hijos. No dudaba de los motivos de Michael Carlisle. En esos momentos le costaba pensar en él como su padre. Pero no le costaba menos pensar que no lo era.
Como todos los padres, siempre había afirmado obrar en interés de sus hijas. Pero Sloane no era una de sus hijas. Y él no tenía por qué habérselo ocultado. Se preguntó qué dirían los medios si se enteraban de que el senador perfecto vivía una mentira.
Estuvo a punto de soltar una carcajada. Sloane Carlisle vivía una mentira. Demonios, Sloane era la mentira. Por consiguiente, no sabía quién era o dónde encajaba. Nunca lo había sabido. Al menos ahora entendía por qué.
Por qué quería liberarse, mientras que su familia se conformaba con los restrictivos límites impuestos por los medios de comunicación y, a partir del día siguiente a esas horas, también por el Servicio Secreto. Por qué odiaba verse obligada a ser conservadora con la indumentaria y respecto a su comportamiento, mientras que su madrastra, hermanas y padre estaban encantados con las convenciones.
Sloane era distinta porque no era una de ellos. No sabía quién era, y esa noche le daba igual. Siempre había habido una mujer desinhibida en su interior, y ahora quería liberar a la Sloane tanto tiempo reprimida.
– Siempre he pensado que se le da demasiada importancia a las palabras -dijo el desconocido.
– Yo también. -Al día siguiente no estaría de acuerdo. Pero esa noche quería olvidar.
Sloane le rozó el brazo a propósito. La electricidad fue abrasadora y le llegó al fondo del estómago mientras las vibraciones de él la rodeaban tentándola. El hombre se acercó más a ella. A sólo un suspiro de distancia. Podían besarse fácilmente y ella sintió deseos de dejar atrás sus inhibiciones.
Sloane Carlisle nunca había sobrepasado los límites del decoro. Salía con hombres conocidos, hombres aceptados por su familia, y no se acostaba con extraños.
Sin embargo, siempre había querido nadar en aguas ignotas. Quedarse fuera después del toque de queda. Abordar a aquel hombre tan sexy y arriesgarse.
Y dado que su voz áspera y ronca enviaba flechas de fuego candente a su interior, estaba dispuesta a aprovechar el deseo que le recorría las venas. Estaba lista para esa aventura.
Inhaló su aroma viril y almizclado, que se mezclaba de forma embriagadora con el toque de alcohol de su aliento y Sloane se humedeció los labios, imaginando que saboreaba los de él.
A Chase se le oscurecieron los ojos por la excitación.
– ¿O sea que estamos en el mismo barco? -dijo él.
El significado de sus palabras estaba claro y ella no quería confundirlo. Colocó su mano encima de la de él, curtida, y entrelazó los dedos con los suyos, fuertes y largos.
– El mismito -reconoció ella con un tono de voz ronco que casi le resultaba desconocido.
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