EL RUBÍ DE JUANA LA LOCA



Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.


Título Original: Le rubis de Jeanne la Folle

Traductor: Clavel, Teresa

Autor: Benzoni, Juliette

©2006, Vergara

Colección: Las joyas del templo, 4

ISBN: 9788466627252

Generado con: QualityEPUB v0.21

Corregido: MAESE L@C, 13/04/2011

Juliette Benzoni


EL RUBÍ DE JUANA LA LOCA

Joyas del templo IV




.


Para Miguel de Grecia,

que tan bien sabe ensanchar los horizontes

RESUMEN


Cuarto volumen de la apasionante serie La joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

PRIMERA PARTE


El mendigo de Sevilla

1924

1. Un alma en pena


La fiesta tenía algo de mágico. Quizá porque esa noche nacía de la más pura tradición andaluza, convertida en milagro por la voz excepcional de un niño.

Sentado en una silla junto a la fuente, vestido con un traje negro y una camisa blanca, las palmas de las manos sobre los muslos, el cuello estirado y mirando hacia arriba, como para interrogar a las estrellas que constelaban la bóveda azul del cielo, Manolo, indiferente a la multitud que lo rodeaba, dejaba brotar su voz pura en una soleá de una gran belleza. A su lado, el guitarrista, erguido, con un pie apoyado en un taburete, se inclinaba hacia él como en actitud solícita.

La frase musical, auténtica filigrana sonora, surgía límpida, quedaba entrecortada por extraños lamentos y después reanudaba el vuelo. El público contenía la respiración, hechizado por una expresión tan perfecta del cante jondo, cuyo origen había que buscarlo en las profundidades del tiempo y en el que confluían la música litúrgica de Bizancio, la de los reyes moros de Granada y la aportación fogosa de las bandas gitanas que emigraron en el siglo XV. Era la raíz misma del flamenco antes de la contribución de los cafés de Triana y del Sacromonte, un extraordinario momento de arte puro.

Como un encantamiento que se rompe, la línea melódica se detuvo en seco, produciendo un instante de silencio seguido de una tormenta de aplausos bajo la que el muchacho saludó con gravedad.

Aún no tenía catorce años, pero ya era famoso. Dos años antes, ese chiquillo gitano había ganado el concurso de cante que acababan de fundar en Granada el poeta Federico García Lorca y el músico Manuel de Falla. Desde entonces estaba solicitadísimo. Los que velaban por la carrera del joven cantante llevaban a cabo una rigurosa selección, pero ¿qué barrera podía resistir a los deseos de doña Ana, decimoséptima duquesa de Medinaceli, si ésta había decidido convertirlo en la principal atracción de la fiesta que daba en honor de la reina el día de San Isidro?

De pie a unos pasos de las dos damas, en el gran patio iluminado por cientos de velas y de lamparillas de aceite que realzaban el esplendor de los azulejos, el príncipe Morosini se sentía inclinado a dejar de atender al cantante para contemplar mejor a la anfitriona y a su invitada, pues su belleza casi nórdica contrastaba de forma llamativa con la piel y el cabello morenos del resto de los presentes. De un rubio veneciano, ojos claros y facciones delicadamente cinceladas, la mujer que ostentaba el título más importante de España después de la duquesa de Alba permanecía de pie junto al sillón de su soberana, cuyos treinta y seis años y siete alumbramientos no atenuaban en absoluto su belleza. El rubio inglés de la reina, su cutis de camelia y sus ojos de color aguamarina armonizaban de maravilla con la alta peineta andaluza y la mantilla de encaje. Unidas por una verdadera amistad —la reina Victoria Eugenia era la madrina de la pequeña María Victoria, hija de la duquesa, que ocupaba el puesto de dama de honor—, de una edad similar y con un mismo sentido de la elegancia, las dos mujeres parecían realmente salidas de un cuadro de Goya, cuya obra y época eran el tema de la magnífica fiesta organizada en la Casa de Pilatos, el palacio sevillano de los Medinaceli, cuyo encanto cautivaba a Morosini.

No era la primera vez que el príncipe iba a Sevilla, pero en esta ocasión había llegado dos días antes con la reina gracias a la afectuosa invitación del esposo de ésta, el rey.

—Acabas de hacerme un gran favor, Morosini —había declarado Alfonso XIII, que solía tutear a las personas que le agradaban—, y para agradecértelo, voy a pedirte otro: acompaña a mi mujer a Andalucía. Últimamente España la agobia un poco. Tu presencia será una agradable diversión… Hay momentos en que añora Inglaterra.

—Pero, señor, yo no soy inglés —objetó Morosini, a quien tentaba poco la idea de encontrarse atrapado en los meandros de la severa etiqueta cortesana.

—Eres un veneciano con sangre francesa, o sea, casi perfecto, si a eso añadimos que el té no te parece una pócima y que detestas las corridas tanto como ella. Y como de todas formas no puedes alojarte bajo el mismo techo, te instalarás en una suite del Andalucía Palace como invitado mío. Te lo debo —añadió el rey cogiendo de su mesa de despacho un objeto magnífico: una copa de ágata bordeada de oro y de piedras preciosas, cuya asa estaba formada por un Cupido de marfil y oro cabalgando sobre una quimera esmaltada…, el «favor» que se le agradecía a Aldo.

Dos meses antes, los talentos de Morosini habían sido requeridos por los herederos de un príncipe napolitano demasiado arruinado para que su familia, una vez sus esperanzas frustradas, dudara en «malbaratar» la increíble cantidad de objetos de todo tipo amontonados en su viejo palacio. Allí dentro había de todo, desde animales disecados, jaulas vacías y horrendos objetos seudogóticos, hasta deliciosas piezas de cristal, una colección de tabaqueras, algunos cuadros y sobre todo una copa antigua, excepcional, que decidió a Morosini a comprarlo todo, revender a un chamarilero la mayor parte de sus adquisiciones y quedarse sólo con las tabaqueras y la copa, que le recordaba algo.

El vago recuerdo se convirtió en certeza después de consultar numerosos libros antiguos en la paz de su biblioteca: el objeto había pertenecido al gran delfín, hijo del rey de Francia Luis XIV. Al príncipe, coleccionista impenitente, le encantaban las copas, los platos y los cofrecillos que representaban lo más precioso que se hacía en la época del Renacimiento y del Barroco. A su muerte, acaecida en Meudon el 14 de abril de 1711, el Rey Sol decidió que el hijo menor del gran delfín, convertido en el rey Felipe V de España, pese a su renuncia a los derechos al trono de Francia debía recibir al menos un recuerdo de su padre. Así pues, el tesoro, guardado en suntuosos baúles de piel sellados con las armas del heredero difunto, emprendió, convenientemente escoltado, el camino de Madrid. Allí permanecería hasta el reinado bastante breve de José Bonaparte, a quien Napoleón I, su hermano, había nombrado rey de España. Éste, poco delicado, al abandonar el trono se llevó la colección a París.

Cuando Luis XVIII sucedió al emperador, podría haber considerado que el tesoro, reunido en Francia por uno de sus antepasados, debía permanecer allí, pero decidió devolverlo a Madrid para tratar de restablecer unas relaciones deterioradas por la tormenta corsa.

Desgraciadamente no se cuidó mucho el embalaje y varias piezas se rompieron o resultaron dañadas en el traslado. Peor aún: una docena desapareció, entre ellas la copa de ágata decorada con veinticinco rubíes y diecinueve esmeraldas.

Una vez identificada su adquisición, Aldo pensó que sería conveniente ofrecerla a la Corona española a fin de que se reuniera en el palacio del Prado con sus hermanas supervivientes. Escribió, pues, al rey Alfonso XIII y a modo de respuesta recibió una invitación.

No fue una buena operación financiera, desde luego. Los reyes suelen hacerse de rogar para abrir la cartera, sobre todo si se trata de comprar lo que consideran que les pertenece, y el español no constituía una excepción: fingió creer que era un presente, besó al veneciano en las dos mejillas, le concedió la orden de Isabel II con una emoción que incluso hizo correr una lágrima a lo largo de su imponente nariz borbónica y lo admitió definitivamente «en su intimidad». En otras palabras, Morosini fue tratado como amigo, acompañó al rey en algunas de las locas carreras que le gustaba realizar con los potentes coches que le chiflaban y, sobre todo, fue con él a cazar, lo que le permitió constatar que Alfonso XIII tenía una vista de lince y era increíblemente rápido disparando. Cazando al vuelo con tres escopetas y dos «cargadores», Su Católica Majestad conseguía con frecuencia dar en cinco blancos de cinco: dos delante, dos detrás y el quinto en cualquier dirección. ¡Asombroso! Era sin lugar a dudas el mejor tirador de Europa. Después de una semana disfrutando de tales privilegios, no podía presentar una factura como si fuese un simple tendero. En consecuencia, Aldo dio la copa por perdida y se fue a Sevilla con Victoria Eugenia, dichoso de volver a ver a los Medinaceli y la Casa de Pilatos, una de las residencias más bonitas erigidas bajo el cielo de España.

Construida en estilo mudéjar pese a haberse empezado a fines del siglo XV, la Casa encerraba entre sus severos muros dos exuberantes jardines con fuentes, diversos edificios, un patio principal y otro más pequeño, magnífico —donde estaba el cantante—, galerías caladas y una decoración mudéjar en la que los azulejos ocupaban un amplio lugar. Un poco excesivo para el gusto de Morosini, que no apreciaba sobremanera semejante derroche de esas placas de cerámica con dibujos y colores variados. No obstante, el conjunto poseía un encanto indiscutible.

En cuanto al nombre, si ese palacio de sultán llevaba el del famosísimo procurador de Judea, se lo debía a don Fadrique Enríquez de Ribeira, primer marqués de Tarifa, que después de efectuar un viaje a Tierra Santa quiso que su casa se pareciera a la de Pilatos. Una leyenda tal vez, pero que había persistido, y durante la Semana Santa el palacio se convertía todos los años en el punto de partida de una especie de «vía dolorosa» que serpenteaba a través de Sevilla, cuya parte medieval hay que reconocer que se asemeja a Jerusalén, con sus casas blancas cerradas sobre sí mismas, sus jardines secretos y sus patios inundados de sombra.

Entre frenéticos aplausos, cantante y guitarrista se habían retirado tras haber tenido el honor de ser presentados a su reina. Morosini aprovechó la circunstancia para retroceder discretamente entre los asistentes, pues le pareció un momento propicio para ir a contemplar más de cerca un cuadro colgado en un saloncito de las estancias de invierno que sólo había entrevisto.

Con el sigilo que permitían las finas suelas de sus zapatos de charol, subió la escalera, que se elevaba en anchos tramos por un hueco revestido de azulejos de color en un estilo mudéjar adaptado al gusto del Renacimiento, y llegó a la habitación que buscaba, pero se detuvo en el umbral haciendo un mohín de decepción: alguien había tenido la misma idea que él y estaba ante el retrato, el de esa reina de España que llamaban Juana la Loca y que era la madre de Carlos V.